Is 63,16b-17.19b; 64,2b-7
Sl 79(80),2ac.3b.15-16.18-19
1Cor 1,3-9
Mc 13,33-37
Con este primer domingo de Adviento se da inicio también al ciclo B del nuevo Año Litúrgico, cuyos diversos tiempos se irán entrelazando mediante la proclamación del más antiguo de los evangelios, el Evangelio según San Marcos, que vio luz probablemente entre los años 60-70. Siguiendo su lectura, caminaremos con toda la Iglesia haciendo memoria viva de la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Hoy comenzamos, pues, el Adviento, un tiempo fuerte en el que la Iglesia no sólo nos recuerda la necesidad de estar bien dispuestos para la venida del Señor Jesús, sino que también nos enseña a prepararnos para dicho encuentro. Como Madre y Maestra, la Iglesia nos instruye para que adquiramos una conciencia cada vez mayor de que somos hijos de Dios y de que tenemos que vivir como tales, y nos exhortará, por ello, a que dejemos el pecado que lastra nuestra vida y a que pongamos a Dios como el centro absoluto de nuestra existencia, haciendo realidad en nuestro ser el memorial que celebraremos en Navidad y que culminará este periodo de espera, esto es, el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios, en medio de su pueblo y en nuestros corazones.
Dos aspectos caracterizan fundamentalmente la liturgia de este día, y que, de uno u otro modo, tienen que estar siempre presentes en la vida cristiana. El primero nos habla del camino recorrido por Dios para venir al encuentro del hombre. Este “camino” ha presionado, desde el principio de la creación, sobre la humanidad y ha ido provocando en ella una espera y un deseo profundo y sincero de que Dios se hiciese accesible y finalmente “visible”; de que el mismo Dios, como expresan las palabras inspiradas del profeta Isaías, “rasgase los cielos y descendiese” (Is 63,19b) a la tierra, a la altura del hombre. Y he aquí que aquello tan largamente esperado y anhelado, que parecía un ensueño de la imaginación más que factible realidad, aconteció hace ya más de dos mil años: Dios, en su Hijo, “rasgó los cielos y descendió” entre nosotros, se hizo hombre asumiendo nuestra misma carne y se situó a nuestro mismo nivel. Sí, Dios quebró su “aislamiento” y saliendo totalmente de sí mismo desveló, en una faz humana, su rostro de Redentor y de Padre misericordioso (Cf. Is 63,16).
La historia de la salvación, en la que Dios se ha ido revelando paulatinamente hasta su culminación con la Encarnación, testifica ese camino de Dios hacia el ser humano. Y este camino manifiesta al hombre que en la brevedad de su existencia no está solo sino “misteriosamente” acompañado, y que todos y cada uno de sus momentos y acciones, de sus deseos, dolores, miserias y pecados, están inmersos en un diseño de amor y de sentido eternos, aunque todavía esto le quede en gran medida escondido en el Misterio. Con todo, ese es el camino, el único camino, que origina la esperanza cierta de saber que las lamentaciones más dolorosas y los más profundos gritos de desesperación que surgen en los corazones humanos, son escuchados. Y así lo intuía y profetizaba Isaías cuando lleno de confianza en la paternal fidelidad de YHWH decía: «Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento… Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y Tú el alfarero, somos todos obra de tu mano» (64,5.7).
Pero este camino aún no ha concluido, pues Aquel mismo que vino y se encarnó, volvió a ausentarse de los suyos con su muerte, resurrección y ascensión, y dio inicio a otro tiempo de espera, el último. “Con su viaje”, como dice el evangelio (Mc 13,34), abrió nuevamente el camino de retorno del Dios-hecho-hombre hacia el hombre que tiene que ser-hecho-dios; un camino que no cesará hasta que Jesús, el Hijo de Dios, regrese glorioso en su Segunda Venida.
Esta segunda venida reclama el segundo aspecto de la liturgia hodierna. Se trata de otro movimiento o camino: aquel del corazón y de la acción humana que tienden hacia Dios. A ella se refieren las múltiples exhortaciones que jalonan el breve evangelio proclamado: Mirad, vigilad, velad, velad. Isaías ya ofrecía en la primera lectura, un contenido implícito a esta actitud vigilante del hombre cuando animaba a “recordar los caminos del Señor” y a caminar en la humildad, reconociendo y confesando el propio pecado, porque Dios «sale al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de sus caminos» (Is 64,4).
La vida del hombre, simbólicamente presentada por Jesús como una noche, será tanto más auténtica cuanto más se oriente y camine hacia ese encuentro con Dios. Tanto es así que el amanecer, “la aurora”, se identifica con la venida misma del Señor, cuya presencia es el Día esperado, pero un Día que, pudiendo irrumpir en cualquier momento, sorprenderá a todos.
Es evidente, por tanto, que ante la suma importancia que tiene el retorno glorioso del Señor, el hombre y, en particular, el discípulo, no puede responder durmiendo o con la indiferencia, la pereza o la distracción en las cosas del mundo tomadas como absoluto de la vida y como término de todo deseo y esperanza, sino que, en cada momento y circunstancia cotidiana, tiene que tener un espíritu y una conciencia vigilantes y despiertos, para poder orientar todo su ser y obrar “hacia Aquel que viene”.
Las exhortaciones de Jesús a sus discípulos, que recorren todo el discurso escatológico marcano (Mc 13), aumentan en intensidad en estos últimos versículos, donde les aconseja hasta en cuatro ocasiones que vigilen y velen (Mc 13,33.34.35.37) y donde la palabra conclusiva que les dirige para todo el periodo de espera es precisamente: “¡Velad!” (Mc 13,37). Pues bien, esto es lo que, según nuestro Maestro y Señor, tenemos que hacer en nuestra vida: estar vigilantes, puesto que sólo quien vigila demuestra verdaderamente creer y esperar que el “dueño de la casa” va a regresar en cualquier instante. Y hay que “vigilar” porque sólo Dios-Padre conoce la hora del retorno de su Hijo (Mc 13,32). Nosotros, al igual que los discípulos, no sabemos cuándo vendrá el Señor (Cf. Mc 13,33.35) y nos encontramos como aquellos siervos cuyo patrón se fue de viaje y les confió la administración de su casa, después de haber dado a cada uno una tarea particular y de haberles exhortado a estar preparados para su venida.
Pero esta “vigilancia” no debe entenderse de modo literal, como si uno tuviera que estar siempre sin dormir, ni descansar. Además de que físicamente sería imposible, también es verdad que Dios ha creado el día y la noche, los momentos de trabajo y de descanso, y que ha asignado a cada cosa su tiempo, incluyendo el tiempo de dormir y de descansar (Cf. Qo 3,1). Se trata, pues, de una expresión metafórica con la que Jesús indica la necesidad de acoger con fidelidad sus palabras, sabiendo que en ellas — tal y como constata el EvMc — se nos da a sí mismo (Cf. Mc 13,31; 14,22-24), nos ofrece el perdón (Cf. Mc 2,5), nos llama al discipulado (Cf. Mc 1,16-20; 2,14; 3,13), nos da la Vida (Cf. Mc 8,34-38), nos envía a anunciar el Evangelio (Cf. Mc 13,10), nos asegura la ayuda del Espíritu Santo (Cf. Mc 13,11) y nos exhorta a ponernos continuamente en “camino” hacia su encuentro (Cf. Mc 14,28; 16,7).
La vigilancia está llena, por tanto, de las palabras del Señor a las que el discípulo tiene que responder fiel y concretamente en su vida. Un ejemplo de la necesidad de vigilar — como verdadera acción humana que tiende hacia el encuentro con Dios-Padre en su Hijo —, la expone el evangelista en el umbral de la pasión, cuando Jesús, sumido en la angustia y el pavor, ora al Padre en el huerto de Getsemaní. En aquel momento crucial, los discípulos no acogerán ni obedecerán a las palabras de Jesús que les exhortan a velar en oración; el sueño y el cansancio los dominarán y les impedirán comprender el momento decisivo que viven; no orarán y, como consecuencia, no serán fortalecidos por la unión con Dios-Padre, quedando expuestos a su propia debilidad y sucumbiendo por ello en el seguimiento del Maestro, a quien abandonan en el momento mismo de su arresto (Cf. Mc 14,50).
Esto nos enseña que para “velar” es necesario orientarse completamente hacia Dios, dirigir toda la persona hacia Él de manera explícita y concreta a través de la oración. “Velar” significa, según esto, que los discípulos tienen que reconocer siempre que son siervos y que, en cuanto tales, deben de realizar lo que su Señor les ha ordenado, siendo fieles a su encargo y viviendo y obrando según su enseñanza. El estado de vigilia debe de estar preñado de oración, de la comunicación continua con Dios-Padre, pidiéndole su ayuda eficaz para guardar, reflexionar, comprender y obrar las palabras eternas de su Hijo (Cf. Mc 13,31).
Es importante señalar que lo que Jesús dice no sólo incumbe a los cuatro primeros discípulos interlocutores (Cf. Mc 1,16-20; 13,3), sino que sus palabras se dirigen a “todos” los hombres (Cf. Mc 13,10.37), porque todos nos encontramos en la misma situación. Por eso precisamente los discípulos tienen la misión de anunciar “a todas las gentes” (Mc 13,10) quién es Jesús y todo lo que han aprendido de Él, con el fin de “pescarlos” (Cf. Mc 1,17) para su Patrón y Señor, enseñándoles a obrar rectamente según sus palabras y preparándoles así para el encuentro definitivo con Él en su segunda venida (Cf. Mc 13,26-27).
Pidamos a Dios-Padre que, durante este tiempo de Adviento, nos conceda una conciencia mucho más despierta de que estamos esperando el retorno glorioso de su Hijo Jesús, retorno que supondrá la conclusión definitiva del camino de Dios al hombre; y supliquémosle que esta conciencia nos impulse a esperarle con mayor entrega y vigilancia, ajustando nuestra vida a sus palabras eternas como expresión de la genuina actitud del hombre que, interna y externamente, sin fisuras, camina hacia el gozoso encuentro con el Señor-que-viene.