Ez 34,11-12.15-17
Sl 22(23),1-6
1Cor 15,20-26.28
Mt 25,31-46
Fue el Papa Pío XI el que, por medio de su Carta Encíclica Quas Primas, instituía el 11 de diciembre de 1925 la solemnidad de Cristo-Rey que hoy celebramos y que pone el sello conclusivo al ciclo litúrgico A, en el que, domingo tras domingo, se ha ido proclamando y desgranando el evangelio según San Mateo.
La imagen simbólica del rey-pastor, presente en la primera lectura, el salmo y el evangelio, prevalece en la liturgia de la Palabra hodierna. En el AT, esta imagen se aplica a YHWH para expresar el modo como gobierna y protege, misteriosa y providentemente, a su pueblo. Y así lo confirma Ezequiel, un profeta del exilio babilónico del s. VI a.C., cuando anuncia que YHWH-Dios no ejerce su realeza despóticamente sino que acompaña y cuida amorosamente de Israel a semejanza de un pastor, al mismo tiempo que juzga rectamente “entre oveja y oveja, y entre carnero y macho cabrío” (Ez 34,17). Este juicio, como ilustra el evangelio, alcanzará su cumplimiento definitivo al final de la historia a través de Jesús, el Hijo del hombre y el Rey-Mesías de toda la creación.
La enseñanza de Jesús, que Mateo reúne en cinco grandes discursos, se enmarca entre las bienaventuranzas (Mt 5,3-12) y la descripción del Juicio final (Mt 25,31-46), que es la culminación del discurso escatológico (Mt 24–25). Al exponer el Juicio, Jesús indica aquello que el hombre tiene que hacer, de manera gratuita y misericordiosa, hacia el prójimo, ya que éste, por voluntad suya, es el “lugar teológico” en el que Él mismo se deja servir y encontrar. Esto quiere decir que el prójimo se convierte en el “lugar” concreto en el que el corazón de cada uno es probado y juzgado a lo largo de su vida, conformando y determinando con su obrar el sitio, a “derecha” o “izquierda”, en el que será colocado al final de los tiempos por el único y soberano Juez Jesucristo. Vinculado a las parábolas precedentes (del mayordomo, de las vírgenes y de los talentos; Mt 24,45–25,30), el Juicio final subraya, por tanto, el ajuste de cuentas que tiene lugar el día del retorno del Hijo del hombre, y la consecuente entrada o no en el Reino de los Cielos.
El día del Juicio, Jesús aparecerá en toda su gloria, como “Hijo del hombre”, “Rey” e “Hijo de Dios” (Mt 25,34.40), acompañado de todos sus ángeles y sentado en el trono de su Padre (Mt 25,31), para ejecutar el juicio definitivo ante el que ya nadie podrá apelar. Convocará ante sí a toda la humanidad, sin distinción de raza, cultura, condición social, sexo o religión, y todos le reconocerán como el “único Señor” (Mt 25,37.44). Será entonces, también, cuando Él, conocedor de cada corazón y de cada acción, separará a los unos de los otros en dos bloques. Y su juicio no será parcial, pues todos y cada uno serán juzgados por la norma que Él mismo ha establecido, esto es, por la misericordia y la solidaridad ejercida hacia el prójimo necesitado, pobre y oprimido, con quien Él mismo ha querido identificarse.
Lo único que diferenciará a las personas será, por tanto, el “fruto” de misericordia, compasión y caridad que cada uno haya producido durante la vida terrena. Todos, los de la derecha (en cuanto lugar de honor y dicha) y los de la izquierda (en cuanto lugar de desgracia y mal augurio), se sorprenderán ante la sentencia, y le preguntarán dónde le han encontrado como necesitado y dónde le han servido o negado su auxilio. Y Jesús les responderá que Él estaba en cada persona necesitada que encontraron en su camino.
Hemos de tener claro, por una parte, que nadie, por más pobre, probado e indigente que sea, puede identificarse por sí mismo con Jesús, y, por otra, que es Jesús mismo el que, por propia voluntad, quiere identificarse con cada necesitado. Es esto lo que Él ha realizado en su pasión: al haberse hecho objeto de mofa de todos y dejarse crucificar para cargar sobre sí los pecados y las miserias de todos los hombres (Cf. Mt 8,17; 26,26-29), Jesús sale ahora a nuestro encuentro y nos pide ayuda en cada persona débil, sufriente, despreciada y necesitada y, en consecuencia, cada ayuda y gesto concreto de caridad y solidaridad que se realice en su favor adquiere, por voluntad de Jesús, un valor eterno.
Pero ¿quién son realmente los “hermanos pequeños de Jesús” (Mt 25,40.45)?. En el EvMt, son “hermanos” de Jesús los apóstoles (Mt 28,10) y aquellos que cumplen la voluntad del Padre (Mt 12,48-50), y son “pequeños” los misioneros del Evangelio (Mt 10,42) y aquellos que comienza a creer y son más vulnerables en su fe en Jesús (Cf. Mt 18,1-35), pero, considerando el espíritu, el obrar y el amor universal que late e impregna la vida y enseñanza de Jesús (Cf. Mt 5,7; 9,13; 12,7; 18,21-35), la locución “hermanos míos más pequeños” engloba en el Juicio Final a todos los pobres y necesitados, entre los que están incluidos, de modo particular, todos los discípulos que vivieron fielmente la comunión con Jesús, cumpliendo sus enseñanzas en una vida entregada, de palabra y de obra, a la difusión del Evangelio.
Las “obras de misericordia”, tomadas de la tradición bíblica (Cf. Is 58,7; Ez 18,7; etc.) y mencionadas en cuatro ocasiones, cada vez de manera más sucinta (Mt 25,35-36.37-39.42–43.44), no pretenden ser una lista exhaustiva de todas las situaciones de penuria posibles, pero sirven para que Jesús deje claro que a nadie pide un imposible y que ninguno podrá decirle que “como Él estaba en el Cielo” no pudo servirle ya que se encontraba muy lejos y distante de él, y no podía subir allá para buscarle, escucharle y poner en práctica sus palabras (Cf. Dt 30,11-14); ni se le podrá echar en cara que aquello que nos pedía requería unos medios económicos y una infraestructura que tan sólo estaban a disposición de unos pocos. Sí, nadie podrá quejarse ante Jesús de ninguna de estas cosas porque la condición establecida está muy cerca de cada uno, tan cerca como lo está el prójimo menesteroso que vive a nuestro lado y necesita que le ayudemos según nuestras fuerzas y posibilidades (Cf. Mt 25,15).
Para poner por obra esta condición no se necesitan, por tanto, grandes riquezas o capacidades humanas, sino un corazón abierto y compasivo, semejante al corazón de Jesús. Él, durante su vida terrena, se dirigió, con amor incondicional, hacia los más pobres, miserables, pecadores y despreciados de la sociedad. La “misericordia” recorre toda su vida y enseñanza (Cf. Mt 5,7; 9,13; 12,7; 18,21-35) porque Él es el verdadero “pobre” que cumple perfectamente la voluntad de Dios a favor de todos los hombres (Mt 5,3), por los que ha derramado su sangre y entregado su cuerpo (Cf. Mt 26,26-29).
Es evidente, por consiguiente, que, ante la condición establecida por Jesús, nadie puede decir que jamás encontró a alguien que estuviera necesitado de algo, puesto que las necesidades, sean de índole física, corporal, afectiva, psíquica o espiritual, abundan en nosotros y alrededor nuestro. Lo que sí se precisa, sin embargo, es tener sensibilidad para darse cuenta de la necesidad del otro, y esto es lo que, entre otras cosas, pretende suscitar Jesús con su enseñanza. Esta sensibilidad tienen que extenderla los discípulos por toda la tierra a través del anuncio evangélico y de su vida, ya que, unido a Jesús, el discípulo tiene un corazón iluminado por la luz de su Palabra y Persona, un corazón sensibilizado, por tanto, para percibir las necesidades del prójimo y compadecerse activamente de él. De hecho, aquellos que Jesús sitúa a su derecha son quienes vivieron atentos a las penurias del prójimo y no se encerraron en su egoísmo, codicia y orgullo, endureciendo su corazón y preguntándose, antes de ayudar, quién era aquel necesitado y qué beneficio personal o económico o social o político podían obtener a cambio de su ayuda, sino que se entregaron desinteresadamente para ayudarle, beneficiarle y dignificarle.
Jesús llama a todos los situados a su derecha: «benditos de mi Padre», y les otorga la herencia el Reino eterno (Mt 25,34), es decir, la participación plena en la comunión de vida con Dios (Mt 25,46), que es la fuente de la alegría y de la felicidad eternas. Pero los demás, aquellos que fueron situados a la izquierda, serán excluidos de la presencia de Dios, ya que quien nunca amó de manera concreta a ningún necesitado, desvirtuó y anuló, de algún modo, en sí mismo la “imagen y semejanza” de Dios a la que había sido creado y, como consecuencia, no puede ser reconocido por el Señor como “hermano suyo”, sino que será acusado de impiedad y arrojado al “fuego eterno” (Mt 25,41.46), como símbolo del tormento y del dolor que sufrirá por la separación definitiva del amor y de la vida de Dios. Ahora bien, al afirmar Jesús que “el fuego” ha sido preparado (por Dios) para el Diablo y sus ángeles y no para el hombre, está dando a entender que el hombre no está predestinado a la perdición sino a la salvación, a la que puede acceder usando responsablemente su libertad para hacer el bien.
El Juicio final pone en evidencia, por lo tanto, que los hombres no responderán por sus acciones ante Buda, Moisés, Mahoma, o… Gandhi, sino delante de Jesús. Por eso no es algo banal creer o no creer en el Evangelio que se nos ha anunciado, ya que ninguno puede prescindir de Jesús, ni siquiera aquellos que, durante la vida, no le conocieron, ni reconocieron su autoridad, realeza y filiación divina. El día de la Parusía todos compareceremos ante Él, nos juzgará según la norma del amor que Él mismo ha manifestado y establecido (porque “Dios es amor”) y asignará a cada uno el destino eterno que le corresponda.
Para todos nosotros, discípulos de Jesús y receptores de su mensaje, esta parábola descriptiva del Juicio final debe confirmarnos en el amor con que Cristo nos ha amado en nuestra indigencia y miseria, afirmarnos en el discipulado e impulsarnos a acoger con renovado ánimo y vigor su perenne enseñanza, para ponerla en práctica amando al prójimo en cada momento y circunstancia de nuestro vivir cotidiano.