Ez 33,7-9
Sl 94(95),1-2.6-9
Rm 13,8-10
Mt 18,15-20
Las lecturas de este domingo se centran sobre la vida comunitaria. El evangelio, perteneciente al llamado “discurso eclesial”, se compone de dos partes diferenciadas aunque puede verse su mutua vinculación. Primero se habla sobre el hermano que ofende a otro, y después sobre la oración en común. Sin duda que nunca será posible orar juntos si no existe primero la comunión en el perdón de las ofensas recibidas, ni la oración será escuchada si dicha comunión es inexistente.
El evangelio es la continuación de la parábola de la oveja perdida a la que el pastor dedica todo su tiempo y energía para encontrarla y devolverla sana y salva al rebaño. Podríamos decir que el hermano que peca contra otro se presenta como una oveja descarriada a la que hay que ir a encontrar, bien como hermano o bien como gentil o publicano dependiendo si acepta o no la corrección fraterna o comunitaria si llegara el caso. Sea como sea la corrección-búsqueda que Jesús enseña tiene como raíz y fundamento el amor del que un aspecto es la discreción.
En todas las relaciones personales se suscitan tensiones y éstas también pueden aparecer dentro de la comunidad cristiana. ¿Cómo actuar entonces cuando uno ha sido ofendido gravemente por otro? Quizá la primera reacción sería la venganza, pero esta no forma parte del horizonte vital del discípulo de Jesús porque el mismo Jesús lo excluye; ya en el Sermón de la Montaña dijo que el “ojo por ojo y diente por diente” se supera con la no resistencia al mal, ofreciendo la mejilla, el manto y el tiempo a quien quiera obrar mal contra el discípulo (Mt 5,38-42), además de amar al enemigo y rogar por los que se conviertan en perseguidores (Mt 5,43-44).
Otra solución que uno puede buscar es aquella de “callar y aguantarse”, es decir, sufrir la ofensa sin reaccionar, pero esto lo excluye también Jesús. Es posible que tal actitud sea oportuna en ciertos momentos y circunstancias puntuales pero no es el modo de actuar por norma ya que provoca inconvenientes y divisiones que se agravan en cuanto la ofensa fermenta en el corazón y mente de aquel que “calla” y de aquel que “ofende”, provocando reacciones, a menudo inconscientes, muy negativas en la relación interpersonal y comunitaria.
Lo que pide Jesús nos hace salir del egoísmo y de la propia complacencia. El importante es el “otro que me ha ofendido”, es él el que tiene que ser buscado porque le amo como hermano en Jesucristo. En muchos casos, como dice Ez 33,7-9 (Cf. Lv 19,17), es necesario tener la valentía de hablar y de desterrar lejos, muy lejos, la mudez que oculta el orgullo o el temor por el qué dirán. Jesús afirma que no hay que amonestar al hermano públicamente sino a solas. Ahí hay caridad fraterna al no querer ofender públicamente al hermano y buscar la reconciliación discretamente.
La finalidad de la corrección es “ganar al hermano”, y esto significa no exigir una reparación sino restablecer las relaciones fraternas, de unión y comprensión, de un modo veraz. Caso contrario el hermano se pierde porque la división entre ambos impide la comunión.
Si el hermano no acepta la amonestación y no reconoce el mal hecho y no desea restablecer la relación fraterna entonces, dice Jesús, es necesario dar un paso adelante, pero también discreto. En su enseñanza Jesús nos dirige hacia la persona que nos ha ofendido, no hacia otras para acusar y murmurar contra ella, disminuyendo su estima y dignidad. Jesús nos pone de frente al hermano, a él hay que hablarle, y si no escucha entonces se le habla en presencia de una o dos personas que puedan sostener el intento de reconciliación y mover al hermano a entender que ha obrado mal y tiene que renunciar en su actitud negativa.
Solo cuando este segundo intento fracase el discípulo recurrirá a la comunidad de modo que la presión de toda la asamblea ayude al pecador a reconocer su pecado y a cesar en su obstinación. Este es el último intento de reconciliación dentro de la fraternidad, si no escuchase entonces es evidente que se constata que no hay ninguna relación fraterna con dicha persona. Será entonces necesario buscarlo como se busca a un gentil o a un publicano: con la oración, el ayuno y la limosna, porque aquel “hermano” no conoce en realidad a Jesús.
Las ofensas entre los hermanos tienen que ser curadas porque forma parte de la misma relación que los discípulos tienen con Jesús, y esa curación tiene que hacerse con paciencia, perseverancia y discreción hasta el último remedio posible.
De hecho, aquello que se hace en la tierra tiene un eco real en el cielo. Las acciones cumplidas en la tierra repercuten en el cielo.
En cuanto a la oración, Jesús anima a orar en común porque tal oración es más eficaz. Esta oración reclama la reconciliación previa, pero también el orar con otros hermanos a favor de aquel que ha ofendido y ha endurecido su corazón, pidiendo por él como se pide por los perseguidores, gentiles y publicanos. Es deseo del Padre que todos sus hijos se amen entre ellos. Este deseo se realiza cuando algunas personas se reúnen para orar y pedir lo mismo al Padre. Además en esa oración común en la misma fe en Jesús, el Señor mismo se hace presente porque Él es el único intercesor entre Dios-Padre y los hombres. Se hace evidente en la Eucaristía donde la comunidad cristiana se reúne en la oración más excelsa de la Iglesia. La oración en común no es una cuestión de simpatía y de caer bien los unos a los otros, sino que está fundada sobre la fe en el Señor que infunde y derrama su mismo amor en nuestros corazones, capacitándonos para amar a Dios y al prójimo. Tal es la tarea del cristiano y la finalidad de toda la existencia humana: amar. Hemos sido hechos para amar, para participar del mismo amor de Dios, del amor que nos tiene y, a partir de ahí, del amor con el que podemos amarle y amar a los demás. Es el fundamento y la solución a todos los problemas de nuestra vida.
Jesús nos amó hasta el extremo allí donde se concentró todo el mal contra Él, y desde ese corazón que transformó el mal, la muerte y el pecado a través del amor, nos comunica la fuerza para amar del mismo modo: su mismo Espíritu.