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Luz en mi Camino

28 octubre, 2022 / Carmelitas
Trigésimo Primer Domingo del Tiempo Ordinario

Sb 11,22–12,2

Sl 144(145),1-2.8-9.10-11.13cd-14

Lc 19,1-10

2Te 1,11–2,2

«Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan… corriges poco a poco a los que caen, les recuerdas su pecado y los reprendes, para que se conviertan y crean en ti, Señor» (Sb 11,23; 12,2). Estas palabras del libro de la Sabiduría, subrayan el amor misericordioso y omnipotente de Dios que alcanza a todas sus criaturas, en particular a los pecadores. Toda la creación subsiste por su voluntad y todo es conservado en la existencia porque “ama todo lo que ha creado”. Cada persona lleva “su soplo vivificante” y es objeto de su amor que es fuente de vida y quiere la vida, y apuesta por la capacidad que tiene el hombre, incluso el más pecador y desgraciado, de amar y de obrar el bien.

Este amor de Dios, manifestado al llegar la plenitud de los tiempos en su Hijo Jesucristo, se evidencia claramente en la lectura evangélica hodierna, en la que, como acontecía la semana pasada, el protagonista es un publicano, aunque en esta ocasión no aparece como personaje de una parábola sino como actor real de un encuentro histórico tenido con Jesús, y que supuso para él la conversión y la participación en la alegría del Reino de Dios que irrumpía en la persona del Nazareno.

Jesús, que va camino de Jerusalén para entregar allí su vida por la salvación de todos los hombres, pasa por Jericó, una ciudad fronteriza emplazada en la fosa del Jordán, a unos 300 mt bajo el nivel del mar. Este oasis maravilloso, de unos cinco km de longitud, situado en medio de una región desierta, desolada y quemada por el sol, era un paso obligado tanto para las caravanas que iban a Jerusalén desde las regiones de Transjordania, de Arabia y del valle del Jordán, como para los peregrinos que se acercaban a la Ciudad Santa para celebrar, sobre todo, la Pascua judía.

En esta ciudad ejercía Zaqueo, el protagonista del relato, su profesión de recaudador de impuestos. Esta posición la había aprovechado, sin escrúpulos y sin temor religioso, para enriquecerse a cuenta de los contribuyentes, imponiéndoles unas tasas más elevadas que aquellas establecidas por Roma. Zaqueo era, pues, publicano y rico, dos condiciones que hacían “casi imposible” su salvación. Por una parte, la gente judía de bien ya le había condenado como pecador público por su deshonestidad y por su trato con las autoridades romanas, y se mantenía alejada de él; por otra parte, también pesaban sobre Zaqueo las palabras de Jesús: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios» (Lc 18,24-25). Sin embargo, estaba a punto de manifestarse que el amor de Dios es capaz de buscar lo perdido y de salvar lo condenado (Lc 19,10), porque «lo imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27).

Zaqueo, que ha oído hablar de la compasión de Jesús hacia los pecadores — hasta el punto de que un publicano de Cafarnaúm, Leví-Mateo, se encontraba entre sus discípulos más cercanos —, de su poder taumatúrgico, tal y como lo había vuelto a demostrar un poco tiempo antes al entrar en Jericó y curar a un ciego conocido por todo el pueblo y que ahora le seguía glorificando a Dios (Lc 18,35-43), “trata de ver quién era Jesús”. En griego, queda claro que Zaqueo realiza una verdadera búsqueda — se emplea zētéō en imperfecto: buscaba (de modo continuo, sin cejar, con esfuerzo y empeño) —, con el fin de poder establecer, de algún modo, aunque sólo fuera escudriñándolo con su mirada, una relación con el Nazareno, con todas las consecuencias que esto pudiera acarrearle, es decir, “trataba de ver quién era Jesús”, de conocer su persona. Jesús había enseñado que “el que busca, encuentra” (Lc 11,10), y la búsqueda de Zaqueo se convierte, a este respecto, en una “oración” de súplica en acto, una “salida” de sí mismo hacia el encuentro con el Salvador

Ahora bien, querer conocer a Jesús es algo extraordinario, porque “ninguno va a Él si el Padre no lo atrae” (Jn 6,44). No es lo mismo, ni tiene punto de comparación querer ver o conocer al rey o al presidente de la nación más potente del mundo, que querer “ver” a Jesús. Jesús no es uno más. Querer conocerLe conlleva, implícitamente y aunque sea inconscientemente, querer “conocer” al “Dios-que-salva” (realidad a la que hace referencia su mismo nombre: Jesús significa “Dios salva”), es decir, es querer ver en acción el establecimiento del Reino de Dios a favor del hombre, de la misma persona que le quiere “ver”.

Esta curiosidad y, al mismo tiempo, sincero interés de Zaqueo de “ver” a Jesús lo muestra en su modo de actuar. Se introduce primero entre la multitud, pero debido a su “baja estatura” no logra su objetivo: la gente es una muralla demasiado elevada para él. Sin embargo, este defecto le obliga a expresar abiertamente que le importa más conocer a Jesús que el respeto o la dignidad profesional que su cargo le daba y le demandaba. Y sin dudarlo un instante, echa a “correr”, se adelanta en el camino por donde tenía que pasar Jesús y se sube a un sicómoro. A Zaqueo le tiene sin cuidado el ridículo que puede estar haciendo, el qué dirán y las burlas que su actitud puede suscitar, porque “ver” a Jesús es ahora todo para él y no le importa lo que tenga que esperar y soportar hasta que llegue.

Tanto Jesús, “que está atravesando la ciudad”, como Zaqueo, están en movimiento. Ambos hacen muestra de su condición de “hebreos”, término que proviene de ‘ābar: pasar, atravesar (lxx: diérchomai; Cf. Lc 19,1.4) El pueblo de Israel está siempre en movimiento, “pasando” de la esclavitud a la libertad; “atravesando” el Mar Rojo, el Jordán; pero también, como le sucede a Zaqueo, “pasando o transgrediendo” los mandamientos del Señor, manifestando así que son pecadores y se alejan del Señor, sea por error o por odio, voluntaria o involuntariamente. Pero cuando se arrepienten y regresan al Señor, entonces es Él el que “pasa” y aleja de ellos sus pecados, perdonándolos.

Jesús es el verdadero hebreo, el mismo Señor que “pasa” liberando y transformando a los que están “aposentados” en sus pecados en verdaderos hebreos, que caminan tras Él hacia la otra orilla, hacia el Padre, introduciéndoles en el Reino de los Cielos, más allá de lo conocido y más allá de la confianza en las propias fuerzas y de la falsa seguridad de las riquezas.

La tensión está latente en el relato: ¿se dará el encuentro? Sí, el milagro de la Providencia, que no la casualidad, aconteció. Zaqueo que “quería ver” quién era Jesús, fue “visto”, conocido por Él: «Jesús, al llegar al sitio, levantó los ojos y dijo: “Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa» (Lc 19,5). “Subido” en el árbol, Zaqueo no sólo expresaba su interés por ver a Jesús, sino también el modo como se conducía en su vida en relación con la gente, se sentía superior, por “encima de los demás”, a quienes hacía sentir el peso de su condición de recaudador. Por eso, las palabras de Jesús van a dar un giro copernicano a esta situación, a toda la vida y persona del publicano.

Le invita con autoridad a que “baje rápidamente”, a que se ponga al nivel de la gente corriente. Le anuncia el “hoy” salvífico de Dios (calificado como tal por el término dei: “es necesario”, traducido por “tengo que”) que tiene que acoger “en su casa”, entendida no sólo de modo material, sino sobre todo en relación con el propio ser, con la propia persona de Zaqueo. Este “hoy” lo anunciará cumplido poco después Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa», y sus palabras siguientes dan a entender “la casa” a la que se refiere: «porque también éste es hijo de Abraham» (Lc 19,9).

Zaqueo obedeció raudamente: «Bajó en seguida» y «lo recibió alegre» (Lc 19,6), con la alegría de quien ha encontrado la salvación, el tesoro escondido.

¿Qué reacciones hay ante este obrar de Jesús? “Todos” los presentes murmuran contra Jesús porque ha entrado en casa de un pecador. Actúan como el “fariseo” de la semana pasada: no creen tener necesidad de salvación, se ven autosuficientes, se autojustifican y juzgan negativamente la acción de Jesús.

Jesús, sin embargo, ve con los mismos ojos de Dios. Ve en Zaqueo la posibilidad de salvar un hombre, sanando todas sus relaciones. Zaqueo es, por tanto, el relato de una conversión expresada a través de la imagen del retorno, del encuentro entre Dios y el hombre. Y es así como Zaqueo evidencia su conversión: «Daré Señor, la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19,8). De este modo, simplifica su vida al máximo, se queda con lo justo para poder vivir y poder realizar su trabajo de publicano de manera honesta y generosa. Zaqueo se ha “hecho una bolsa que no se deteriora, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla” (Lc 12,33). Además, “habiendo recibido a Jesús en su casa”, establece con Él una relación de hospitalidad duradera, para siempre.

El encuentro con Jesús renueva en Zaqueo todas sus relaciones: (a) Su relación con Dios, a quien pasa a servir en vez de al Dinero (Mammona) (Cf. 16,12), convirtiéndose en discípulo de Jesús; (b) Su relación con las “riquezas”, que dejan de asumir un valor absoluto en su vida, porque su interés se centra ahora en acumular un tesoro en el cielo (Cf. 18,22); (c) Respecto al prójimo, tanto a nivel particular, dando la mitad de sus bienes a los pobres, convertidos ahora en objeto de su caridad y mostrando de este modo el mismo amor que Dios tiene hacia los desvalidos y más necesitados; como a nivel social, pues hace justicia a los que han sufrido injusticias económicas por su gestión: siendo “jefe de publicanos”, seguramente el recaudador general de todos los impuestos de Jericó, la conversión de Zaqueo supuso, a buen seguro, que toda la red de recogida de tasas fuese “salada/sanada”, y por tanto, que la “justicia” alcanzase a toda la ciudad.

Jesús nos ve a todos con los ojos de Dios. Conoce nuestras capacidades interiores. Sabe que somos “tierra”, pero que, al mismo tiempo, llevamos impresa en nuestros corazones la “imagen de Dios”, una imagen que debe rejuvenecerse y renovarse en su amor infinito, si, como Zaqueo, le buscamos, le acogemos en nuestra casa con alegría, y damos frutos de verdadera conversión y confianza en Él. Pidamos hoy al Señor esta gracia de la conversión para poder escuchar de sus labios las mismas palabras que dirigió al publicano: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19,9).

 

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