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Luz en mi Camino

4 diciembre, 2023 / Carmelitas
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

Gn 3,9-15.20

Sl 97(98),1-4

Lc 1,26-38

Ef 1,3-6.11-12

La Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María que hoy celebramos tiene que ser un motivo de gran alegría para todos nosotros. Ella es imagen, icono de lo que estamos llamados a ser en Dios. Preservada de toda mancha de pecado, en particular del pecado original, recibiendo de antemano la gracia procedente de los méritos de la pasión y muerte de Jesús, María no sólo fue concebida inmaculada sino que perseveró en dicha condición.

Nuestros primeros padres, Adán y Eva, creados “inmaculados” por Dios, quisieron satisfacer egoístamente su propio deseo, y terminaron obrando contrariamente a la voluntad de Dios. Como consecuencia del pecado, el hombre se supo vulnerable y conoció su “desnudez”, y, teniendo miedo de estar en presencia de Dios, se sumió en un estado de profunda miseria espiritual y se convirtió en enemigo de Dios. A partir de entonces todo hombre que viene a este mundo está inclinado hacia el mal, es decir, tiende a rechazar a Dios, a no entrar en su voluntad, a considerarlo su enemigo, y a negar, incluso, su misma existencia. Y todos, de un modo u otro, hemos experimentado que el pecado provoca desasosiego, división dentro y fuera de uno mismo, y alejamiento de Dios, incapacitándonos para amar y dejarnos amar por Dios, y convenciéndonos de que Él ya no nos puede amar así.

Un fruto inmediato del pecado es la insolidaridad: el hombre acusa a la mujer, y ésta a la serpiente. Lo único que queda es el egoísmo, y éste aísla y encierra a cada uno dentro de sí mismo, conduciéndolo hacia la muerte existencial que no es sino “un suicidio”. Pero Dios, además de castigar a la serpiente — símbolo del Mal —, anuncia desde aquel mismo origen la futura victoria del linaje de la mujer sobre aquel de la serpiente: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Gn 3,15). La Iglesia ve incoado aquí el protoevangelio, el anuncio gozoso del nacimiento de una mujer cuya descendencia pisará la cabeza de la serpiente, y afirma que dicha promesa se cumple en María, la mujer de quien nació Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, en quien el Mal es destruido y todos los hombres encuentran la salvación.

La pureza espiritual de María la corrobora el arcángel Gabriel cuando al saludarla le llama: “llena de gracia” (Lc 1,28). María es inmaculada porque Dios le ha colmado hasta tal punto de su gracia que, en ella, ni existe lugar para el pecado, ni se encuentra mancha alguna de pecado, por lo que su relación con Dios es diáfana, pura y límpida.

Pero María, a diferencia de Adán y Eva, fue humilde y conservó su estado de pureza inmaculada. Ella no se consideró otra cosa que “la sierva del Señor” (Lc 1,38), y gozó del favor de Dios: «el Señor ha mirado la humildad de su sierva» (Lc 1,48). La humildad es una condición sine qua non para no perder la pureza donada por Dios.

A la humildad, María añade el eterno agradecimiento a Dios por la grandeza y misericordia que ha mostrado hacia ella (Lc 1,49), reconociendo que todo lo que es lo ha recibido de Él. María no es ni se siente otra cosa que “un don” de Dios.

Otra actitud imprescindible para que María permaneciese inmaculada es su disposición y docilidad para cumplir la voluntad de Dios: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). María se entrega completa y humildemente al servicio del Señor, para realizar su proyecto de salvación. Con su “sí”, de una vez y para siempre, recibe el Espíritu Santo y concibe en su seno al Hijo de Dios, asumiendo plena y fielmente la responsabilidad de ser madre del Mesías, desde Belén hasta el Calvario, donde, unida espiritualmente a su hijo crucificado, participó activamente (como corredentora) en su misma entrega por la salvación de todos los hombres.

El fariseo de la parábola evangélica, cegado por su falso y orgulloso concepto de pureza, se alejaba de las cosas y de las personas, temeroso de mancharse y celoso por preservar su pulcritud (Lc 18,11-12). Pero María muestra la verdadera grandeza de su pureza al no rechazar el contacto con los demás, y estar dispuesta a comunicarles la gracia recibida del Señor. Así lo mostró cuando, inmediatamente después de la Anunciación, partió diligentemente a visitar a su pariente Isabel, con la que permaneció tres meses, ayudándola en los últimos meses de su embarazo.

Esta condición de pureza que contemplamos en María no es algo ajeno o lejano de cada uno de nosotros sino que, como afirma Pablo, todos hemos sido elegidos en Cristo y estamos llamados a ser inmaculados unidos a Él: «Dios nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables (amōmous) ante él por el amor» (Ef 1,4). El adjetivo griego ámōmos significa “sin culpa, intachable”, y vinculado a la santidad se entiende adecuadamente como “inmaculado”. Ante este proyecto de Dios, que precede la misma creación, se comprende el pecado y la desobediencia del hombre y la misericordia y fidelidad de Dios que continúa adelante con su plan salvífico. Pero, ¿cómo podrá el hombre, tú y yo, santificarse, ser inmaculado? Jesús responde a esta pregunta con la respuesta que dio a Nicodemo: “Es necesario nacer de nuevo”, es decir, dejarnos transformar, completamente, por el “agua y el Espíritu” siguiéndole como fieles discípulos suyos. María es, por eso, el modelo ideal de todo cristiano. El proyecto de Dios es aquel de donar a todos, por medio de la muerte y resurrección de su Hijo Jesús, su misma pureza. Si alguno no sabe por qué o para qué ha nacido, que escuche entonces la Palabra de Dios: el proyecto de Dios para el hombre, o lo que es lo mismo, la vocación de toda persona es aquella de progresar siempre hacia la santidad inmaculada, uniéndose a Cristo, recibiendo su Espíritu Santo y dejándose transformar, dócilmente, por Él.

También Pablo nos recuerda que dicha santidad no se logra alejándose presuntuosamente de las cosas y de la gente, sino por medio de la caridad y con un corazón agradecido, conscientes de que lo que uno es y recibe no tiene otra finalidad más sublime que aquella de ser «alabanza y gloria de la gracia de Dios», es decir, del amor gratuito y generoso de Dios, que nos es dado en su Hijo amado.

Entender la Inmaculada Concepción como ausencia de toda mancha de pecado es justo, pero esto no debe separarse del permanecer inmaculada, realidad que se vincula a las actitudes espirituales de humildad, agradecimiento y reconocimiento de Dios, y que exigen la total disponibilidad y completa adhesión a su voluntad. Adán y Eva, aferrados al hombre viejo, no conservaron su pureza original, pero María, preservada del pecado original, siempre se mantuvo intacta y perfecta sierva del Señor. Nosotros, llamados a la santidad inmaculada, tenemos que dejar el lastre que nos oprime y seguir fielmente a Jesús, para que su Espíritu transforme nuestro hombre viejo en un “hombre nuevo” glorioso e inmaculado, semejante a Él.

Que María, nuestra Madre, dócil y humilde sierva del Señor, interceda por nosotros y nos ayude a progresar, con perseverancia y confianza, en el camino de la santidad y de la vida inmaculada, en el amor de su hijo y nuestro Señor Jesucristo.

 

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