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Luz en mi Camino

11 abril, 2022 / Carmelitas
Jueves Santo: Misa “in cena domini”

Ex 12,1-8.11-14

Sl 115(116),12-13.15-18

Jn 13,1-20

1Cor 11,23-26

En este día santo, la Iglesia recuerda la Última Cena de Jesús con sus discípulos, y conmemora, en este contexto, la institución de la Eucaristía y del ministerio sacerdotal, junto con el mandato del Señor del amor fraterno. Las tres lecturas confluyen en la revelación de estos aspectos del misterio salvífico.

La primera lectura habla de la cena del cordero pascual consumido por los israelitas antes de salir de Egipto y comenzar su Éxodo, en el que se prefiguraba la “eucaristía” en la que se inmola el verdadero Cordero: Jesucristo. En la segunda lectura, Pablo relata la institución de la Eucaristía, cuya interpretación y aplicación práctica — como servicio, amor y entrega total al bien del hermano —, son ofrecidas por el evangelio.

La Eucaristía en cuanto sacrificio, sacramento y presencia real del Señor, constituye el bien supremo de la Iglesia. A ella ha dedicado el Papa Benedicto XVI la exhortación apostólica: “Sacramentum caritatis”, el sacramento de la caridad (haciendo uso de una expresión tomada prestada de Sto. Tomás de Aquino), un título que la vincula a su primera Encíclica (“Deus caritas est”: Dios es caridad), y formula, de manera perfecta, la esencia de la Eucaristía, en cuanto don supremo del mismo Jesús por cada hombre, a quien revela el amor con que Dios-Padre le ama.

Al relatar la institución de la Eucaristía (1Cor 11,23-26), Pablo habla de la Cena del Señor y da normas sobre el orden a seguir. Apela, en primer lugar, a la Tradición (1Cor 11,23a) que ha recibido y que transmite fielmente. Recibir y transmitir son los dos actos que caracterizan la Tradición, y a través de ellos se comunica y transmite, en el espacio y el tiempo, la fe y el misterio cristiano.

Pablo deja claro que la Eucaristía es la “acción de gracias” normalizada de los cristianos (institucionalizada). Y este “agradecimiento” se entiende como reconocimiento a Dios del amor y del bien recibidos de Él en su Hijo Jesucristo, una gratitud que se extiende también hacia aquellos que nos hacen el bien o nos ayudan a realizarlo, y que se expresa en el culto y, seguidamente, en el ejercicio de una vida santa. La Eucaristía es la Nueva Alianza en la sangre de Jesús, de ahí que sea también “un sacrificio” (que en la antigua alianza quedaba simbolizado en la aspersión y derramamiento de la sangre de animales). La Eucaristía es, asimismo, un memorial, es decir, un recuerdo que, por obra del Espíritu Santo, renueva y hace presente la realidad recordada, esto es, la acción salvífica del Señor, su presencia y su sacrificio (1Cor 11,23b-25).

El mandato del Señor: “Haced esto en memoria mía” (1Cor 11,24-25), tras haber instituido la Eucaristía, es considerado por la Iglesia como institución del sacramento del Orden y del sacerdocio ministerial (y así lo constatará en el Concilio de Trento, Sesión 2, cap. 1). Pero la celebración de la Eucaristía y el ejercicio del ministerio sacerdotal que en ella se ejerce, serían únicamente ritualismo si no estuvieran nutridos por la caridad fraterna. Este el centro del amor y de la vida cristiana: ser semejantes a Jesús en la caridad.

Lavando los pies de sus discípulos, Jesús nos dio un ejemplo de su amor extremo, y así nos lo dijo: “También vosotros tenéis que lavaros los pies los unos a los otros. Os he dado un ejemplo, para que como he hecho yo también hagáis vosotros” (Jn 13,14-15). Este mandato aplica a la vida práctica el mandamiento del amor fraterno: “Os doy un mandato nuevo: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34).

El evangelio, que forma parte del así llamado “libro de la gloria” (Jn 13–21), es el inicio de la segunda parte del evangelio joánico. El marco en el que todo se desarrolla es la fiesta de la Pascua hebrea (a la que alude la primera lectura del Éxodo). Jesús es consciente de que ha llegado “su hora”, es decir, su paso definitivo de este mundo al Padre, “su Pascua”, que es el misterio central del Señor (y en Él, también el nuestro). El contexto pascual, el conocimiento del Señor y su amor hasta el extremo hacia los suyos, explican todo lo demás (Jn 13,1).

Aunque Jesús sabe que el Padre ha puesto todo en sus manos, que procede de Dios y que retorna a Él, se sabe “Hijo-de-Dios” y “conocedor de su misterio” y de su “dominio universal”, no obra con orgullo o soberbia, sino que, dicho conocimiento, es el fundamento para manifestar que Dios es amor. Por eso al conocimiento (Jn 13,2-3) vincula estrechamente el servicio del esclavo, símbolo de la libertad y totalidad de su donación a los suyos (Jn 13,4-5), que son “sus ovejas” (Cf. Jn 10,14-15). Así prefigura su entrega en la pasión y la muerte. Consciente de su filiación divina y de su universal señoría, expresa en este acto su suprema libertad. Sólo quien conoce la verdad es libre, y sólo quien es libre puede verdaderamente amar hasta el extremo, por eso si el Hijo, que es la verdad, nos hace libres, seremos verdaderamente capaces de amar como Él nos ha amado (que equivale a decir: como el Padre nos ama).

La acción de Jesús (Jn 13,4-5) no tiene precedentes. Como un acto de extremo respeto, agradecimiento o devoción, era posible que una mujer lavara los pies a su marido, o los hijos a su padre, o los discípulos a su maestro, pero habitualmente era un siervo el que realizaba el lavado de los pies. Desde luego, esto no lo llevaba a cabo ninguno de los que habían sido invitados a un banquete, y mucho menos aquel que lo presidía. Incluso, una tradición judía tardía prohibirá que dicho acto sea efectuado por un esclavo hebreo, y pedirá que sea realizado por un esclavo gentil.

En la sala de la Última Cena, donde Jesús está reunido con sus discípulos, no parece que hubiera algún siervo o esclavo, por lo que seguramente los discípulos se sintieron un tanto perplejos al darse cuenta de que no había nadie que pudiera hacer el lavatorio de los pies, y que ninguno de ellos estaba preparado para hacer a los demás aquel humilde servicio. La sorpresa cargada de consternación debió ser suma cuando se dieron cuenta de que Jesús mismo estaba preparándose para hacer dicho servicio. De algún modo, los discípulos parecen haber quedado como petrificados y enmudecidos, al ver cómo Jesús les iba lavando y secando los pies uno detrás de otro. Todos a excepción de Pedro, que interrumpió el silencio y la acción.

El diálogo con Pedro (Jn 13,6-11) desvela cuáles son nuestros pensamientos y sentimientos más humanos y naturales. Pedro no quiere aceptar el acto de abajamiento de Jesús, porque esa acción contradice su imagen del Mesías y, teniéndole como el Maestro y el Señor, se considera indigno de ser servido por Él. Pero la respuesta de Jesús explicita claramente que sólo la aceptación de su acto de amor total, simbolizado en el lavatorio de los pies, hace posible comprender su significado y participar en la vida eterna: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo» (Jn 13,8).

El gesto de Jesús purifica, pero no de modo automático o mágico, sino que reclama ser acogido por la fe de manera activa y concreta: No es suficiente, por tanto, aceptar el simple acto externo de “lavar los pies”, como hace el traidor a quien se alude (“No todos estáis limpios”), sino aceptar “ser lavado” para “ser purificado”, lo que conlleva un reconocimiento de la propia miseria y de la propia incapacidad de salvarse, es decir, de alcanzar la unión con Dios (que es la vida eterna).

Este acto de Jesús apunta, de algún modo, al bautismo, a la participación en la muerte de Cristo, en la que todas las culpas son “lavadas” y perdonados y purificados todos los pecados.

Por consiguiente, el lavatorio de Jesús realizado por Jesús sintetiza, simbólicamente, lo esencial de su existencia y la razón de su envío por parte del Padre, que no es otra cosa que la caridad extrema (= “hasta el máximo del amor” y “hasta el final de su vida”) que asume y cumple el humilde servicio de entregarse a la muerte para salvar a los hombres. Este acto simbólico expresa el misterio de Jesús: su humillación y abajamiento hasta morir la muerte de un esclavo, de un malhechor, en la cruz. Y muestra, además, el modelo paradigmático que debe ser imitado (desde la verdad profunda de la persona que vive unida a Jesús) por parte de los discípulos (Cf. Jn 13,12-15).

Jesús nos ama hasta el extremo para hacernos capaces de amar como Él nos ha amado. Por tanto, no nos da la capacidad para “amar”, como tantas veces hacemos incluso inconscientemente, mezclando al mismo tiempo nuestro hombre viejo, es decir, amo pecando, amo y mantengo mi egoísmo, ama pero oprimo o violento al otro, amo pero mis deseos y pasiones tienen que ser satisfechos,… Este amor no es el amor de Cristo, sino el amor egocéntrico que sólo conducirá a la división, desunión y destrucción mutua.

Son los hombres los que quieren la muerte de Jesús, aunque haya sembrado a lo largo de su ministerio vida y bien. Jesús conoce en sí mismo el mal que los hombres pueden llegar a hacer, para perdonarlos y capacitarlos para perdonar. Esto también ilumina nuestras relaciones mutuas, sobre todos aquellas del matrimonio. Cuando sabemos o queremos saber que alguien nos ama, no dejamos de probar ese amor, hasta el punto de llegar a abusar del mismo: se tira y estiran los lazos del amor para hacer la propia voluntad y, al mismo tiempo, matando al otro que sé que me ama y no me abandonará. Regresa el marido a casa, por ejemplo, y la mujer le trata despreciativamente, por el motivo que sea, más o menos justificado, y eso por sistema, “estirando” continuamente el lazo del amor que ata a su marido a ella. Es así como conduce diariamente a su marido a la cruz, a la muerte, que vencerá si verdaderamente está unido a Cristo, sino eso, que es injusto, terminará “rompiéndose”. Este ejemplo podría darse la vuelta perfectamente.

El episodio del lavatorio de los pies ilustra, como hemos dicho, el misterio de la Eucaristía en cuanto acto supremo de amor misericordioso, y ayuda a comprender, de este modo, la doble dimensión de la Eucaristía, como realidad sacramental, es decir, en cuanto celebración y participación en el cuerpo y la sangre de Jesús, y como realidad existencial, esto es, en cuanto cumplimiento del mandato del amor, recibido cumplido en Jesús (a quien se ha recibido bajo las especies del pan y del vino), en las circunstancias concretas de la vida.

Por eso, al recibir la Eucaristía aceptamos ser modelados a la imagen del Señor, cuya venida gloriosa esperamos, y aceptamos ser siervos suyos que extienden su amor en medio del mundo. Pidamos pues al Señor que, participando de la Eucaristía (sacramental y existencialmente), ponga en nuestro corazón su Espíritu de servicio y caridad, para que podamos abandonar el lastre que nos oprime, esclaviza, y nos hace buscar la vida en el dinero, el poder, y el placer, y para que, movidos por el Amor de Cristo que transforma el mundo, podamos orientar a los hombres hacia Él: Camino, Verdad y Vida.

 

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