Sb 12,13.16-19
Sl 85(86),5-6.9-10.15-16
Rm 8,26-27
Mt 13,24-43
El evangelio hodierno continúa la narración del discurso parabólico de Jesús transmitido por Mateo que comenzaba la semana pasada con la parábola del sembrador. En esta ocasión se exponen los misterios del Reino de los Cielos mediante tres parábolas, dos de ellas referidas a la naturaleza (la aparición de la cizaña en medio de trigo y el crecimiento del grano de mostaza) y otra a la experiencia doméstica de la levadura mezclada en la harina. De todas ellas, es la parábola de la cizaña la que recibe un tratamiento mayor, pues Jesús la explica (Mt 13,37-43) tras haber sido preguntado en privado por los discípulos (Mt 13,36).
Es central en todas estas parábolas la enseñanza del Reino de Dios — “de los Cielos”, dirá Mateo para preservar como piadoso judío el Nombre divino —, por medio de símbolos. De modo sencillo podríamos decir que el Reino de Dios expresa el proyecto de plenitud, armonía, liberación y salvación que Dios tiene para toda la creación y, en particular, para el hombre. Este proyecto va desvelándose y desplegándose en la historia y, ahora, por medio de Jesús y en Él, se comprende definitivamente que el Reino no es algo que Dios realiza a favor del hombre al margen de Él mismo sino que está involucrado personalmente y se alcanza en la unión o comunión plena de vida con Él. Por eso en Jesús la verdad del Reino se ve encarnada, desvelada y, por medio de Él, hecha accesible al creyente, que puede participar del mismo y vivir sus frutos ya aquí.
Las tres parábolas ilustran este proyecto y en ellas se vislumbra algunas características que, en relación con Dios y su reinado, hay que tener en cuenta.
En primer lugar se percibe un evidente contraste entre la pequeñez inicial y la grandeza final del Reino. Así lo muestra la menudencia del grano de mostaza contrasta con la grandeza del árbol en que se convierte que es capaz de albergar a las aves del cielo (Mt 13,32). Este árbol proviene y es extensión de aquella semilla inicial, por lo que muestra continuidad en cuanto a su esencia pero también diferencia en cuanto a la forma, tamaño y materialidad espacial y perceptible. Sólo Jesús menciona a la mostaza en toda la Escritura (Cf. Mt 13,31; 17,20). La mostaza suele medir un metro de altura, pero la especie negra palestina (brassica nigra) — cultivada en tiempos de Jesús por el aceite y para usos culinarios —, puede transformarse de arbusto en un verdadero árbol con una base leñosa, que llega a alcanzar los tres o cuatro metros de altura, sobre todo en torno al lago Tiberíades. También la pequeña cantidad de levadura contrasta con la gran cantidad de masa de harina que llega a fermentar.
En segundo lugar también se manifiesta la bondad del Reino, que se compara a un árbol acogedor, a la levadura que fermenta para poder hacer comestible a la masa de harina, y a las espigas llenas de granos de trigo. Estos últimas se oponen a la cizaña, pues la harina de sus semillas es tóxica. La cizaña es una planta que crece en los campos de cereales y se confunde hasta tal punto entre las espigas que también se le denomina “falso trigo”, pero, aunque absorbe los nutrientes de la tierra y debilita los frutos, no es posible arrancarla porque se corre el riesgo de remover conjuntamente las espigas del trigo. Sólo al cosechar se puede distinguir y separar el grano de trigo de aquel de la cizaña más pequeño y de color violáceo, recogiendo este último para quemarlo y conservando el primero.
Una tercera característica que podemos señalar es el crecimiento lento pero inexorable y victorioso del Reino. La semilla de mostaza y la levadura tienen una fuerza en sí mismos que actúa en lo escondido, dentro de la tierra o de la masa, y que hace surgir, directa o indirectamente, la vida: el árbol o la masa fermentada que se convierte en alimento para el hombre. Este crecimiento se efectúa con dificultades, luchas e, incluso, con algo similar a la muerte de la propia realidad (Cf. Jn 12,24): el grano muere en la tierra y la levadura desaparece entre la masa.
El Reino de los Cielos se asemeja, por tanto, a esa realidad pequeña, débil y perseguida que es “sembrada” o “mezclada” en la inmensa humanidad y en la extensa historia de la creación y del hombre, a las que va germinando y transformando según el diseño divino. Esta lenta pero imparable acción e irrupción del Reino nos enseña e invita a esperar su cumplimiento definitivo unidos a Dios, siempre paciente y misericordioso.
Los ejemplos que Jesús pone en sus parábolas se refieren a la historia social y personal del hombre, donde se enfrentan dos entidades, el Señor y Satanás, en el grano sembrado por Dios y la cizaña plantada por el Maligno, cuyo desde es impedir que las personas sean auténticamente libres. Se oponen frontalmente dos proyectos, uno de vida y otro de muerte, tal y como se clarifica en el momento de la siega: las espigas producidas por Dios serán recogidas y conservadas, mientras que aquellas de la cizaña serán recogidas y quemadas, destruidas para siempre.
También se presentan, a lo largo de cada generación, dos proyectos de siega. Uno impaciente y violento que pretende arrancar cuanto antes y de golpe todo lo malo, y otro que opta por la paciencia, el discernimiento, la selección y la espera. El crecimiento lento, fatigoso pero inexorable del Reino de los Cielos es una lección que los cristianos tienen que meditar y profundizar continuamente, siendo como son también partícipes, en primera persona, de la misma, en cuanto partícipes y conscientes de la misericordia y paciencia que Dios tiene con ellos.
El interés es que Dios sea conocido y amado. Escuchada y acogida la noticia jubilosa de que Dios es amor y nos ama hasta el extremo, el interés se centra ahora en cómo se responde a Dios, a su permanente amor, ya que sólo quien comienza a amar a Dios de verdad, por ser Él quien es, sin otro interés que aquel de unirse a Él cumpliendo su voluntad, sólo ese tal comienza a gustar verdaderamente la alegría, escuchada y acogida, de saberse amado por Dios.
Tenemos que aprender a vivir unidos a Dios, aprender a entrar en su Reino siguiendo a Jesús, el Rey-Mesías. Y entrar en este Reino reclama el saber vivir frente y, al mismo tiempo, al lado del mal que nos rodea y que, en muchos aspectos, llevamos también dentro y provocamos. Esto significa que no podemos pensar únicamente en atacar y destruir el mal de un golpe y en un instante. Jesús, de hecho, se manifiesta como amigo de publicanos y pecadores, como aquel que confronta con amor los pensamientos de los escribas y fariseos, como aquel que no rechaza a los soldados, enfermos y gentiles que se acercan a Él, sino que toca, come, dialoga, y no cesa de mostrarles el amor misericordioso de Dios sean justos o no. Jesús confía en el hombre y espera, hasta el último aliento, que abra el corazón a su palabra, a su mensaje salvífico, mostrándose como Pastor y Médico y no tanto como Juez.
Jesús pone por obra y de este modo también nos enseña a realizar aquello mismo que dice el libro de la Sabiduría en la primera lectura acerca de Dios: «Tú, poderoso soberano, juzgas con moderación y nos gobiernas con indulgencia, porque puedes hacer cuanto quieres. Obrando así, enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento» (Sb 12,18-19). Bien y mal están mezclados en la historia y en nuestro corazón, pero Dios respeta los tiempos siendo misericordioso y dando lugar a la conversión y al arrepentimiento, buscando con paciencia el sí sincero y libre del hombre. Al final de los tiempos tendrá lugar la cosecha, el Juicio definitivo, y sólo entonces Dios separará la cizaña, es decir, los agentes de mal, de la buena semilla, es decir, de los justos, de los hijos de Dios. El bien y el mal serán separados universalmente y Dios hará que refulja la justicia, la verdad y el amor, y desaparezca para siempre la injusticia, la falsedad y el odio.
El Reino de los Cielos, la presencia activa y salvífica de Dios a favor del hombre, se presenta como una realidad modesta y escondida, tan sutil como una palabra, pero ante ello no hay que desanimarse o desilusionarse, pues su fuerza es eficaz y su potencia va abriendo lentamente el corazón del hombre y transformándolo, abriendo surcos de libertad y de vida en medio de la historia, y creciendo hasta dar frutos de salvación en los que cobijar a toda la humanidad.
Es una palabra de esperanza y de confianza para la Iglesia. Aunque ésta se vea pequeña y perseguida, un pequeño grano olvidado, machacado e inútil dentro del inmenso terreno del mundo y de los afanes humanos (Cf. Mt 13,38).