Gn 15,5-12.17-18
Sl 26(27),1.7-8.9abc.13-14
Lc 9,28b-36
Flp 3,17–4,1
Iluminados por la Palabra de Dios, sabemos que la Cuaresma simboliza y sintetiza, de alguna manera, la duración de la vida del hombre (y de una generación humana). Durante este tiempo, el amor de Dios, de una y mil maneras, nos invita y empuja a entrar en su voluntad, a salir de nosotros mismos y a ir hacia el encuentro definitivo con Él en la Pascua.
Pero la Cuaresma no contempla, en realidad, “toda” la vida humana, pues culminando el Domingo de Ramos la sitúa, más bien, a las puertas de su última semana. Este particular nos desvela algo muy importante: antes o después, todos y cada uno de nosotros, estaremos delante de nuestra última semana, y Dios quiere que dicha semana sea una Semana Santa, para que, unidos a Cristo, “pasemos” verdaderamente al Padre. La Cuaresma es un tiempo que nos ayuda a comprender esta realidad de nuestra existencia y a ir preparándonos para que nuestra última semana ― ocurra cuando ocurra ― sea Santa y muramos en el momento justo y en el Justo o, dicho de otro modo, para que no muramos de muerte porque no hay más remedio, sino de amor; sí, para que, como decía el santo hermano Rafael, “muramos de amor, ya que sólo de amor vivir [en este mundo] no podemos”.
Por tanto, a lo largo de la Cuaresma tenemos que seguir a Jesús, dejarnos enseñar por Él y unirnos a Él cada vez más intensa e íntimamente. Esto quiere decir que nuestro hombre-viejo tiene que ir decreciendo y muriendo en la misma medida que nuestro hombre-espiritual vaya creciendo, formándose y acercándose a dar el paso (= Pascua) que le hará nacer plena y definitivamente en Dios. Existe, sin embargo, el problema de que lleguemos malformados al umbral de la última Semana, de que ese “hombre-nuevo” no sea tal, y de que el paso al Padre no pueda darse adecuadamente por no estar movidos por su Espíritu de santidad sino por la frustración, el desasosiego y la desesperación. La Cuaresma nos recuerda que estamos en un tiempo propicio para convertirnos, dado que Dios está a nuestro lado y de nuestra parte y dado que sólo Él es “nuestra Luz y nuestra Salvación” (Sl 26,1), el Único en quien podemos ser auténtica y plenamente felices.
La historia salvífica testifica sin ambages que Dios está a favor nuestro. Como revela la primera lectura, Dios se vincula con promesas extraordinarias a Abraham y a su descendencia por propia iniciativa y pura gratuidad: «Mira el cielo y, si puedes, cuenta las estrellas… Así será tu descendencia» y «a tus descendientes les daré esta tierra, desde el río de Egipto hasta el río Eúfrates» (Gn 15,5.18). Y Abraham muestra, a su vez, cuál debe ser la respuesta del hombre cuando, sin mirar a su decrepitud, a su “hombre viejo”, creyó y acogió dicha promesa confiando plenamente en la palabra de Dios: «Abram creyó al Señor, y se le contó en su haber» (Gn 15,6). Así pues, en la anciana persona o, si queremos, en el hombre-viejo de Abraham, se intuye y se deja sentir el “hombre-nuevo” nacido por la fe, sin el cual no habría podido tener descendencia. Pero Dios no sólo se conformó con hacer resonar sus eficaces y veraces Palabras, sino que las selló con una Alianza que sólo Él — puesto que Abraham dormía envuelto en un oscuro e intenso terror (Gn 15,12) —, se empeñó en cumplir.
Todo esto no es sino un preludio, una figura imperfecta de la Nueva Alianza que Dios sellará al llegar la plenitud de los tiempos en la carne de su Hijo amado, estableciendo con nosotros la unión más profunda, fuerte y perfecta que podría existir. Siendo además Jesús descendiente de Abraham — como señala Lucas en la genealogía (3,34) —, se evidencia que Dios cumple en Él las promesas hechas a Abraham. Y así queda desvelado en la Transfiguración, en la que Jesús se revela por primera vez a unos hombres como el Hijo de Dios en quien el Padre cumple las promesas veterotestamentarias, simbolizadas en las figuras de Moisés, a través de quien se dio la Torah, y de Elías, representante de todos los profetas (desde los Jueces hasta Malaquías).
Poco antes de este episodio, Pedro, como portavoz de los apóstoles, había profesado que Jesús era para ellos el “Cristo de Dios”, quien a su vez les anunció como primicia su destino de pasión, muerte y resurrección. Jesús tenía que dar la vida para abrir en su misma carne el camino de encuentro del ser humano con el Padre, rompiendo las ataduras del mal que nos apresan y llenándonos de su mismo Espíritu en el perdón de los pecados.
Pues bien, ocho días después de tal evento, Jesús toma al pequeño círculo de íntimos y sube con ellos a la cima de una montaña. En la Antigüedad, las alturas eran consideradas, por su proximidad al firmamento, como lugares más cercanos a Dios, es decir, como lugares teológicos, por lo que eran los terrenos preferidos para edificar los santuarios. Pero Dios se va a manifestar en lo alto del monte para corregir la mirada y la mentalidad del “hombre-viejo” de los tres discípulos, y pudieran aprender que, a partir de entonces, el verdadero lugar de encuentro del ser humano con Dios era la persona de Jesús. El hombre ya no tendrá que subir a ningún sitio geográfico elevado, ni desplazarse a ningún santuario pensando que así estará más cerca de Dios, sino que tendrá que “escuchar” a Jesús y seguirle de corazón en Espíritu y en verdad, “subiendo” con Él espiritualmente a Jerusalén para afrontar y vivir, unido a Él, la última Semana (“la Semana Santa”).
Según Lucas, la Transfiguración acontece estando Jesús en oración, en el mismo momento en el que está manifestando su plena y continua unión con el Padre. Es entonces cuando «el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de blancos» (Lc 9,29), es decir, cuando su rostro y su cuerpo fueron “otros”, y su habitual apariencia humilde, terrena y vulnerable se transformó ante sus íntimos, para dejar irradiar la realidad de su persona divina, del Hijo eterno de Dios con quien era Uno y Dios. Era necesario que los apóstoles vieran entonces — y que nosotros lo entendamos y acojamos en la fe (= lo “veamos”) ahora —, que el rostro y el cuerpo de Jesús eran el rostro y el cuerpo de Dios hecho-hombre, para que en el momento en que su faz y cuerpo estuvieran desfigurados y deformados por los golpes y por el sufrimiento extremo soportados por causa del odio y del pecado humano descargado sobre Él, no olvidasen que también en ellos la gloria de Dios estaba manifestándose. Sí, la gloria divina entendida como revelación del poder omnipotente de Dios que es capaz de transformar las situaciones de miseria, esclavitud y dolor en esplendor, libertad y felicidad. Esta gloria la manifestará en su Hijo, en quien realiza la transformación del corazón petrificado del hombre en un corazón de carne.
La exaltación de Jesús está vinculada inseparablemente al plano salvífico de Dios revelado a lo largo de los siglos, pues Moisés y Elías — todo el Antiguo Testamento —, «hablaban con Jesús acerca de su muerte (= partida), que iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,31). La Transfiguración de Jesús (verdadero Dios) y su pasión (verdadero hombre) están íntima e inseparablemente ligadas. Todo culminará en Jerusalén, allí donde concluirá también la última tentación de Satanás (tal y como veíamos la semana pasada). Allí se cumplirá el paso de la “carne humana” al Padre, y Dios, en su Hijo, manifestará su gloria transformando al hombre pecador en hijo suyo. Hasta entonces la humanidad — como el primer Adán, como el viejo Abraham y los tres apóstoles —, estaba envuelta en el miedo y el sopor, esperando renacer, como una nueva Eva, del costado del Nuevo Adán.
En la Transfiguración, no sólo se ofrece a Pedro, Santiago y Juan la revelación de que “Jesús es el Hijo de Dios”, sino que también se les encarga una misión, resumida en la palabra imperativa que el Padre les dirige: «¡Escuchadle!» (Lc 9,35). Esto quiere decir que tienen que obedecerle y entregarse completamente a Él como verdaderos discípulos-siervos. El Padre nos enseña de este modo que el camino de (y hacia) la vida no está en cumplir una multiplicidad de mandamientos sino en tener una relación profunda y auténtica con la persona de su Hijo. Él es nuestra nueva y definitiva Ley y debe ser escuchado y obedecido, pues sólo así, escuchándole en la oración y en la búsqueda incesante de su voluntad, se escucha y se está también en relación con el Padre, fuente de la vida.
Pedro, sin comprender todavía y sin saber lo que decía, propone: «hacer tres tiendas: una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9,33). A todos nos pasa: cuando estamos bien no queremos caminar hacia nuestra pascua, nos parece haber llegado a la meta sin haber empezado siquiera a “ascender a Jerusalén”. Y queremos, como Pedro, hacer tres tiendas en la cima de la montaña de nuestra propia complacencia; tiendas externas, hechas por manos de hombres, a nuestra medida, para encerrar la “gloria”, si fuera posible, bajo un techo humano, para que no se vaya y poder así “estar bien” aunque continuemos enquistados en nuestro egoísmo. Pero la revelación y la orden del Padre: «¡Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle!» nos saca, como a Pedro, de nuestros parámetros, y nos revela que la verdadera Tienda del Encuentro es Jesús, su Hijo amado. Él es la Tienda viva que sube al encuentro del Padre afrontando la Muerte que atenaza cada corazón humano y le impide ser una verdadera “tienda” donde Dios puede morar en un continuo diálogo de amor. Lejos de querer que hagamos tres o mil tiendas, es Dios mismo el que transforma el corazón humano en su Hijo y lo convierte en templo de su mismo Espíritu.
También Pablo, en la carta a los Filipenses, habla de nuestra transfiguración en Jesús, el Señor. E insiste en que nuestra patria es el Cielo, que allí está nuestra meta y de allí esperamos la segunda venida del único Señor y Salvador, Jesús, «quien transfigurará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso» (3,21). En definitiva, estamos destinados a ser transfigurados, de ahí que la Transfiguración de Jesús revela y anticipa, al mismo tiempo, nuestro propio destino.
Dicha transfiguración comienza ya ahora, en la cuaresma de nuestra vida si la vivimos siguiendo a Cristo, caminando tras Él hacia la última semana (Semana Santa) de nuestra existencia. Por eso se nos exhorta a ser fieles discípulos suyos y dejarnos transfigurar paulatinamente por Él, para que sus pensamientos, sentimientos y deseos sean también los nuestros. Y para que esto sea posible, la oración se convierte en una obra imprescindible que tenemos que realizar en todo momento, lugar y circunstancias. En ella debemos aprender a presentar a Dios nuestro corazón sincero y abierto al Amor que nos ha manifestado en su Hijo, pidiéndole insistentemente que nos pase del egoísmo a la generosidad, de la envidia a la caridad, de la impiedad a la misericordia, de la cerrazón a la comprensión, al perdón y al amor. Sólo así nuestro rostro será verdaderamente transfigurado y nuestro cuerpo convertido en templo vivo del Espíritu Santo.