So 2,3; 3,12-13
Sl 145(146),7-10
Mt 5,1-12
1Cor 1,26-31
En el evangelio de la semana pasada, Jesús exhortaba a la conversión porque Dios había vuelto su rostro amoroso hacia el hombre, aproximando definitivamente su Reino (Cf. Mt 4,17). Dado que este acercamiento acontece concretamente en la persona misma de Jesús, veíamos que la auténtica conversión del hombre se realiza a través del discipulado (Cf. Mt 4,18.21). Hoy Jesús empieza a formular este camino de conversión con su enseñanza, mostrándolo como la única vía que conduce a la verdadera y eterna bienaventuranza. El solemne comienzo del Sermón de la Montaña — primero de los cinco grandes discursos contenidos en el EvMt —, sintetiza dicho camino: su inicio: escuchar las palabras de Jesús; su continuación: obrar lo que ellas transmiten unidos a Jesús; y su conclusión: la vida bienaventurada junto a Dios.
Jesús, habiendo subido a la montaña, lugar simbólico de la cercanía y de la revelación divina, y estando sentado como el Maestro, se presenta como el nuevo Moisés, o mejor, como el Profeta anunciado por Moisés (Dt 18,18) al que la tradición judía había llegado a identificar con el Mesías. Ahora ya no anuncia Jesús un mensaje grabado en tablas de piedra, sino que proclama las palabras de vida que desean grabarse como fuego en los corazones de los que las aceptan y se convierten en discípulos suyos. Se trata de la nueva Ley-Alianza que el Espíritu Santo, el dedo de Dios (Cf. Ex 32,15-16), irá escribiendo en los corazones al ir transformando su dureza en una “carne” (Cf. Jr 31,33; Ez 36,26-27) capaz de acoger y obrar la voluntad de Dios. Ahora ya no existe un intermediario entre Dios y los hombres, sino que Dios mismo, en la persona de Jesús (Emmanuel), se acerca y habla al hombre.
Jesús no anuncia preceptos sino el camino de la Felicidad, y quienquiera le siga y ponga por obra su enseñanza (Cf. Mt 7,21.24), se irá dando cuenta de que el Maestro se dice en sus palabras y de que éstas descubren su corazón en el que palpita el mismo ser de Dios (Cf. Mt 11,25-30), sus entrañas misericordiosas. Y el Padre no quiere otra cosa que todos los hombres participen de este Corazón y puedan llegar así a la vida eterna. Por este motivo revela en su Hijo el camino que conduce a la dicha plena, un camino emplazado, de inicio a fin, bajo el arco de la bienaventuranza. Tal es su don y su promesa para el hombre, a la que éste tendrá que responder con la conversión, con el seguimiento.
Un discípulo de Jesús nunca llegará a acostumbrarse a las bienaventuranzas, siempre se verá sorprendido e impactado por ellas, siempre le impelerán a dar un paso adelante detrás del Maestro, y siempre le harán gustar un poco más la inefable felicidad divina que de ellas procede. No son conceptos externos, sino expresión de la vida entregada a amar al prójimo hasta el extremo, unidos a Jesús. Por eso, habitualmente se las admira como conceptos o formulaciones ideales o utópicas, pero se las rechaza, de modo patente, en la vida ordinaria, considerándolas algo bochornoso e ignominioso; dicho de otro modo: la inmensa mayoría huyen lejos de la pobreza de espíritu, de la mansedumbre, del sufrimiento, de pasar hambre y sed de justicia, de ser misericordiosos,…, para realizar con extremada prontitud las actitudes contrarias en las relaciones interpersonales. Somos, y tenemos que reconocerlo humildemente, “el pueblo que habita en las tinieblas” (Mt 4,16), en el que irrumpe Jesús, la Luz, proclamando que sólo son verdaderamente felices aquellos cuyo obrar, en relación con Dios y el prójimo, es considerado por el mundo causa de infelicidad y desgracia. Para Dios, y así lo desvela Jesús, la felicidad no se encuentra allí donde el mundo la busca, concretamente en la riqueza, en el dominio opresor sobre el prójimo, y en el placer inmoral y desordenado — que va desde el adulterio, la fornicación y la pornografía, hasta el alcoholismo, la drogadicción y la ludopatía —, sino en la íntima relación con Él, una relación que a menudo es negada o dificultada por la propia inteligencia ensoberbecida y por esa ansiosa búsqueda de riquezas, de placeres y de dominio.
Jesús nos enseña que son bienaventurados “los pobres en el espíritu. En el AT, la riqueza se consideraba signo de la bendición y de la bondad divinas, pero a través del profeta Sofonías se dio un paso más en la revelación divina al introducir la idea de que la salvación se prometía a un resto de Israel humilde y pobre: «Buscad al Señor, los humildes, que cumplís sus mandamientos; buscad la justicia, buscad la moderación, quizá podáis ocultaros el día de la ira del Señor» (So 2,3). El pobre designa así al hombre humilde, que teme a Dios y pone toda su confianza en Él. Y Jesús anuncia ahora que Dios inaugura su soberanía real a favor de estos pobres.
Todo esto significa que “la pobreza espiritual” no expresa simplemente un desprendimiento o desprecio de los bienes materiales o una actitud ascética frente a las riquezas. La pobreza, por sí misma, es considerada también un mal en el Evangelio, no es idealizada, e incluso puede llegar a convertirse en motivo de murmuración contra Dios y en un impedimento para alcanzar la verdadera felicidad. Jesús no identifica, por tanto, la pobreza material con la pobreza espiritual, ahora bien, “el pobre en el espíritu” es uno que no vive ansiando y buscando codiciosamente la posesión de bienes materiales, ni pone el fundamento de su vida en las cosas del mundo y en los hombres, sino que se refugia en Dios y se entrega sin límites a su amor, confiando únicamente en su ayuda. Este “espíritu de pobreza” es el que reposa en el corazón de Jesús, puesto que buscar las riquezas significaría postrarse ante Satanás, no ante Dios (Cf. Mt 4,9-10). El Dinero es el rey del mundo, el “becerro de oro” que se establece como ídolo para sustituir a Dios (Cf. Ex 32,1-6). Y no sólo los paganos o incrédulos, sino también muchos cristianos corren detrás del dinero, ávidos por acumular riquezas, disgustados y desasosegados si no pueden aumentarlas en mayor cantidad. ¡Que nadie se engañe a sí mismo!, Jesús afirma que quien obra así yerra absolutamente, le mueve un “espíritu de codicia y de egoísmo”, y sigue un sendero que es un callejón sin salida que jamás le conducirá a la unión con Dios, única fuente de la verdadera alegría. Ésta se encuentra en el amor, en llegar a amar como Dios nos ama, y es este amor el que reclama desprenderse y vivir desasidos de las riquezas materiales. El que escucha a Jesús y se une a Él poniendo por obra su palabra, es consciente de que “la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido” y de que Dios-Padre le proveerá de todo lo que necesita para vivir (Cf. Mt 6,25-34), por lo que vivirá desprendido de los bienes materiales, utilizándolos para obrar el bien según los criterios evangélicos de generosidad y servicio.
Jesús también proclama que son “bienaventurados los que lloran”, algo que contrasta con nuestro concepto de felicidad. Debido a la fragilidad de nuestra naturaleza humana, a todos, de un modo u otro, antes o después, nos llega un momento o situación de prueba física, afectiva, moral o espiritual. “El que llora” según Dios es un pobre en el espíritu que no rechaza estas aflicciones o pruebas, sino que se deja afectar por ellas, tanto si se trata de algo personal como si es de una desgracia ajena. Este afligido del que habla Jesús vive, a través de Él, unido a Dios, que le concede gustar en esperanza la consolación prometida, y le capacita, de este modo, para sufrir con los que sufren y llorar con los que lloran, y para comprender que hay alegrías a las que sólo puede acceder pasando por alguna prueba (Cf. Sant 1,2-4), estando seguro de que Dios no le abandona sino que le concede la gracia extraordinaria de participar en la pasión de su Hijo, el único Camino que conduce a la resurrección y a la vida bienaventurada (Cf. Mt 10,37-39; 16,24-26).
Habitualmente pensamos que la fuerza y la violencia pueden ser los mejores medios para alcanzar el éxito, para responder al agravio o a la injusticia sufrida, o para hacer prevalecer la propia opinión sobre aquella de los demás, pero Jesús, el manso y humilde de corazón (Mt 11,29), sólo promete la felicidad y la posesión de “la tierra” (que simboliza la unión con Dios) a los mansos. La violencia provoca división y odio, y genera ambientes de desasosiego, desconfianza, inseguridad y dolor, mientras que la mansedumbre, sólo ella, crea situaciones pacíficas propicias para gozar y disfrutar, en armonía y comunión, de todos los bienes que Dios nos da.
El camino de la bienaventuranza tampoco está en saciar el hambre y la sed físicas con manjares exquisitos y bebidas deliciosas, sino en tener hambre y en tener sed de justicia. La justicia, según el pensamiento bíblico, no se limita a las realidades jurídicas sino que abarca todos los aspectos de la vida y sitúa al hombre en una relación existencial “santa”, es decir, conformada a la voluntad divina, con Dios (Mt 6,1-8), con el prójimo (Mt 5,21-48) y con lo creado (Mt 6,19-34). Porque Dios desea hacernos partícipes de su santidad, son bienaventurados aquellos que, hambrientos y sedientos por ser santos, buscan, antes que cualquier otra cosa, el reino de Dios y su justicia (su santidad) en todo lo que son y hacen (Cf. Mt 6,33). Es evidente, por otra parte, que no se alude aquí a una justicia exclusivamente espiritual, sino que quien desea la justicia divina, desea y trabaja por el cambio de las situaciones concretas de pobreza, marginación e injusticia que se dan en la tierra.
El discípulo de Jesús será también misericordioso, es decir, imitando a su Maestro y al Padre celeste, aprenderá a perdonar de corazón y a ayudar a los necesitados, sean amigos o enemigos. El amor misericordioso es una exigencia fundamental del Reino de Dios (Cf. Mt 5,43-48). De hecho, el “perdón de las ofensas” forma parte del Padrenuestro — “perdona nuestras ofensas así como nosotros hemos perdonado a los que nos ofenden” —, y será la condición para recibir el perdón del Padre (Cf. Mt 6,12.14-15), cuya misericordia está reservada únicamente para aquellos que están dispuestos a propagarla en sus propias vidas: “bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia”.
Tener un corazón limpio no está de moda, ni es aconsejado por los medios de comunicación de masas. Jesús, sin embargo, une a la pureza de corazón la bienaventurada promesa de “ver a Dios”. El corazón es, según la Escritura, el centro de la persona, el íntimo de la propia conciencia, la sede de los pensamientos, deseos, sentimientos y proyectos. Por eso, es “limpio” aquel corazón que, por un lado, no tiene intenciones dobles, ni brotan de él pensamientos malos ni egoístas, ni impurezas morales (Cf. Mt 15,19), y, por otro, se adhiere plenamente, sin hipocresía ni interés egoísta, al amor que proviene de Dios. Mientras la impureza material y moral nubla el corazón e impide contemplar a Dios, el que sigue a Jesús será purificado y podrá discernir el camino que conduce a la unión plena con Dios y a la contemplación de toda su gloria.
También aquel que trabaja por la paz es bienaventurado y será llamado “hijo de Dios” porque, unido al único Hijo, obra en conformidad con el amor del Padre, que quiere establecer la paz y la concordia entre todos los hombres y en todos los lugares, eliminando toda ambición, división y odio.
Por último, aquel que acepta ser perseguido por causa de la justicia demuestra que en su vida ya no busca satisfacer su egoísmo, sino la gloria de Dios y el bien del prójimo. Además, el discípulo tiene que reconocer como causa de profunda e inefable alegría el ser considerado digno de participar en la pasión de Jesús, puesto que los bienes de Dios que brotan de ella estarán vueltos completamente hacia él al ser “perseguido, insultado y calumniado por Jesús”.
Ninguna de estas bienaventuranzas debe ser comprendida aislándola de las demás, pues todas ellas conforman un todo completo, estando hermanadas y relacionadas entre sí: “los que lloran” no son sino pobres en el espíritu, y uno no puede ser pobre en el espíritu y misericordioso y tener a la vez un espíritu violento y no desear la santidad; ni puede tener hambre y sed de justicia y negar, al mismo tiempo, a Jesús y no aceptar ser perseguido por su causa; etc. Todas se reclaman entre sí, aunque en cada momento y circunstancia de la vida, la enseñanza del Maestro nos pida una actitud particular (de misericordia o de mansedumbre o de búsqueda de la justicia o de la paz…), que brillará en ese instante con más claridad que todas las demás.
La voluntad de Dios es, por consiguiente, que el hombre sea feliz, bienaventurado, por eso Jesús, Dios-con-nosotros, nos señala el camino en el que el egoísmo, la codicia, las pasiones, el poder, el miedo y la tristeza van a ser transformadas y van a dar paso en nuestro corazón a sus mismas actitudes (que son las de Dios). Este es el camino del seguimiento de Jesús, un camino de conversión y de fe que alcanza la Bienaventuranza porque es un Camino santo que rebosa del amor del Padre y se fundamenta en la relación amorosa que el Hijo vive con Él.