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Luz en mi Camino

8 enero, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 2º Domingo tiempo ordinario (B)

1Sam 3,3b-10.19

Sl 39(40),2.4ab.7.8-9.10

1Cor 6,13c-15a.17-20

Jn 1,35-42

   A lo largo del Año Litúrgico, la Iglesia, como madre y maestra, nos guía en el seguimiento de Jesucristo y nos ayuda a progresar en el conocimiento y en la unión con Dios. En las celebraciones de Adviento, nos exhortó a estar preparados para la venida del Señor — “Aquel que vino, viene y vendrá” —; después, durante las fiestas natalicias, nos invitó a conmemorar con gran alegría el gozoso nacimiento del Hijo de Dios y a acogerlo en nuestra vida con mayor fe, esperanza y amor. La semana pasada celebramos el bautismo de Jesús, y hoy, al irrumpir el tiempo ordinario, la Iglesia nos presenta a Jesús dando inicio a su ministerio público y renovándonos, en este momento y circunstancias concretas que estamos viviendo, la llamada a seguirle y a caminar detrás de Él, sabedores de que es el único Camino que, dándonos a conocer a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y uniéndonos plenamente a Él, nos conduce a la vida eterna.

    La llamada de Dios nunca es casual, ni proviene de la propia iniciativa del llamado. La decisión primaria es de Dios, como en el caso de Samuel, o de Jesús, el Hijo encarnado, como acaece con los primeros discípulos. Existen, asimismo, rasgos comunes en estas llamadas que hoy nos presentan las lecturas y que, de uno u otro modo, se experimentan en toda vocación cristiana, concretamente: la llamada, el aprendizaje y la búsqueda, los intermediarios y el encuentro con Dios o con su Mesías.

    A finales del s. xi a.C., Samuel, el sacerdote, profeta y político que impulsará la transición del sistema tribal de Israel gobernado por líderes carismáticos (los jueces) a una estructura político-religiosa unitaria y monárquica bajo los reinos de Saúl y David, era todavía un joven que no conocía a YHWH. La toma de conciencia de su vocación le llevó tiempo y progresó lentamente. Cuando Dios irrumpió en su vida y le llamó por primera vez, Samuel respondió con prontitud, pero lo hizo a ciegas. Corrió adonde el sacerdote Elí pensando que era él quien le llamaba, y se encontró con una respuesta decepcionante: “No, le dijo, yo no te he llamado; vuelve a dormir” (1Sam 3,5). Samuel volverá a fracasar otras dos veces en su búsqueda después de haber escuchado la insistente y repetitiva llamada de YHWH, y será sólo la cuarta vez cuando descubrirá quién era el que verdaderamente le estaba llamando. Esta toma de conciencia cambiará definitivamente su vida, pues dejará de ser el siervo de un sacerdote para pasar a ser siervo del mismo Dios y su profeta acreditado ante todo Israel. De aquella primera llamada en medio de la noche, cuando la lámpara de Dios todavía ardía en el templo (Cf. 1Sam 3,3), surgió paulatinamente un nuevo hombre, junto con el que también se abría un nuevo destino para el pueblo de Dios. Sólo la llamada de YHWH hizo, por tanto, que Samuel creciera definitivamente y entendiera la razón de su vida, la cual estaba en función de hacer surgir, en el pueblo elegido, una nueva y más firme esperanza en su Dios.

    En cuanto al evangelio, sorprende el juego existente entre la mirada y la llamada. Son diversos los verbos griegos utilizados y abarcan un amplio abanico que va desde lo exterior hasta el “mirar penetrante” que conoce los entresijos del alma, la verdad misma de la persona y la voluntad de Dios para ella. Juan el Bautista, por ejemplo, “fija su mirada” en Jesús y no ve en Él a un simple hombre sino al “Cordero de Dios” (Jn 1,36). Porque el “mirar” (emblépō) de Juan, que trasciende la presencia física y penetra en la realidad profunda de Jesús, le capacita para anunciarle como el Cordero sin macha que Dios ha preparado para salvar a todos los hombres, pasándolos de la incredulidad a la fe y, por consiguiente, de la muerte a la vida. Jesús, por su parte, se vuelve y “viendo” (participio de theáomai) que dos discípulos de Juan le seguían, les invita a “venir con Él y ver” (futuro de horáō), en el sentido también de comprender y conocer, dónde mora. Ellos le obedecen, le siguen (como discípulos) y “vieron” (aoristo de horáō), es decir, “comprendieron” dónde moraba. Por último, Jesús “fija su mirada” (se repite el verbo emblépō utilizado para Juan) en Simón y, conociéndole profundamente, le llama a un nuevo destino que queda incoado en el cambio de nombre.

    Este “ver” o “mirar”, que recorre todo el fragmento, muestra la existencia de un diálogo y una relación íntima entre Jesús y los interlocutores que conducirá gradualmente a estos últimos a encontrar su propia vocación. El “ver” les reclama inicialmente seguir a Jesús: los dos discípulos le siguieron y fueron tras Él (Jn 1,37.39) y Andrés conducirá a su hermano Simón donde estaba Jesús para que le siga (Jn 1,42); conlleva asimismo una búsqueda (Jn 1,38) y el permanecer en la “casa” donde, como dice el término griego ménō, mora Jesús (Jn 1,39).

    Todos y cada uno sienten personalmente la mirada penetrante y llena de amor de Jesús, y cada uno escucha, para sí y sólo para sí, la pregunta decisiva: «¿Qué buscas?» (Cf. Jn 1,38). Estas primeras palabras de Jesús en el EvJn conforman una interpelación que le será planteada, consciente y abiertamente, a quienquiera que se le aproxime, con el fin de suscitar en él una búsqueda verdadera, poniéndole primeramente bajo cuestión el objeto de la misma, para poder precisarlo, formularlo y amarlo seguidamente como conviene. Sólo la búsqueda guiada por Jesús conducirá al encuentro íntimo con su Persona y a la fe y confianza plenas en él.

    El deseo ardiente que mantiene latente y viva la búsqueda en los discípulos se encuentra expresado en la pregunta: «¿Dónde moras?» (Jn 1,38). Es esencial saber dónde mora perennemente Jesús, ya que “su casa” está llamada a convertirse en la morada eterna del discípulo: «En la casa de mi Padre [dirá Jesús] hay muchas moradas;… porque voy a prepararos un lugar… para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3). La relación de amor extremo y eterno que une para siempre a Jesús y al discípulo ya se vislumbra al inicio en la llamada del Señor: “venid y comprenderéis”, y sobre todo en la respuesta positiva que a ella dan los llamados: «Y moraron [de nuevo se emplea ménō] junto a Él aquel día» (Jn 1,39). Y este encuentro de amor ocurre en la hora décima, a las cuatro de la tarde, una hora que será inolvidable para todo discípulo porque es aquella que representa el inicio del cumplimiento de la plenitud de vida en el amor que tanto anhela.

    Y la búsqueda, como constatan los versículos sucesivos, no resultó infructuosa sino que logró su objetivo, es decir, el encuentro con el Buscado, tal y como afirmará Andrés: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). El seguimiento culminó con la permanencia y ésta permitió conocer más profundamente lo buscado. Jesús dejó de ser para los dos discípulos un simple rabí (Jn 1,38) — título honorífico dirigido a los maestros judíos y que significa literalmente “mi grande” y de ahí “mi señor” —, y pasó a ser conocido y acogido, en una fe incipiente pero auténtica, como el Mesías, el Ungido del Señor.

    Por lo demás, también es verdad que ninguno encontró, ni encuentra, su vocación por sí mismo, solitariamente y aislado de los demás. Se necesita siempre una cadena de testigos y hermanos que indique y apunte hacia la fuente u origen de la llamada. Samuel logró discernir que era Dios quien le llamaba gracias al consejo de Leví: «Si vuelve a llamarte, responde: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”» (1Sam 3,9). Juan el Bautista hizo de puente entre sus dos discípulos y Jesús. La indicación: “He ahí el Cordero de Dios”, fue para ambos una revelación de la persona de Jesús que fijó definitivamente el objeto de su búsqueda y les encendió el deseo de conocerle. Simón, por su parte, llegó a conocer a Jesús, el Mesías, gracias al testimonio de su hermano Andrés. Todos, de uno u otro modo, hemos sido llamados y hemos descubierto nuestra vocación cristiana a través de la mano, de la palabra, de la indicación de otro u otros hermanos. Ninguno nos salvamos solos y ninguno encontramos a Jesús independientemente de los demás, sino en la comunión con Dios y con los hermanos, es decir, ayudados siempre por la gracia divina y la fraternidad.

    Las lecturas de hoy nos revelan además que sólo comenzamos a conocernos verdaderamente cuando Dios nos llama. Esto es notorio en Samuel y sobre todo en Simón, a quien Jesús, con autoridad mesiánica, le impone un nuevo nombre (se llamará Cefas/Pedro) con el que, simbólicamente, le desvela su misión y su destino glorioso, algo que, sin duda y hasta aquel momento, ni lo conocía ni lo esperaba. El encuentro con Dios (Samuel) o con Jesús (los discípulos) trastoca todos los planes de las personas llamadas, vence sus reticencias, ignorancias y resistencias, y les introduce en el camino de la plenitud de vida, del amor y de la bienaventuranza. Jesús, en cuanto Dios encarnado, se manifiesta como Aquel que desvela plenamente al hombre aquello que es y está llamado a realizar en esta vida, y Aquel que le da a gustar, como primicia, la unión con Dios-Padre, que es el “lugar” donde está llamado a morar eternamente.

    Por último, en la narración evangélica sólo Andrés es identificado por nombre, y podríamos preguntarnos quién es el otro discípulo del Bautista que le acompañó en el seguimiento de Jesús. Ahora bien, si es cierto que la llamada de Jesús es única e intransferible para cada uno, también es verdad que existen diversos tipos de llamadas y que alguna, como la del discípulo innominado, permanece en incógnito, incluso aunque su presencia y actividad sean determinantes para la vida fraterna y eclesial. En este caso no importa si este discípulo era el “discípulo amado” o el mismo autor del evangelio, pues lo principal es que su silenciosa presencia y el desconocimiento de su nombre continúan siendo un eficaz apelo para que quien lee o escucha el evangelio se involucre en el seguimiento y ponga su propia persona y su propio nombre junto a aquel de Andrés.

    Por consiguiente, en este segundo domingo del tiempo ordinario, todos y cada uno de nosotros somos invitados a renovar seriamente nuestro discipulado y a ser fieles a nuestra vocación cristiana, ajustando nuestra vida a la llamada de Jesús, y somos también exhortados a ser cada vez más conscientes de que jamás estamos solos ni en la llamada ni el seguimiento, ni en la alegría ni en el dolor, puesto que siempre está junto a nosotros Aquel que, habiéndonos llamado, nos precede, nos conoce, nos protege y vela por llevar a buen término la obra que en nosotros un día comenzó.

 

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