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Luz en mi Camino

4 marzo, 2023 / Carmelitas
Segundo domingo de Cuaresma

Gn 12,1-4a

Sl 32(33),4-5.18-19.20.22

Mt 17,1-9

2Tim 1,8b-20

La semana pasada, el episodio de las tentaciones concluía sobre la cima de un “monte alto”, donde Jesús manifestaba su perfecta e íntima filiación divina al asumir vivir su condición humana en humilde obediencia y total entrega al Padre, y al rechazar cualquier vinculación con Satanás, sobre quien mostraba su señorío al nombrarle y ordenarle que se alejase de Él (Mt 4,8-10).

Hoy, en este segundo domingo de cuaresma, el evangelio nos sitúa nuevamente sobre la cumbre de un “monte alto” (Mt 17,1): aquel de la Transfiguración, al que la tradición cristiana ha identificado mayoritariamente, desde el s. ii, con el Tabor, un monte que, con sus 588 mt, descuella en la llanura galilea de Yezrael. Mt emplaza esta revelación de Jesús al centro de su ministerio público, seis días después de que los discípulos, por boca de Pedro, han reconocido y confesado el mesianismo de Jesús, han manifestado la incomprensión de su destino de sufrimiento, muerte y resurrección, y han sido llamados de nuevo al seguimiento que, como les enseña Jesús, conlleva necesariamente la negación de uno mismo y la aceptación de la propia cruz (Cf. Mt 16,13-28).

Mt presenta el ministerio público de Jesús como la irrupción de la Luz en medio de “las tinieblas y de las sombras de muerte” que envuelven y atenazan al ser humano (Mt 4,16). Jesús, “Dios con nosotros” (Mt 1,23), es la Luz a la que se puede acceder escuchando su predicación: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos se ha aproximado (a vosotros)” (Mt 4,17); una escucha que se hace concreta al acoger su llamada al seguimiento: «Venid detrás de mí y os haré llegar a ser pescadores de hombres» (Mt 4,19). Este seguimiento y la promesa a él vinculada muestra que los mismos discípulos, siguiendo a Jesús, van a ser transformados en “luz del mundo”, es decir, van a ser capaces, por el “bautismo en el Espíritu Santo” (Cf. Mt 3,11), de realizar “obras buenas” que conducirán a los hombres a glorificar al Padre celeste: «Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Cf. Mt 5,14-16). Esta “luz” en la que el discípulo va siendo “transformado” se debe a su participación y a su unión con Jesús, a quien tiene que ir descubriendo y conociendo, a la vez que comprendiendo la vida de unión con Dios que le ofrece y le da (Cf. Mt 11,25-27).

Ya en el Jordán, nada más haber sido bautizado por Juan, el Padre había dado testimonio del misterio escondido en Jesús, a quien reconocía como “su Hijo amado” en quien encontraba pleno gozo y regocijo (Mt 3,17). Ahora, en el momento de la Transfiguración, la acción del Padre transfigura y espiritualiza momentáneamente el cuerpo de Jesús y revela, a sus discípulos, el misterio profundo de su persona. De este modo, ilumina la mente de los discípulos, les fortalece en su fe titubeante ante el anuncio de la futura Pasión de Jesús, y les revela el misterio de gloria hacia el que Jesús mismo les está conduciendo (y, junto con ellos, a todos los hombres; Cf. Mt 28,16-20).

El “monte alto”, el resplandor del rostro de Jesús y la blancura como luz de sus vestidos, la nube luminosa y la voz procedente de ella, evidencian que los tres discípulos han sido introducidos en el ámbito celeste, en la esfera divina, en, digámoslo así, “la auténtica Tienda del Encuentro” (Cf. Ex 33,7-11; 40,34). Tienda en la que el “Santo de los Santos” se encuentra ahora presente en la persona misma de Jesús. Pedro que, como no podía ser de otro modo, se siente allí rebosante de dicha, no comprende bien lo que está viviendo y desea hacer “tiendas” hechura-de-manos-humanas dentro de la única Tienda no-hecha-por-hombres, y es que no entiende que ellos mismos van a ser transformados en “tiendas vivas” en las que, “escuchando a Jesús”, morará y resonará viva y eficazmente la “voz y la presencia del Padre”.

Delante de Pedro, Santiago y Juan, Jesús es, por tanto, “transfigurado” o, como dice el griego, sufre una metamorfosis, un cambio de forma que permitirá a los discípulos contemplar el “ser divino” de su Maestro. En Jesús transformado, se percibe y resuena un diálogo pleno y completo con toda la historia salvífica que en Él se desvela, se comprende y se cumple definitivamente. Por eso “hablan” con Él tanto Moisés — representante de la alianza sinaítica y de la Torah, y testigo sobre el monte Sinaí de la manifestación de Dios, cuyas “espaldas” pudo ver y cuyas palabras, al pasar, le descubrieron como el «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Cf. Ex 33,18–34,7) —, como Elías — representando quizás al resto de las Escrituras y de los profetas veterotestamentarios, anunciado como “precursor” del Mesías (Cf. Mt 17,10-13), y testigo de la manifestación de YHWH como “el único Dios que habla eficazmente en su mismo silencio” (1Re 19,12) —. Esta interpretación se ve apoyada en la única referencia del AT en la que Moisés y Elías aparecen juntos; se trata de los últimos versículos del profeta Malaquías, tras los cuales nuestra Biblia canónica da paso al Nuevo Testamento con el EvMt y, por consiguiente, a la presencia del Profeta-Mesías anunciado para los últimos tiempos. Los versículos de Malaquías dicen así: «Acordaos de la Ley de Moisés, mi siervo, a quien yo prescribí en el Horeb preceptos y normas para todo Israel. He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el Día de YHWH, grande y terrible» (Ml 3,22-23).

La Transfiguración de Jesús está en función de sus discípulos. Jesús es consciente de su misión y destino, sabe que para ganar el corazón de los hombres tiene que amarles hasta el extremo y cargar sobre sí con todas las consecuencias del pecado, y que para ello tiene que “ir a Jerusalén, sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21); pero los discípulos se han escandalizado ante estas palabras y ahora el Padre les revela que “las palabras de su Hijo” expresan perfectamente su voluntad y que, por eso, tienen que “escucharle” (Mt 17,5).

En Jesús, Dios revela su rostro amoroso a los discípulos, de tal manera que quienquiera conocer al Padre tiene que contemplar el rostro transfigurado de Jesús y para ello tendrá que seguirle fielmente hasta el final “escuchando sus palabras”, porque éstas son también las palabras mismas del Padre. Ya no se trata, por tanto, de recibir mandamientos escritos en piedra, sino de unirse a una Persona en la que Dios se revela plenamente. Los discípulos son preparados de este modo para afrontar e interpretar adecuadamente el misterio pascual. Jesús, que no quiso acceder a la gloria del mundo adorando a Satanás, manifiesta ahora su “propia gloria” para que cuando resucite de entre los muertos (Cf. Mt 16,2; 17,9), los discípulos comprendan que no se trata de la exaltación, por parte de Dios, de un hombre que fue “bueno” con la gente, sobre todo con los necesitados, sino que se trata de la recepción de la misma gloria de Hijo que ya poseía desde antes de la creación del mundo y que, tras pasar por la pasión, también la recibe plenamente en cuanto hombre (Cf. Jn 17,5).

Considerando el desarrollo del evangelio mateano, después de la Transfiguración será el centurión romano el que, ante el Crucificado, dará testimonio del ser de Jesús diciendo: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (27,54). Esto significa, entre otras cosas, que aquel transfigurado en “el monte alto” es el mismo desfigurado sobre el patíbulo de la cruz: allá su rostro resplandecía de gloria, aquí reflejará el dolor, la miseria y el escándalo de “las tinieblas y sombras de muerte del hombre” que han caído sobre Él; allá sus vestidos brillaban de luz, aquí habrá sido desvestido por el egoísmo humano y su cuerpo lacerado hasta haber derramado la última gota de su sangre. Pero tanto en la Transfiguración como en la crucifixión, el rostro y el cuerpo de Jesús son el rostro y el cuerpo del Hijo de Dios que iluminan la “gloria” del Padre, es decir, el amor misericordioso, infinito y transformante de Dios hacia el hombre, tal y como lo dirá Pablo: «Pues el mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2Cor 4,6). Es así: en Jesús se manifiesta el amor del Padre que entrega a su Hijo y el amor del Hijo que acepta plenamente, como suya, la voluntad del Padre.

Jesús ordenará a sus discípulos que guarden silencio de aquello que han contemplado hasta después de su pasión y resurrección (Mt 17,9), para evitar falsas ilusiones y equivocadas ideas que la gente se podía formar de la gloria reflejada en Él, nunca semejante a la gloria procedente de los “reinos de este mundo”. De hecho, ante el rostro de Cristo, no sirven las “glorias” de los banales devocionismos, ni aquellas de los degenerados e hipócritas sectarismos, ni las de las oscuras supersticiones, ni las de los poderes opresores y de los pretendidos absolutismos políticos que niegan y persiguen la “Palabra de vida” y a los más débiles y desamparados, ni aquellas que pretenden ofrecer los esclavizadores materialismos y consumismos de nuestra sociedad, porque todas estas “glorias”, antes o después, serán puestas en juicio y pasadas por el filtro de la Cruz de Cristo, donde el amor misericordioso y transformante del Crucificado manifestará su vanidad y falsedad.

Jesús, la descendencia de Abraham en quien todas las gentes son bendecidas, es decir, puestas en relación de amistad con Dios (Cf. Gn 12,3), se hace presente en nuestra celebración litúrgica. En el altar, como si fuera un Tabor y un Calvario actualizados, se revela el misterio escondido en Jesús, en la “transfiguración” de la Eucaristía. La gracia de Dios, como dice Pablo a Timoteo en la segunda lectura, se revela en Jesús: vencedor de la muerte y resplandor de la vida inmortal que nos alcanza a través del mensaje evangélico (Cf. 2Tim 1,9-10). Que Él nos conceda su Espíritu para que podamos entrar en este misterio que nos envuelve y nos reclama vivirlo fielmente, y podamos “ver”, en las especies de pan y de vino transformadas en su Cuerpo y su Sangre, su rostro luminoso en el que brilla la perfecta revelación de la voluntad del Padre para todos nosotros.

 

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