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Luz en mi Camino

31 octubre, 2022 / Carmelitas
Solemnidad de Todos los Santos

Ap 7,2-4.9-14

Sl 23(24),1-2.3-4ab.5-6

Mt 5,1-12a

1Jn 3,1-3

Hoy celebramos la fiesta de todos aquellos que, habiendo sido dóciles a la gracia divina, han sido llevados por Dios a la gloria celeste. Entre tales santos no sólo se encuentran todos aquellos justos que quizás han vivido junto a nosotros y cuyos nombres están inscritos en “el libro de la vida” de Dios, sino también aquellos que se han consagrado al bien, sean de la confesión de fe que sean, tras haber recibido el don gratuito de la gracia divina infundido en toda la creación y en la historia humana. En cada uno de ellos, Dios ha hecho obras grandes y nosotros debemos alabarle y darle gracias por ello, y vivirlo con gran alegría.

La primera lectura se emplaza en la parte del libro del Apocalipsis que contiene las visiones proféticas dentro de la sección que presenta los preliminares del día del Señor. Describe, simbólicamente, a los siervos de Dios que serán preservados de la devastación final. La visión del gran número de sellados y de la gran muchedumbre de testigos que cantan a Dios el himno de la glorificación, ofrece los elementos de la santidad real, esto es, la pertenencia a Dios y al Cordero junto con el testimonio supremo de su amor en medio de las vicisitudes y tribulaciones de la existencia terrena.

La segunda lectura muestra que la esencia de la santidad se encuentra en el don divino de la filiación, que tendrá su plena manifestación en la bienaventuranza celeste. No existe diversidad de esencia entre la dignidad filial en el tiempo de la fe, es decir, en el tiempo de la vida terrena y la dignidad filial en el estado de la gloria eterna. La diferencia no toca a la naturaleza, sino a su manifestación y a la experiencia plena de dicha filiación divina. En este día, esta lectura eleva nuestra mirada hacia aquellos que ya están en el estado de salvación eterna y gustan más plenamente la filiación adoptiva de hijos de Dios.

La santidad engloba la totalidad de la persona. Reclama ser buscada y vivida con todo el ser, con toda el alma, con todo el corazón y con todas las fuerzas. Las bienaventuranzas proponen, precisamente, la adhesión radical con el “espíritu” y el “corazón” a la voluntad divina, deseando que ésta invada todas las dimensiones de la propia existencia, tanto en el conocimiento profundo de dicha voluntad como en su realización concreta. Toda la vida del creyente queda marcada por la dimensión moral y espiritual que proviene de la voluntad divina y del deseo de ponerla por obra. Abarca por eso la pobreza, la justicia, la mansedumbre, el trabajo por la paz, la pureza de corazón, la misericordia, el dolor por las injusticias y por la falta de temor de Dios que lacera la vida humana, y la esperanza en Dios más allá de toda desesperanza.

Entrando libremente en este camino de adhesión a Dios-Padre por medio de Jesucristo, el discípulo aprende a amar como su Señor, el único Santo, le ama. Y amar como Dios nos ha amado, conlleva entrar por la puerta estrecha y el sendero angosto que anuncia Jesús en el Sermón de la Montaña (Cf. Mt 7,13-14), negándose a caminar por el ancho sendero del orgullo, de la venganza, del placer idolatrado, del triunfo vano, de las injusticias. Frente a los compromisos fáciles y banales y a la seducción de las pasiones incontroladas e idolatradas, el discípulo sigue el camino de la virtud que demanda, ciertamente, una voluntad firme, discernimiento y realización de un obrar coherente, sensato y prudente, en la búsqueda irrenunciable del bien, tanto para él como para el prójimo. Es evidente, por tanto, que el santo no es en modo alguno “un pasota”, un indiferente, sino alguien atento a la realidad que se vive y a la necesidad de quien le está al lado.

Es conveniente, no obstante, meditar y crecer en el conocimiento de la santidad divina y en los diversos aspectos a ella vinculados. En las Escrituras, por ejemplo, se comprende a veces lo “sagrado” como el aislamiento de aquello que pertenece a la esfera de lo divino de aquello que es profano (es decir, de aquello que “no pertenece” a Dios). Esta santidad, en cuanto pureza ritual, la expresa el Levítico con la formulación: “Sed santos porque yo, el Señor, soy santo” (Lv 11,44-45; 20,7), e implica aislamiento en el Templo. Sin embargo, esta experiencia de purificación y de separación corre el riesgo de introducir una dicotomía en el creyente entre la vida y la liturgia, tal y como lo denuncian tantas veces por los profetas (Cf. Am 5,21-27; Is 1,10-20). Ahora bien, este aspecto de la santidad nos recuerda que el “santo” debe abandonar las escorias de su miseria y purificarse cada vez más para acercarse a Dios, que debe, en definitiva, sumergirse en la luz divina para hacerse cada vez más semejante a su Señor.

Otro aspecto de la santidad, inseparable del anterior, es aquel moral y existencial. Para ser dignos de entrar en comunión verdadera con Dios y ser su “propiedad personal” (Ex 19,5) es necesario vivir cada día en la justicia y en el amor, adherirse a su Palabra, observar sus mandamientos, seguir sus vías, no quebrantar la alianza que nos une a Él. Aparece así la dimensión vital de la santidad, exaltada sobre todo por los profetas y por Cristo. Precisamente porque hemos sido consagrados, tenemos que ser fieles en la existencia, es decir, porque somos “sagrados” para Dios debemos ser “santos” en la experiencia cotidiana y social, pues, como dice el apóstol Juan: «Este es su mandamiento que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros como nos lo mandó» (1Jn 3,23). Creer en Jesucristo y amar como él nos amó son dos aspectos inseparables de la vida cristiana, de aquellos a los que Dios, en su Hijo, ha santificado.

La santidad tampoco conoce confines raciales, lingüísticos, sociales o culturales. Los caminos de la santidad son tantos cuantos son los seres humanos. En las canonizaciones, la Iglesia demuestra la multiplicidad y diversidad de la santidad: no existe carácter, personalidad, formación, circunstancia, debilidad y grandeza humana, que no puedan llegar a la gloria de la perfecta comunión con Dios. La santidad no es, por lo tanto, para unos privilegiados y para unos titanes, sino una invitación universal de Dios para todos los que quieran escuchar su voz y ponerla por obra. Su raíz y fundamento es la gracia, la elección y la llamada divina que resuena en la soledad humana y brilla en la profunda oscuridad del hombre para introducirle por el camino de la santidad, es decir, por el camino hacia la unión plena con Dios. Asombrado de este misterio, dice San Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,1-2). La paternidad universal de Dios, manifestada en los creyentes cristianos, es la fuente de la santidad. Dios quiere que todos sus hijos puedan sentarse a su mesa, entrar en su casa, “verle tal y como Él es” (1Jn 3,2).

El santo, siguiendo a Jesucristo, sabe cuál es su destino, es consciente de que camina decididamente hacia una meta precisa: la casa del Padre que, por el amor inmenso con que nos ha amado en su Hijo, está abierta para recibirlo y darle a gustar, para siempre, el banquete nupcial eterno (Cf. Lc 22,29-30).

El santo es el bienaventurado, el que goza de la promesa de las bienaventuranzas, de la paz y de la alegría infinitas del Espíritu Santo. Goza de la felicidad que, para el mundo, es una necedad, un imposible, un absurdo, una paradoja, dado que nace de un sufrimiento transformado por el amor: pobres, afligidos, sedientos y hambrientos, perseguidos, insultados, los santos entran en la felicidad debido a su unión de amor con Cristo, con el Dios que es amor. La bienaventuranza nace de la paz del Espíritu, de la entrega (y no de la posesión), del servicio y de la generosidad (y no del éxito mundano y del poder), del empeño y del sacrificio (y no de la superficialidad y del placer idolatrado) (Cf. Lc 6,20-23). La alegría del santo no conocerá el ocaso (Cf. Jn 16,22-23), porque Dios enjugará todas sus lágrimas y alejará de él el sufrimiento para siempre (Cf. Ap 21,4). La lectura del Apocalipsis deja claro que el amor de Dios saldrá al final vencedor frente a las dificultades y a la presente tiranía del mal en el mundo. Los santos, vestidos de blanco como signo de la participación en la victoria de Cristo, muestran precisamente que han sido vencedores por el amor divino recibido y practicado.

El prefacio de esta fiesta retoma la idea de la contemplación del destino futuro en la Jerusalén celeste. Escuchándolo damos gracias a Dios y le pedimos que nos dé vigor para continuar el camino de nuestra vida hasta que llegue el día de poder alcanzarlo plenamente:

«Hoy nos concedes celebrar la gloria de tu Ciudad Santa, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre, donde eternamente te alaba la asamblea festiva de todos los Santos, nuestros hermanos.

Hacia ella, aunque peregrinos en país extraño, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y gozosos por la gloria de los mejores hijos de la Iglesia; en ellos encontramos ejemplos y ayuda para nuestra debilidad».

 

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