Jon 3,1-5.10
Sl 24(25),4-9
1Cor 7,29-31
Mc 1,14-20
Al igual que la semana pasada, la liturgia de la Palabra de este domingo presenta dos relatos de vocaciones. La primera lectura expone la llamada del reticente profeta Jonás y su posterior predicación a los ninivitas, y el evangelio narra la llamada de los cuatro primeros discípulos y su inmediata y total disponibilidad para seguir a Jesús. Esta actitud nos da a entender, en relación con la lectura paulina, “el momento apremiante” que vivimos y en el que somos exhortados a entrar en el Reino de Dios siguiendo a Jesús.
El libro de Jonás fue escrito a finales del s. iv a.C., en un momento crucial para Israel, ya que se estaba viviendo un proceso de restauración sociopolítica y religiosa en Palestina, tras haber concluido la opresión y la deportación babilónicas. En estas circunstancias, el pueblo judío entendía su elección como un privilegio y sentía desprecio hacia las naciones paganas que no adoraban a YHWH. El autor del libro de Jonás — un término que significa “paloma” y que, según las Escrituras, simboliza a Israel (Cf. Os 7,11; Ct 2,14) —, quiso dar una respuesta a esa errónea concepción de la elección e iluminar que el Señor ama a todos los hombres, a los que Israel era enviado como siervo para salvarlos y no para condenarlos.
Si bien en ese momento, y desde hacía ya tres siglos, Nínive era un montículo de ruinas y escombros, la en otrora gran ciudad asiria continuaba siendo para los judíos el símbolo de la oposición a YHWH-Dios, del culto idolátrico, y de la violenta y cruel persecución contra los israelitas. Por eso los hebreos podían entender bien la trama del libro de Jonás, que se centraba en la predicación del profeta a los ninivitas y se enmarcaba en un periodo histórico muy anterior, concretamente en tiempos del rey Jeroboam ii de Israel (s. viii a.C.).
Como sabemos, Jonás rehusó en un primer momento seguir la llamada del Señor y realizar la misión a la que era enviado, prefiriendo incluso morir antes que proclamar la conversión a los idólatras y enemigos de su pueblo. Pero después de que YHWH le salvase milagrosamente de la muerte, se resignó a anunciar a los ninivitas la destrucción que les esperaba si no se convertían: «¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!» (Jon 3,4). Israel consideraba que los pueblos paganos eran objeto de las maldiciones divinas y que, por tanto, estaban alejados para siempre de la salvación de Dios, ya que su endurecido corazón rechazaba la palabra divina y, por consiguiente, la posibilidad de arrepentirse y de vivir. Sin embargo, la conversión de los ninivitas de la que habla el libro del profeta Jonás ponía en entredicho tales presupuestos y dejaba al descubierto el escepticismo y la suspicacia de Jonás-Israel. El profeta tuvo que combatir y repensar sus propias convicciones político-religiosas, ya que comprobó que la misericordia de Dios se extendía más allá de los límites de Israel a los que él deseaba confinarla y evidenció que la paciencia divina era capaz de suscitar la conversión en los corazones más entenebrecidos. En Jonás, todos somos invitados a comprender que el Señor no es un Dios justiciero y que no se complace con la muerte del pecador, sino en que éste se convierta y viva (Cf. Ez 18,23), y nos enseña también a no considerar a los enemigos como malvados a los que Dios tiene que destruir, sino como hermanos nuestros a los que tenemos que amar para acercarlos al Dios de la misericordia y de la vida.
A diferencia de Jonás, los primeros discípulos no dudaron en seguir a Jesús al ser llamados, aunque, como constata el evangelio, el seguimiento posterior no les resultó para nada fácil. En la narración marcana de la llamada, es interesante notar que, antes de dirigirles palabra alguna, Jesús “ve” a Simón, Andrés, Santiago y Juan (Mc 1,16.19). Este “ver” (horáō) no es banal sino que da a entender que es a través de su mirada, del todo particular y penetrada por la luz amorosa del Espíritu Santo que “ha visto” descender del cielo sobre Él (Mc 1,10), como Jesús conoce profundamente a aquellos que llama y elige para que le sigan, estén con Él y sean sus testigos (Cf. Mc 1,10; 1,16.19; 2,14; 6,34). “Mirando” a aquellos pescadores, Jesús establece con ellos una íntima relación y comunión de amor que será la base sobre la que se fundamenten la llamada y el discipulado sucesivos.
La llamada sorprende a los cuatro pescadores en sus tareas habituales, de las que van a ser arrancados al escuchar a Jesús y seguirle obedientemente. El seguimiento les conducirá a participar posteriormente en la misma misión salvadora que Dios ha encomendado a Jesús, y que les es anunciada como promesa haciendo referencia a su antigua profesión: dejarán de ser “pescadores de peces” y llegarán a ser “pescadores de hombres” (Cf. Mc 1,17).
En el kergygma proclamado por Jesús (Mc 1,14-15), y que posteriormente anunciarán también sus discípulos, se distinguen cuatro elementos. Dos se refieren a la acción realizada por Dios. Por una parte, el tiempo de las promesas veterotestamentarias ha alcanzado en Jesús su plenitud: “el tiempo ha sido cumplido” por Dios; por otra parte, “el Reino de Dios se ha aproximado”, es decir, el diseño de paz, de justicia y de amor que Dios ha proyectado realizar en la historia humana ha comenzado a realizarse definitivamente en Jesús y en Él se aproxima a la humanidad.
Los otros dos elementos del anuncio evangélico indican el modo como el hombre debe responder a esa acción primaria y salvífica de Dios. En primer lugar, tiene que “convertirse” (metanoéō), pero ¿cómo se realizará concretamente en la persona ese cambio total de mentalidad y de actitudes morales que señala el verbo griego? El texto evangélico nos enseña que aquel que escucha y acoge la Buena Noticia de Jesús se convierte porque “da la vuelta” a su antiguo modo de vida y orienta toda su persona hacia Jesús, para seguir su mismo camino y alcanzar su misma meta. Y en segundo lugar, es necesario que el hombre “crea en el Evangelio”, sabiendo que, en este contexto, el verbo “creer” (pisteúō) reclama una adhesión total al Dios misericordioso y salvador que nos es revelado por Jesús en sus palabras, obras y persona.
La llamada de Jesús, como indica la mirada y los nombres propios de los cuatro discípulos, no es colectiva sino personal, pero no busca el aislamiento ni el individualismo. De hecho, Jesús forma desde el principio un grupo en el que ya se vislumbra la fraternidad cristiana y, en consecuencia, en el que se experimenta la renovación de todas las relaciones humanas en el amor de Dios manifestado en Cristo-Jesús. Por eso quienquiera que es llamado posteriormente por Jesús tiene que aceptar entrar a formar parte de dicho grupo (Cf. Mt 2,13-14), es decir, de la Iglesia.
La invitación al seguimiento: «¡Vamos!, detrás de mí» (Mc 1,17), aúna y concretiza en la vida de los llamados los dos elementos de índole divina del anuncio, es decir, el cumplimiento del tiempo y la proximidad del Reino. Este mandato, que es capaz de cambiar la vida de los llamados y de introducirles en un modo de vivir completamente nuevo, pide la entrega total de la persona a Jesús y la absoluta dedicación al seguimiento, para poder alcanzar la comunión de vida con el Señor.
Esa invitación establece una relación fundamental entre Jesús y los discípulos que jamás deberá ser modificada: Jesús es siempre el Maestro que enseña el camino que conduce a la unión con Dios-Padre y los llamados son los discípulos que tienen que comprender quién es verdaderamente y aprender a obrar continuamente en su vida lo que Él dice y obra. Jesús, el Maestro, siempre les precederá, siempre irá delante de ellos, y los discípulos, por su parte, siempre tendrán que ir detrás de Él siguiéndole (Cf. Incluso después de su muerte y resurrección; Mc 16,7). Sólo así, en la aceptación de esta íntima y permanente relación maestro-discípulo, podrán los discípulos llegar a ser “pescadores de hombres”.
A esta invitación de Jesús al seguimiento, los llamados tienen que responder con dos acciones, distinguibles pero inseparables, en las que explicitan la conversión y la fe reclamadas en la proclamación del Evangelio de Dios (Cf. Mc 1,15). La primera acción de los discípulos, que subraya el aspecto de la conversión, es aquella de abandonar el ambiente vital en el que han vivido hasta entonces; y la segunda acción sería el seguimiento de Jesús propiamente dicho, en el que se acentúa el aspecto de la fe.
Nosotros también hemos sido llamados por Jesús a ser sus discípulos y hemos sido introducidos por Él en el seno de su Iglesia, en la fraternidad cristiana en la que Él mora. Y siempre hemos de tener presente que, aunque seamos pocos los llamados, su intención es ganar a toda la humanidad. En la formación de sus discípulos, Jesús desvela aquello que quiere obrar en todos los hombres. Y su don, para todos y cada uno de nosotros, no es un cúmulo de doctrinas, instrucciones o normas, sino la relación personal (maestro-discípulo) con Él y, a través de Él y en Él, con el Padre. Por eso la Iglesia, al igual que aquel grupo inicial, no es una realidad cerrada, exclusiva y particularista, sino abierta para todos. Y nuestra responsabilidad es dar testimonio, tanto de palabra como de obra, de la comunión de vida que tenemos con Jesús y conducir a ella a toda la humanidad, es decir, tenemos que “pescar a los hombres” convirtiéndolos en discípulos de Jesús, el único Maestro.
Escuchando el anuncio evangélico de Jesús y de sus enviados que, a lo largo de los siglos, proclaman la Buena Noticia (Cf. Mc 1,1; 13,10), el oyente que lo acoge descubre su vocación a entrar en el Reino de Dios, ya inaugurado en Jesús y presente, por la fe, en medio de nosotros, en su Iglesia. Ante esto, como dirá S. Pablo, todo asume un carácter secundario, de tal modo que “los que tienen mujer pueden aprender a vivir como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él” (1Cor 7,29-31), puesto que ya saben que la apariencia de este mundo pasa y terminará muy pronto, mientras que el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, dura para siempre. El final de este mundo aún no ha llegado y todavía apreciamos demasiado las cosas terrenas, pero el carácter transitorio de esta vida es algo que la misma llamada al seguimiento pone en evidencia y testifica en nuestro corazón al reclamarnos el abandono total e inmediato de todo aquello que — habiendo sido absolutizado previamente como fuente de vida y de dicha (como las posesiones, la profesión o el trabajo, los lazos familiares y las amistades, la seguridad socioeconómica, etc.) —, puede impedirnos seguir a Jesús y exhortarnos a poner nuestra esperanza de vida eterna exclusivamente en Él y en su Reino.