Ex 19,2-6a
Sl 99(100),2.3.5
Rm 5,6-11
Mt 9,36–10,8
La exhortación de Jesús a sus discípulos para que pidan al Padre que envíe trabajadores a su mies, al igual que la misión evangelizadora confiada a los apóstoles, tienen como motivación fundamental la situación concreta, dolorosa y alarmante, en la que se encuentra y vive la humanidad. Con todo, no son los hombres, ni mucho menos, quienes perciben la condición de su propio estado, sino que es Jesús el que la conoce con su mirar y la desvela con sus palabras (Cf. Mt 9,36-38; 10,8). La mirada de Jesús que se fija en la muchedumbre conlleva en sí misma un conocimiento profundo del ser humano, un saber que éste “vive cansado y abatido como oveja sin pastor” (Mt 9,36), avasallado por los espíritus inmundos (del egoísmo, del orgullo, de la envidia, de la codicia, de la incomprensión,…), por las enfermedades, por las debilidades y por todo tipo de calamidades y de muertes.
Sabemos, sin embargo, que Jesús no mira a la humanidad para juzgarla, condenarla y abandonarla a su trágico destino, sino que, al igual que sucedía con Mateo y los demás publicanos y pecadores la semana pasada (Cf. Mt 9,9-13), su mirada está llena de misericordia, de compasión (esplagchnísthē; Mt 9,36). De hecho este último término, que en griego alude a “lo más íntimo del ser”, a “las entrañas” (ta splágchnon), pone en evidencia que Jesús siente en lo más profundo de sí mismo el dolor y la vejación que contempla en los hombres. El corazón de Jesús, que manifiesta y es el corazón mismo de Dios, está tan lleno de misericordia que llegará a entregar su vida en la cruz para la salvación de aquellos a quienes ve extenuados y abandonados. Esto significa que la compasión divina que siente Jesús hacia los hombre es la causa o la razón principal que le conduce a exhortar a orar al Dueño de la mies, a llamar a los Doce, a instruirles y a enviarles — “apóstol” significa “enviado” —, en misión, para que anuncien la Buena Nueva del Reino y respondan así a las necesidades espirituales de todos los hombres (Cf. Mt 9,35; 10,1.7-8).
En un primer momento, puede parecernos extraño que Jesús limite su misión (y aquella de los apóstoles) al pueblo de Israel (Mt 10,6), pero esta actitud, como veremos a continuación, esconde una enseñanza importante y muy válida para todos y para siempre. Más adelante en el evangelio, cuando la mujer cananea le pida que cure a su hija endemoniada y sus discípulos le insistan para que se lo conceda, Jesús responderá nuevamente que sólo ha sido enviado “a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15,24), dejando claro de este modo que ajusta su obrar salvífico a los límites que el Padre le ha fijado en su etapa terrena.
Dios, como nos enseña la primera lectura, tuvo a bien elegir un pueblo y establecer con él, como primicia de la humanidad, una alianza salvífica (Ex 19,5-6a). Pero esta elección a favor de la salvación de toda la humanidad (Cf. Gn 12,3), la va desarrollando Dios por etapas, ajustándose a la realidad humana que no permite comunicar a todos, al mismo tiempo y de igual modo, una relación íntima con Él. Jesús, que conoce plenamente este plan divino, lo respeta, y anuncia primero la salvación a la casa de Israel; sólo después, en un segundo momento, será anunciado el evangelio a toda la humanidad, cuando su muerte y su resurrección hayan derribado y superado toda barrera (Cf. Mt 28,18-20). Pablo, en la segunda lectura, ya tiene en cuenta esta salvación y compasión universal realizada por Dios en su Hijo cuando dice que: «Cristo murió por los impíos; — en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir —, más la prueba de que Dios nos ama [a todos] es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,6-7).
Y ¿qué nos enseña este modo de obrar de Jesús? Nos enseña, sin duda alguna, que todos tenemos que aprender a conocer y a respetar los límites de nuestra misión. Ninguno de nosotros somos Dios y ninguno podemos proveer a todas las necesidades del prójimo, por eso es necesario que ajustemos nuestra vida a los límites de nuestra vocación para poderla realizar del modo más perfecto posible. Si en lugar de respetar tales límites, nos empeñamos en pulular por todas las direcciones de modo desordenado, entonces aquello que podamos realizar estará falto de consistencia y su resultado será decepcionante, cumpliéndose en nosotros aquel refrán que dice: “el que mucho abarca poco aprieta”.
Por otra parte, la proclamación del evangelio y la curación de las enfermedades y dolencias forman parte de la misión de los Doce y ofrecen una síntesis paradigmática de la misión de la Iglesia. Ambas son fruto de la “compasión” de Jesús, una compasión que el misionero ha recibido gratuitamente y que, en consecuencia, gratuitamente debe dar: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10,8). Pues bien, naciendo de la compasión de Jesús, la evangelización no se dirige, en primer término, a cambiar las instituciones o estructuras, sino a transformar las “entrañas” del hombre, para que abandonen los falsos dioses y pastores, y pasen a adorar y seguir al único y verdadero Dios y Pastor. Aquello que transformará radicalmente la realidad social será, precisamente, la “compasión” que ha sido previamente sembrada en el interior del corazón humano y lo ha transformado. En esta misión, los cristianos, como dirá el autor de la Carta a Diogneto, aprenderán a “ser en el mundo lo que el alma es en el cuerpo”, estando presentes en todos y cada uno de los lugares del universo, dando vida y esperanza a la humanidad, aunque, como ocurre con el alma, no se les vea.
Es ahí, en medio de la humanidad, donde cada cristiano — y la Iglesia en su conjunto —, tiene que asumir el puesto que le corresponde, siendo consciente de ser un “parroquiano” (del griego pároikos: extranjero, exiliado, extraño), es decir, uno que “habita en un país extranjero” y al que les es connatural la “misión” evangelizadora del ambiente humano en el que vive y que, en gran medida, se muestra hostil a conocer y aceptar la voluntad de Dios.
Este anuncio evangélico se encuentra hoy ante un extendido y evidente rechazo e indiferencia social de toda trascendencia, siendo cada vez más los que afirman, con aire de superioridad posmodernista, que no creen en el más allá. A ello se junta el que la interpretación de los acontecimientos del mundo a la luz de la Palabra de Dios tiene que afrontar la avalancha de (des-)informaciones que se ofrecen desde los múltiples medios de comunicación, siempre vaciada de contenido religioso y, en ocasiones, viciada con sesgos sectarios o mágicos. La misma muerte se “ignora” en la medida de lo posible, desvirtuándose juntamente con ello la razón misma de la vida. Sin embargo, a la luz de Cristo, muerto y resucitado, es evidente para nosotros que la vida recibe su sentido a partir del modo como se muere, y que la muerte asume su valor a partir del modo como se vive. La muerte en y por sí misma no es otra cosa que la muerte, y el hombre posmoderno, vaciado de trascendencia, es presa de ella. Por eso el anuncio del evangelio tendrá que volver a despertar en el hombre de nuestros días la conciencia del alma y de su inmortalidad, ya que hasta tal punto se encuentra “descarriado y abatido” que llega a negar aquello mismo que forma la esencia de su ser y da razón a su vida y a su muerte.
La urgencia de la evangelización es, por tanto, notoria, y se hace sumamente necesario que la luz de los cristianos brille en medio del mundo “para que los hombres vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre celeste” (Mt 5,15-16). Unas “obras buenas” que tienen que estar preñadas tanto de la compasión de Jesús — que se arraiga en la eternidad de Dios —, como de las últimas cosas que esperamos y que dan sentido a nuestra existencia, esto es: de la comunión de los santos, del perdón de los pecados, de la resurrección de la carne y de la vida eterna.
Hoy se nos invita a acoger en la fe la “compasión” de Jesús, conscientes de que sin Él estamos “como ovejas sin pastor”, cansados y vejados por seguir a otros “pastores”; y también se nos exhorta a comprender que dicha compasión es el germen y el manantial que conforma nuestra misión al plan salvífico de Dios, en medio de los hombres de esta generación en la que, por gracia, nos ha tocado vivir.