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Luz en mi Camino

22 abril, 2023 / Carmelitas
Tercer Domingo de Pascua

Hch 2,14.22-23

Sl 15(16),1-2a.5.7-11

Lc 24,13-35

1Pe 1,17-21

Al escuchar el relato pascual de “los discípulos de Emaús” cabe preguntarse cuál es la situación de quienes lo escuchamos o leemos: ¿Nos identificamos con aquellos dos discípulos o diferimos de ellos?; ¿Conocemos y acogemos plenamente a Jesús como el Cristo y el Hijo de Dios que ha muerto en la cruz y ha resucitado?; ¿Estamos firmemente determinados a seguirle y testimoniarle, o todavía no? El encuentro con Jesús resucitado “en el camino” hacia Emaús, a través de las Escrituras y de la fracción del pan, ofrece varios rasgos importantes y permanentes que iluminan y cuestionan nuestro discipulado.

     Cleofás y el otro discípulo, no habiendo entendido lo que le ha ocurrido a Jesús en Jerusalén, renuncian a seguirle y se alejan de la Ciudad Santa. Para ellos, Jesús está muerto, aunque previamente le hayan reconocido como un profeta poderoso en obras y palabras (Lc 24,19). Todas sus esperanzas e ilusiones han quedado frustradas y han muerto junto con Él: «Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel» (Lc 24,21), pero ya no esperan. Al no comprender el AT, ni la enseñanza de Jesús impartida en su ministerio sobre su destino, los discípulos son incapaces de aunar, relacionar, armonizar y comprender los eventos transcurridos en Jerusalén en relación con la voluntad de Dios, y, en consecuencia, desilusionados porque el mismo Maestro les ha decepcionado, no pueden seguirle pues, para ellos, “está muerto”. Pero, ¿qué significado tiene este fracaso de los discípulos de Emaús para nosotros? Sobre todo que es necesario que busquemos incesantemente una comprensión cada vez más profunda de la fe que profesamos, porque sólo la fe permite valorar y entender adecuadamente las experiencias cotidianas de fracaso que vivimos en el seguimiento de Jesús y en las que nos parece que Él no está ni se hará nunca más presente en nuestra existencia.

     Algo en cuya significación hay que ahondar, para comprenderlo cada vez mejor, es en la experiencia de la crucifixión y resurrección de Jesús. Como dice la segunda lectura, tenemos que tomar conciencia de que hemos sido rescatados de una vida insulsa, necia y abocada a la muerte y a la desaparición, gracias a «la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,19). Para que esta profundización en el misterio pascual sea posible, hay que entender las revelaciones transmitidas por Dios en las Escrituras acerca de los sufrimientos y del triunfo posterior del Mesías y del Hijo del hombre, puesto que esos dolores y esperanzas definen el mismo ser del Enviado de Dios. Sólo comprendiendo el lugar que ocupa la cruz y la resurrección en la vida de Jesús, es posible entender el puesto que ambas deben ocupar en nuestra vida de discípulos.

     La cruz de Jesús está vinculada al misterio del ser mismo de Dios y del hombre, de ahí que para entenderla haya que preguntarse por qué Dios ha decidido manifestar y ofrecer la felicidad al hombre pidiéndole su conversión y consagración a Él, cuando el hombre esperaba que fuera Dios el que implantase la felicidad creando un mundo perfecto a través de una portentosa y maravillosa intervención. Pues bien, la muerte redentora de Jesús es el modelo perfecto de aquello que Dios ha proyectado desde siempre para el hombre, esto es, entregarse a Él completamente por amor, sin reparar en todo aquello que pudiera costarle. Mientras que el hombre mira hacia afuera esperando un cambio exterior, Dios mira el corazón y espera que el hombre se empeñe interiormente, desde lo profundo de su ser, porque sólo ahí está la clave del cambio que unirá al hombre con Dios, fuente de la felicidad. Dios creó el mundo y al hombre por amor, y es el amor el que, a través de la muerte, conducirá al hombre a la unión con Dios que es la vida eterna.

     Aunque no saben quién es aquel forastero que camina con ellos, los dos discípulos insisten en que se “quede con ellos” (Lc 24,29). No desean retornar a Jerusalén, pero sí estar con este forastero que es capaz de dar sentido a la vida en todas sus circunstancias. Los discípulos pasan así del anuncio de la resurrección (Lc 24,26) a la vida pública de Jesús, puesto que el “ardor del corazón” (Lc 24,32) muestra que aquello que les atrae en estos momentos es lo mismo que les atraía desde el principio, esto es, Jesús mismo que era y es un profeta potente en palabras. Aquello que cautivaba a las multitudes no eran sólo los milagros, sino principalmente la enseñanza de Jesús: ésta les maravillaba, les liberaba de sus errores, les iluminaba la existencia y les conducía a la comprensión y al amor a Dios, al prójimo y a su propia vida. Todavía no reconocen a Jesús, pero aquella persona que les está devolviendo la alegría (después de haber resucitado) es la misma que les enseñaba antes de morir. La resurrección subraya y valida la relevancia de dicha enseñanza. Jesús no aparece enseñando en los evangelios después de su resurrección porque aquello que previamente enseñó por las tierras, pueblos y ciudades de Israel, y su zonas limítrofes, era pura y simplemente la “verdad” que sigue manteniendo, y ahora todavía con más vigor, su atracción hacia Él.

     Por eso los discípulos, sintiendo lo mismo que sentían cuando Jesús vivía entre ellos su vida terrena, le dicen al forastero: “quédate con nosotros”. Esta expresión sintetiza toda la realidad del discipulado, todo el deseo profundo y sincero de quien ha sido tocado por el amor de Cristo y quiere vivir en su presencia y unido íntimamente a Él, caminando a la luz de su vida y enseñanza. Y a esto se nos invita hoy a nosotros: a desear estar con Jesús y a guardar su enseñanza para poder vivir de la manera más auténtica y digna, frente a la bajeza de vida propuesta por Satanás, el mundo y las pasiones carnales.

     Sin embargo, lo que verdaderamente impulsó a ambos discípulos a renovar su seguimiento fue el ver a Jesús resucitado. De hecho, una cosa es dar sentido a lo que ocurrió con Jesús, y otra ver al mismo Jesús resucitado. Podemos decir, por eso, que lo que nos hace discípulos no es el comprender que Jesús tenía que sufrir y resucitar, sino el “verlo” resucitado, es decir, sólo el encuentro concreto en la fe con Jesús nos hace retornar de Emaús — que concretiza el abandono del discipulado —, a Jerusalén, símbolo del lugar “eclesial” donde los demás discípulos, viviendo en común, se ayudan y se confirman recíprocamente con sus testimonios sobre la experiencia del Resucitado (Lc 24,33-35).

     Y los discípulos “ven” y reconocen definitivamente a Jesús al “tomar, bendecir, partir y distribuir el pan” (Lc 24,30). Son acciones y palabras que revelan el amor de Jesús y la aceptación de sus sufrimientos por amor (Cf. Jn 13,1). Son los gestos que, en conexión con el relato de la Última Cena (Lc 22,19), aluden a la “comunión” y desvelan que la Eucaristía es el contexto sobre el que se desarrolla todo el relato. En primer lugar, se expone la reflexión y explicación de las Escrituras, y, a continuación, la fracción del pan, que son los dos momentos y eventos que sintetizan todo el episodio: «Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino [es decir, la explicación de las Escrituras] y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (Lc 24,35). De este modo, el evangelio nos transmite y anuncia que, en la celebración litúrgica de la Eucaristía, podemos vivir la misma experiencia que tuvieron los dos discípulos de Emaús. En ella, es posible sentir el corazón “ardiendo” al comprender los acontecimientos de la vida y a nosotros mismos a la luz de la palabra de Dios llevada a cumplimiento en Cristo. Es en la Eucaristía donde se reconoce a Jesús vivo, al conmemorar el acto de amor que le condujo a la resurrección: “el partir el pan” es signo de su pasión, de su aceptación amorosa de los sufrimientos que son consecuencia del pecado humano; y “la distribución” es signo de que este don de amor se hace pan-vivo que se difunde para dar la Vida a todo el que lo come (Cf. Jn 6,51) y “quedarse con el discípulo” para hacerle partícipe de su victoria sobre el egoísmo, la violencia, el pecado y la muerte.

     Al escuchar este relato, todos nosotros, en medio de las luchas y dificultades que encontramos para seguir a Jesús y contribuir a establecer su Reino sobre la tierra, hemos de considerar el resultado último de su camino: la resurrección de entre los muertos. Hemos de comprender, asimismo, que la Eucaristía es el medio seguro y permanente para encontrarse con el Resucitado, para comprender las experiencias nuevas de la vida a la luz de la Palabra de Dios, y para ser fortalecidos en nuestra fe a través de la oración en común con los demás hermanos, sedientos también de encontrarse y de unirse al Resucitado.

     Ante los dos discípulos de Emaús, se comprende mucho mejor que la conversión cristiana es obra del Resucitado, y que no se caracteriza por el dolor, la dificultad, el desprendimiento o la renuncia, sino por ser la fuente que transforma la tristeza en alegría, la oscuridad en la luz de la fe y de la esperanza, y la soledad en unión de fe con el Resucitado y en la vida comunitaria marcada por el amor fraterno.

 

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