1Re 3,5.7-12
Sal 118 (119),57.72.76-77.127-128.129-130
Rm 8,28-30
Mt 13,44-52
La primera lectura hace referencia a la petición que, entre sueños, hace el rey Salomón a Dios. Le pide la sabiduría divina que le permita servir con justicia y según la voluntad de Dios al pueblo que tiene que gobernar y del que sólo Dios es su Señor. Pero la oferta de Dios a Salomón resuena hoy de nuevo, actual y viva, para cada uno de nosotros: «Pídeme lo que quieras» (1Re 3,5). No sería necesario que meditásemos mucho para que surgiese en nuestro corazón, como nuestro más profundo deseo u honda preocupación, alguna de las siguientes peticiones: la salud, las riquezas y la paz.
En cuanto a la salud: quién no quisiera una vida larga, llena de vigor; una vida que se fuese apagando poco a poco como se consume la cera de la vela o el aceite del candil: sin dolor, sin achaques, sin enfermedades de ningún tipo — ni físicas ni psicológicas ni morales —, que la vayan corroyendo y punzando de sufrimientos.
Y sobre las riquezas, ¿qué decir?: quién no brama por poseer enormes cantidades de dinero y ansía todo tipo de posesiones que le permitan vivir holgadamente, sin tener que depender de nada ni de nadie, sin tener que estar preocupado por la cuenta del banco, ni estar angustiado por el comer y el vestir, ni tener que estar privado de tantas cosas que se nos ofrecen alrededor; en definitiva: quién no quisiera decir a su alma: “siéntate, descansa, banquetea y disfruta de todo aquello que posees” (Cf. Lc 12,19).
También la paz es enormemente deseada: quién no clama y desea que las disputas y las divisiones cesen, y no piensa quizá que el mejor modo de lograrlo sería hacer que desapareciesen todos aquellos que le caen mal o le molestan, atosigan, le someten a sus voluntades y le critican su modo de ser y de obrar. Aunque sería una paz hecha a la propia medida, uno cree y busca continuamente ese tipo de paz en la que piensa encontrar la quietud y la tranquilidad plena.
Pero ninguna de estas cosas, que de un modo u otro sintetizan cualquier otra petición y deseo que pudiéramos tener, pidió Salomón. Era un muchacho pero ya “sabio” en su corazón. Ya había comprendido que “la sabiduría que procede de lo alto” es el origen y la fuente de la salud, de las riquezas, y de la paz (Sb 7,11-12). Ya Dios había arado y abierto brecha en el corazón de Salomón para que entendiera qué era lo verdaderamente importante, aquello a partir de lo cual todo lo demás se da por añadidura. Y Salomón ya era “sabio” por dos motivos: en primer lugar, porque sabía quién es Aquel que puede conceder la Sabiduría: Salomón sabe que sólo YHWH-Dios se la puede dar (Sb 8,21); y en segundo lugar, porque sabía dónde tenía que ir a buscarla: en su corazón orante elevado, con pureza y fidelidad, al Señor, su Dios (Sb 8,21). De hecho, la sabiduría tiene como origen y como meta el temor del Señor, y comporta dos sentidos en la relación con Dios. Por una parte, el sabio se considera una criatura ante Dios a quien alaba por su trascendencia, omnipotencia y misericordia infinita; por otra parte, el sabio desea que ese amor de Dios jamás se separe de él, es más desea que penetre completamente en su vida y que la voluntad de Dios se realice concretamente en cada acto, pensamiento y palabra que pueda obrar o expresar. El sabio es el verdadero “pobre de Dios” a quien alcanza la bienaventuranza de Jesús: “bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos”.
Sobre este punto incide el evangelio hodierno. Jesús nos enseña que “el reinado de Dios — la Sabiduría que gobierna todas las cosas —, es semejante a un hombre que encuentra un tesoro en un campo” (Mt 13,44). Ese campo es, en realidad, el “corazón” de dicho hombre: es ahí donde la Sabiduría debe ser encontrada. Aquel que ara y prepara el campo es Dios, y lo efectúa por medio de las vicisitudes, eventos y circunstancias de la vida de cada uno; ahí va abriendo la dureza de la “tierra”, del ser del hombre, y va ahondando para encontrar la “tierra buena”: lo profundo del corazón donde Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) escondidamente solo mora. Si después de este “trabajo” el hombre llega a descubrir el “tesoro” escondido que se halla dentro de él, se llenará de alegría y dejará que brote aquella Alegría que desde siempre le estaba esperando, y todo aquello que antes centraba su atención (salud, dinero, placeres, diversiones,…) asumirá inmediatamente una posición secundaria, al servicio del “tesoro” escondido que quiere poseer.
Pero, ¿quién lo encuentra?, o ¿quién lo recibe? Sólo aquel que lo desea por encima de todo lo demás. Dicho con otras palabras: aquel que es humilde, tiene las manos limpias, y es manso y puro de corazón (Sl 15[14]), todo lo cual queda sintetizado en la respuesta de la fe, de la confianza plena en Dios, del temor de Dios. De hecho, Salomón, después de despertarse del sueño, acoge lo soñado como revelación divina e inmediatamente va al templo y ofrece sacrificios y holocaustos de acción de gracias, y prepara un gran banquete para todos sus súbditos. Del mismo modo, el hombre que encuentra el gran “tesoro” del reinado de Dios en su corazón, inmediatamente ofrece los sacrificios de acción de gracias al ir y desprenderse de todo aquello que antes acaparaba toda su existencia.
Y ¿cómo se manifiesta este reinado de Dios que ha sido encontrado? Siendo el origen de la salud, de las riquezas y de la paz, la Sabiduría que procede de lo Alto transforma a aquel que la recibe en aquello que ella misma es: le enseña a no ser envidioso porque en Ella ya posee todo, a no disputar ni blasfemar, a no enorgullecerse ni mentir (Sant 3,17-18), porque Ella llama bienaventurados a los pobres en el espíritu, a los mansos, a los puros de corazón, a los misericordiosos; porque en Ella la enfermedad y las contrariedades de la vida se convierten en camino de santificación al percibirlas, desde la perspectiva divina, como una ayuda inestimable para ir entregándose plenamente a Aquel que se ama: «Sabemos — dice S. Pablo — que a los que aman a Dios todo les sirve para bien» (Rm 8,28). De esa Sabiduría hecha vida brota la paz, porque con Ella el justo responde al mal con el Bien que porta dentro de sí y que es la raíz de la verdadera Paz. A través de esa Sabiduría divina, Dios va realizando su proyecto en la vida del creyente: «A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó» (Rm 8,30), y los predestinó, llamó, justificó y glorificó en Jesucristo puesto que la Sabiduría, este Tesoro escondido, es, como afirmará S. Pablo, Cristo mismo, a quien Dios ha hecho, para nosotros, sabiduría, justicia, santificación y redención (1Cor 1,30).
Es en Cristo, por tanto, en quien se establece la separación, el juicio de “los peces buenos y malos”. Un juicio que alcanzará su manifestación definitiva al término de la historia, en el Juicio Final. Los pescadores judíos separaban los peces atendiendo a las prescripciones judías referidas en Lv 11,10, según las cuales no se podían comer los peces cuyas aletas y escamas no fueran externamente visibles. “Sacando del arca lo nuevo y lo antiguo”, una aplicación de estos alimentos puros (kasher) podría ser para nosotros la siguiente: los peces “malos”, es decir, aquellos que hacían caer en impureza ritual, podrían equipararse a nuestros vicios, y los peces “buenos” podrían ser entendidos como nuestras virtudes. Quien encuentra el “tesoro del Reino de los Cielos” vivirá para las virtudes e irá dando muerte a los vicios, en la espera de que, al final de los tiempos, Dios los separe y destruya definitivamente. Este “justo” irá asemejándose cada vez más al único Pez que es Cristo, a quien los primeros cristianos representaban ya con el símbolo del pez, convirtiendo sus cinco caracteres griegos (ijzus) en un acróstico a través del cual expresaban, sintéticamente, su profesión de fe: Jesús (es) el Cristo (y el) Hijo de Dios (y el) Salvador.
Que en este día nuestra oración esté rebosante del deseo de alcanzar el don de la Sabiduría de Dios, de unirnos plenamente a Jesús, nuestro Señor y Salvador, el tesoro escondido en lo profundo de nuestro corazón..