He 2,14a.36-41
Sl 22(23),1-6
1Pe 2,20b-25
Jn 10,1-10
El simbolismo pastoril invade la liturgia de la Palabra de este domingo. El evangelio forma parte de la respuesta ofrecida por Jesús a algunos fariseos (Jn 9,40) que, después de la curación del ciego de nacimiento, se habían sentido interpelados por estas palabras: «He venido a este mundo para un juicio: Para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos» (Jn 9,39).
Los fariseos no se ven ciegos. Ellos, y con fundamento, se saben miembros del pueblo elegido que camina a la luz de la Ley del Señor. Pero absolutizando la Torah, no logran comprender que ésta, llevada a cumplimiento definitivo en y por el Mesías, no tiene otra función que aquella de mostrar la “ceguera” moral y espiritual en la que el hombre se encuentra. Por eso, en este contexto, la “ceguera” de los fariseos se refiere al rechazo de Jesús como el Mesías, en quien se obtiene el perdón de los pecados y se tiene el acceso a la Vida misma de Dios mediante el don del Espíritu Santo (Cf. He 2,38); don y vida divinos que la Ley, por sí misma, es incapaz de dar.
El profeta Isaías ya había anunciado en el s. vi a.C. que Dios iba a congregar un pueblo que, a la vista de todos, sería una obra extraordinaria, maravillosa. Decía el profeta: «¡Sordos, oíd! ¡Ciegos, mirad y ved!» (Is 42,18-19; Cf. 43,8). Se trata de sordos que, a pesar de su sordera, oyen, y de ciegos que, no obstante su ceguera, ven. Esta obra inmensa es fruto de la acción de Dios que incide eficazmente sobre “sordos y ciegos” — símbolo de los pueblos paganos a los que Israel, por su pecado, se asemeja —, y hace que el “sordo” confiese que sólo la revelación de Dios le ha capacitado para escuchar la Palabra misericordiosa de su Señor, la Buena Nueva, sobre su miseria (Cf. Is 43,1-3), y que el ciego reconozca su incapacidad para ver la obra amorosa de Dios a favor del hombre, si el mismo Señor no se la hubiera manifestado.
Pues bien, esta profecía la lleva a cumplimiento Dios en Jesús, su Hijo y Mesías, ya que ante el Crucificado, como confirman las dos primeras lecturas, son muchos los “sordos” que oyen y los “ciegos” que ven: todos aquellos que, tras escuchar la proclamación del kerigma se convierten y se hacen bautizar en nombre de Jesucristo, pastor y guardián de sus almas (Cf. He 2,38.41; 1Pe 2,25), y llegan a ser testigos (Cf. Is 43,10-12) de la acción plena de Dios en su Hijo al ser capaces de soportar, por amor, sus mismos sufrimientos (Cf. 1Pe 2,20b-21).
También el salmo nos ayuda a entender el evangelio. Las primeras palabras del salmista: «El Señor es mi Pastor nada me falta» (Sl 23,2), expresan una extendida enseñanza veterotestamentaria sobre el Mesías (Cf. Ez 34,1-3; Jr 23,1-3) que sirve de trasfondo al texto evangélico: Jesús, al hablar de sí mismo como “pastor”, se está proclamando como el Señor y el Rey (= Cristo; Mesías, Ungido). En el Antiguo Oriente, el pastor, además de guiar al rebaño hacia los pastos, compartía con las ovejas toda su vida: la sed y la fatiga del camino, el bochorno del sol y el relente de la noche, y los innumerables peligros provenientes de los accidentes naturales, de las fieras y de los salteadores. Por eso la imagen del “pastor” asociada al Mesías, es decir, al rey definitivo esperado por Israel, indica que éste cuidará atenta, incesante y amorosamente de su pueblo: lo precederá, guiará, gobernará, mantendrá unido y procurará todo lo necesario para que viva eternamente.
Ahora bien, el Mesías-Pastor, en cuanto Señor de su reino, es también la “puerta” para entrar en sus dominios, pues sólo el rey permite o establece los requisitos necesarios para poder entrar en su territorio y convertirse en uno de sus súbditos. Es probable que aquí Jesús, al hablar de “puerta”, tuviese en mente a una de las puertas orientales que daban acceso al templo de Jerusalén llamada “Puerta de las Ovejas” (Probática; Cf. Jn 5,2), por donde eran introducidas las ovejas que estaban destinadas al culto sacrificial. De este modo, Jesús daba a conocer que sólo Él es la verdadera “Puerta de las Ovejas”, es decir, el verdadero Templo y sacrificio (el Cordero pascual; Cf. Jn 1,29; 19,36) que no sólo pone a sus ovejas en contacto con YHWH-Dios, sino que las une a Él en comunión perfecta y total de vida.
La expresión “Yo soy (la puerta de las ovejas)” también recuerda a los oyentes la definición que YHWH dio a Moisés de sí mismo junto a la zarza ardiente: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), por lo que Jesús asume que en su persona está presente Dios para salvar a su pueblo-rebaño.
Según lo dicho, la imagen de la “puerta” utilizada por Jesús asume una significación doble (Cf. Jn 10,9), ya que Jesús, en cuanto Verbo e Hijo de Dios, es la “puerta” que permite a sus ovejas acceder al corazón mismo de Dios, que es el verdadero “pasto” (Cf. Jn 10,3-4), y, en cuanto Palabra encarnada, es la “puerta” a través de la cual Dios mismo accede al corazón del hombre, mientras que los extraños violentan al hombre y no pueden alcanzar el centro de su persona (Cf. Jn 10,1-2).
La condición que Jesús impone a quien desee formar parte de su Reino, esto es, a quien quiera ser su discípulo, es dejarse amar por Él para llegar a amar del mismo modo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,34-35). Pero este amor de Jesús es algo que los fariseos no han entendido al ver la curación del ciego de nacimiento: «¿Es que también nosotros somos ciegos?» (Jn 9,40), y permanecen por ello en su propia “ceguera”, en su propio pecado: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: “Vemos”, vuestro pecado permanece» (Jn 9,41).
Con todo, no deja de sorprender cómo Jesús, en cuanto Rey, procura la Vida a su pueblo, pues lo hace entregándose a sí mismo, dando su propia vida (Jn 10,11.15.17). Esto significa que los suyos, los que le pertenecen, “sus ovejas”, vivirán la misma Vida de su Rey-Pastor (Jn 10,10), que es la vida abundante, la vida eterna, la vida que no carece de nada, la vida en la que ya nada se desea porque uno está completamente saciado del conocimiento de Dios (Jn 17,3). El Sal 23 habla sobre esta vida mediante el simbolismo del agua, de la hierba verde, de la mesa abundante y de la copa rebosante, todo ello aderezado permanentemente con la bondad y la misericordia de Dios.
Frente a este Pastor, se contrapone, sin embargo, la figura tenebrosa del “ladrón”. Pero a un Pastor tan excelso no se le puede oponer un ladrón que se identifique simple y totalmente con un hombre mortal, que incompletamente conoce, parcialmente ve y brevemente vive. Es cierto que en algunos hombres y circunstancias socio-políticas concretas puede verse reflejado y presente, de un modo más palpable, el obrar del Ladrón que “entra por otro lado” en el redil y produce entre las ovejas los frutos de su violencia (Jn 10,1.8.10), pero aquel que incita a realizar todas estas acciones contrarias al Pastor y a la Vida es el diablo. Éste, detrás de las oscuras e impías acciones humanas, tantas veces patentizadas por los gobiernos y los que ostentan el poder mediático, presenta como “pastores” a la droga, al alcohol, al aborto, a la eutanasia, al desenfreno de las pasiones, y se burla de la piedad, de la honestidad, de la fidelidad, de la castidad, de la templanza, de la amistad, del amor sincero y del temor de Dios, manifestándose, por sus frutos de muerte, como el mentiroso y el homicida que es desde el principio: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo — dirá Jesús a los que se empeñan en tales obras —, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44).
Presentándose como el “Buen Pastor”, Jesús invita a los fariseos, y a todos nosotros, a discernir lo que Dios está obrando en Él, a comprender la manifestación de ese Amor extraordinario, abundante y hasta el extremo a favor de cada hombre. Exhorta, en definitiva, a convertirnos en “ovejas” de su rebaño, estando seguros de que Él tiene intimidad inmediata (“entra por la puerta”) con cada una personalmente (“las llama una por una”), que a cada una dirige un mensaje concreto según sus condiciones (“por nombre”), y que establece con cada una un diálogo permanente de amor (“conocen mi voz”).
Y ¿qué tiene que hacer la oveja, es decir, el discípulo? A la oveja-discípulo, le corresponde escuchar la voz del pastor y seguirle fielmente. Aunque carece de defensas naturales y no goza ni de un buen olfato ni de buena vista ni de sentido de la orientación, sí que posee la oveja un buen oído. Es éste, precisamente, el que la guía hasta sus crías y le permite reconocer por sus validos a sus propios corderillos, y es éste el que la ayuda a reconocer la voz del pastor y a rechazar la voz de los extraños: «Las ovejas escuchan la voz del pastor; y a sus ovejas las llama una por una, y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn 10,3-5).
Quizá merece la pena recordar que, en los antiguos corrales o rediles — y todavía hoy se puede ver en algunos pueblos —, se reunían varios rebaños, y era asombroso contemplar cómo las ovejas iban separándose al escuchar la voz de cada uno de los pastores que venían a sacarlas para llevarlas a los pastos. Jesús viene a la humanidad y va sacando de la esclavitud del pecado a sus ovejas, a aquellas que reconocen en Él la voz del definitivo Pastor que conduce a las “aguas de la vida”, es decir, a la unión con Dios. Sólo Él las hace “entrar y salir” (Jn 10,9), una expresión que, en la cultura semita, indica toda la vida humana, desde su nacimiento-entrada hasta su muerte-salida; por eso afirma Jesús que sólo en Él toda la existencia del discípulo está amparada por la Vida, y que incluso cuando salga de este mundo, cuando muera, no será separado de su Pastor, sino que serán cuando entre a participar definitiva y plenamente en la Vida del Pastor, que es la misma Vida de Dios.
Jesús nos guía entregando su vida por nosotros y nos invita a que, ante su Amor, todos nos convirtamos en sus discípulos, en sus “ovejas”, no endureciendo nuestro corazón sino confesando nuestra “ceguera y sordera”, para comprender que Él es el Camino, la Verdad y la Vida presente en medio del mundo y entregada a los hombres, y la Luz que pone en evidencia las obras del Ladrón a quien, con su Amor, echa definitivamente fuera del redil, tal y como Él mismo afirma: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y Yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32).