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Luz en mi Camino

30 octubre, 2023 / Carmelitas
Luz en mi Camino – Solemnidad de Todos los Santos – 1 de noviembre

Ap 7,2-4.9-14

Sl 23(24),1-2.3-4ab.5-6

1Jn 3,1-3

Mt 5,1-12

Cantando a la majestad divina, el salmo 93 declara que “la santidad es hermosa para la casa de Dios” (v.5) o, dicho de otro modo, que nada hay que mejor caracterice el entorno divino del Templo, donde Dios se manifiesta, que lo sagrado. Siendo esto así, no ha de extrañarnos que los judíos que se acercaban al Lugar Santo se viesen en la obligación de “consagrarse” para Dios viviendo “separados” de todo aquello que les impurificaba. Aferrados a la concepción ritualista, pensaban que eran los lugares (como el templo de Silo, del monte Garizim o de Jerusalén), los objetos y, sobre todo, el cumplimiento externo y literal de las prescripciones mosaicas, lo que consagraba y hacía participar al fiel en la santidad divina. Pero junto a esta corriente imperante, se fue abriendo con fuerza otra, apreciable en algunos salmos y textos proféticos, que vinculaba la genuina santidad con la pureza interior y el temor de Dios (Cf. Is 1,10-20), negando con ello que consistiera en tener un aspecto corporal sin defecto (Cf. Lv 21,16-23) o que quedase disminuida por comer o tocar animales o cosas “impuras” (Cf. Lv 11,41-47); es éste, precisamente, el testimonio que ofrece el salmo 24 cuando nos dice que «el hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos» (v.5) es el que sube al monte del Señor, donde alcanza su bendición y accede, de este modo, a la santidad divina.

Es Jesús, sin embargo, el que, al revelarnos el ser trinitario divino y el amor extremo de Dios hacia el hombre, nos enseña definitivamente que la santidad consiste en la comunión de vida con el Padre a través de Él y en su mismo Espíritu. Esto significa que las “mediaciones” veterotestamentarias de objetos, lugares, ritos y preceptos, dejan paso a la realidad del único Mediador hacia el que apuntaban, esto es, a Jesús, “el Santo de Dios” (Jn 6,59) en quien la santidad misma de Dios se nos desvela y aproxima, se nos ofrece y se hace accesible al corazón del hombre.

De hecho, siendo plenamente consciente de que lo que verdaderamente contamina y aleja al ser humano de Dios es todo aquello que sale de su corazón: «las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez» (Mc 7,21-22), nuestro Señor-Jesús se entregó a sí mismo como víctima pura y santa para alcanzarnos el perdón de los pecados, y para que, apropiándonos después, por medio de la fe, de su santidad — de su perfecta y plena unión de amor con el Padre —, fuésemos capaces, desde nuestro corazón renovado y santificado en el Amor, de realizar las obras santas para las que fuimos destinados en Él desde el principio de la creación (Cf. Ef 2,10).

Por eso hoy, al celebrar la Solemnidad de “todos los santos”, no sólo hacemos presente a todos los salvados que, como dice la lectura del Apocalipsis, han sido considerados dignos de gozar de la santidad de la Casa de Dios porque lavaron su corazón en la sangre del Cordero siendo dóciles y fieles a su Palabra (Ap 7,14), sino que también recordamos nuestra llamada a vivir santamente, pues, como dice Pedro en su primera epístola, «así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: Seréis santos, porque santo soy yo» (Cf. 1Pe 1,15-16). En efecto, el único motivo por el que tenemos que ser santos es la realidad misma de Dios, el absolutamente “santo” (Cf. Is 6,3).

Existe, sin embargo, un extendido rechazo y miedo social a la santidad. Ésta, aunque admirada en tantas ocasiones, es menospreciada también por muchas personas que la ven como un modo de ser apropiado para “beatorros” de mira estrecha que sólo saben vivir aburridos, quejumbrosos, inscritos al sufrimiento y condenando permanentemente a aquellos que no viven ni piensan como ellos. Sin embargo, a mi parecer, este “miedo” o “menosprecio” hacia la santidad se debe en gran medida al desconocimiento que las personas tienen de sí mismas, del valor infinito de su ser y de la excelsa vocación a la que están llamadas. Por eso podemos decir que “tener miedo” a ser santos es temer alcanzar la plenitud del propio ser, la realización plena de la imagen y semejanza de Dios a la que hemos sido creados, y comporta, por tanto, despreciar la vida bienaventurada que tanto se anhela. Se entiende, por ello, que “ser santo” no es una medalla que uno se pone para ser admirado por los demás, sino una obligación y necesidad del propio ser humano, por lo que caminar hacia la santidad no es algo extraordinario reservado para unos pocos “raros y escogidos”, sino el camino que todo hombre debe recorrer y, en particular, el cristiano (en cuanto primicia de toda la creación).

Nuestros hermanos los santos, aunque aún esperen y aguarden la resurrección de los cuerpos el último día, ya gozan de la vida dichosa, contemplando en Dios la armonía de su inmensa obra y admirando su gloria, su belleza, su perfección y su suprema generosidad, es decir, son felices porque conocen plenamente la santidad divina y participan sin obstáculo alguno de ella. Todos ansiamos contemplar la belleza, realizar el bien, ser felices, vivir eternamente, pero no todos somos conscientes de que, en el fondo, lo que verdaderamente estamos deseando es ver y conocer plenamente a Dios. Por eso este deseo reclama en sí mismo recorrer el camino de la santidad.

Es Jesús el que nos enseña en el evangelio que para poder percibir la belleza y la bondad de Dios es necesario que nuestro corazón, con todos sus pensamientos, sentimientos, proyectos, afectos y deseos, sea purificado de toda complicidad con el mal, con el pecado y con las pasiones mundanas que nos ensoberbecen y nos atrapan en la tupida red del egoísmo, ya que sólo el corazón pobre, manso, misericordioso, que sufre con los que sufren, que busca la justicia y la paz que proceden de Dios, y que soporta con amor las injurias, persecuciones y desprecios por causa de Cristo, es capaz de gustar ya aquí, como primicia y garantía de su plenitud futura, la bienaventuranza del conocimiento y de la unión con Dios.

Jesús nos enseña, por tanto, que para ser santos tenemos que hacernos discípulos suyos y dejarnos invadir por el Espíritu de las bienaventuranzas, siguiéndole a Él como el único Maestro que es capaz de darnos a conocer al Padre y hacernos plenamente partícipes de su amor (Cf. Mt 11,25-27). Este camino es el camino de la “bienaventuranza”, es decir, del proyecto de eterna felicidad, y no de sufrimiento o desgracia, que Dios-Padre tiene para cada uno de nosotros.

Las bienaventuranzas expresan, por consiguiente, el corazón mismo del Padre y del Hijo, y formulan en términos humanos el camino de la santidad. Un camino que a primera vista parece enunciar solamente obstáculos que, más que favorecer, impedirían ser felices, pero que en Cristo se convierte en la vía del amor que conduce hacia la alegría y el regocijo en Dios. Es ciertamente un camino de pequeños y débiles que encuentran su fortaleza en la total confianza y el conocimiento que tienen de saberse hijos amados por Dios, cuidados y guiados por su amor providente. Es el camino de aquellos que conocen verdaderamente a Jesús como el Mesías e Hijo de Dios que, con su muerte y resurrección, ha vencido al mal, al pecado y a la misma muerte.

Por eso la promesa de victoria y felicidad depende de usar nuestra libertad para unirnos a Cristo en la vida diaria. De aprender a seguirlo y a amarlo en todo momento, agradable o desagradable, pues Él es el Santo que descubre la llamada a la santidad de nuestra existencia, el valor infinito que tenemos para Dios. Él es la “imagen y semejanza de Dios” que desvela cómo y para qué hemos sido creados. Él es la esperanza que abre nuestra vida a la Vida, y que nos une, ya ahora, a los hermanos santos que, exultantes en el cielo, interceden por la victoria santa de cada uno de nosotros.

 

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