Lv 13,1-2.44-46
Sl 31(32),1-2.5.11
1Cor 10,31–11,1
Mc 1,40-45
El evangelio del pasado domingo concluía con un sumario en el que el evangelista informaba sobre la actividad de Jesús por toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios (Cf. Mc 1,39). Esta acción liberadora y sanadora de Jesús, que se hace presente allá por donde pasa y que manifiesta el significado de su nombre y persona, esto es, “Dios salva”, se hace muy patente en el evangelio de hoy a través de la curación de un leproso.
En los capítulos 13–14 del Levítico, se transmiten los códigos legales y rituales que tenían que aplicarse a diversos tipos de enfermedades de piel y a algunas situaciones de enmohecimiento y de podredumbre de vestidos y paredes que entraban dentro del amplio concepto de “lepra” que tenían los antiguos hebreos. La tradición rabínica catalogaba hasta 72 modalidades distintas de lepra, pero lo que aquí nos interesa señalar es el hecho de que la lepra fuese una enfermedad que se vinculaba a causas espirituales y que exigía, por tanto, que en vez de un médico fuera un sacerdote, en cuanto ungido por Dios, el que determinase su naturaleza. Es este trasfondo moral y espiritual de la enfermedad el que permite interpretar y comprender correctamente el episodio evangélico hodierno.
De alguna manera, esta concepción veterotestamentaria presenta dos “caminos” que se enfrentan entre sí, aquellos mismos que evidencia el Sl 32,10: «Copiosas son las penas del impío, al que confía en YHWH el amor le envuelve». Para la mentalidad bíblica, la mayoría de las enfermedades son producidas por causas y desviaciones morales, ya que, según la justicia retributiva en que se apoya, Dios premia y bendice a los justos con salud, bienes y numerosa prole, pero castiga a los malvados con enfermedades, desgracias e infecundidad, hasta hacer desaparecer su nombre de la faz de la tierra. Según esta noción, Jesús, que está unido íntimamente a Dios-Padre (Cf. Mc 1,11), se presentaría como el camino salvífico y santo en el que resplandece el amor de Dios (que no cesará, por otra parte, de extender a su entorno), mientras que el leproso, que sale a su encuentro, representaría el camino de la impiedad que conduce irremediablemente a la separación de Dios y de los hombres, y que culmina con la muerte y el olvido eterno en el Sheol.
En tiempos de Jesús, los leprosos se movían por los senderos de Palestina como almas en pena o muertos vivientes. A los vestidos harapientos, los pelos revueltos y la barba velada como signo de luto, tenía que unir un aterrador grito de aviso para todos los transeúntes: “¡Impuro, impuro!” (Lv 13,45). Ante el nauseabundo y espeluznante aspecto del leproso, cuya piel, carne y vestidos se iban corroyendo y apestaban, todos huían y se cuidaban, muy mucho, de acercársele para no verse contaminados por él. El leproso era el marginado por excelencia en la sociedad judía. Estaba condenado a vivir en la miseria y excluido, por su impureza, del ámbito divino y de la participación en el culto, alejado, por tanto, de Dios y de los hombres, y abandonado, por cumplimiento estricto de la ley mosaica, a su terrible enfermedad y profundo dolor: «Vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento» (Lv 13,16). Como consecuencia de dicha legislación, el leproso, destruido en el cuerpo y en el alma, era una “no-persona” a la que sólo le quedaba pulular entre aquellas de su misma condición (Cf. 2Re 7,3; Lc 17,11-19) sabiendo que estaba condenado a vivir su fugaz existencia sobre la tierra como un muerto.
Jesús demuestra que era muy consciente de toda esta realidad y que no sólo conocía la rígida normativa levítica sino también, y sobre todo, el sufrimiento que desgarraba el ser de aquel miserable leproso que, quebrantando todas las disposiciones, se había aproximado a Él y no gritando “¡impuro, impuro!” sino lleno de fe y de confianza en su poder curativo, por lo que sus palabras fueron una oración de petición y una súplica que enfatizó arrodillándose, en signo de humildad y de total dependencia, delante de Jesús: «Si quieres — dice —, puedes limpiarme». Y en ese momento todo quedó pendiente de la voluntad y de la acción misericordiosa de Jesús.
Y así fue. Tocado en su ser más profundo, Jesús acogió con misericordia al leproso y se hizo solidario de su lamentable situación: “Se compadeció de él”, esto es, se conmovieron sus entrañas (según el verbo griego splagchníszomai) y obró inmediatamente a favor del enfermo con firmeza y determinación. Aunque la Ley establecía que quien tocase a un leproso se hacía impuro, Jesús no dudó en extender la mano — como signo del obrar potente con que Dios actúa en Él (Cf. Ex 3,20) —, tocar al leproso y limpiarle de su impureza sin volverse Él mismo impuro. Esta acción sanadora la sella además Jesús empleando las mismas palabras del leproso, a quien le dice: «Quiero: queda limpio» (Mc 1,41); e inmediatamente, comenta el evangelista, «le desapareció la lepra y quedó limpio» (Mc 1,42).
En el AT, María fue sanada de su lepra gracias a la intercesión de su hermano Moisés, pero tuvo que esperar fuera del campamento siete días hasta poder incorporarse de nuevo a la comunidad israelita (Cf. Nm 12,4-6). También Naamán, jefe del ejército del rey de Aram, tuvo que seguir el consejo del profeta Eliseo y bañarse siete veces en las aguas del Jordán para verse librado completamente de su enfermedad (Cf. 2Re 5,10). Jesús, sin embargo, obró directamente y sanó al leproso instantáneamente con su gesto y palabra, dejando traslucir con ello su autoridad y realeza divina.
Jesús demuestra que se encuentra por encima de la Ley y que tiene derecho a “tocar” las llagas del cuerpo y del alma que corroen a los hombres porque tiene poder para sanarlas. La rigurosa ley del Levítico, fundamentada en la justicia retributiva, marginaba, separaba y “mataba” a las personas existencialmente, aunque pretendiera preservar y garantizar la “santidad” del pueblo de Dios. Jesús cumple la esencia de la Ley al purificar y restablecer en su amor misericordioso todas las relaciones humanas quebrantadas previamente por la enfermedad y el pecado.
Sin embargo, el poder de Jesús encuentra el “límite” del comportamiento autónomo de los hombres, que le plantea constantemente la cuestión de cómo asentar su mensaje salvífico en el “corazón” de aquellos a quien tanto ama sin violentar su libre albedrío. Jesús desea que el leproso goce plenamente de su recuperada pureza y por eso le ordena que confirme su sanación siguiendo las disposiciones de la Ley (Cf. Lv 14,1-32), pero también le manda que guarde silencio sobre el milagro para que su misión evangelizadora no se vea obstaculizada por el entusiasmo exagerado que ese conocimiento provocará en la gente y, en consecuencia, su obra mesiánica sea malentendida y minusvalorada: «Mira — le dice —, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés» (Mc 1,44).
Pero el leproso, que se había acercado a Jesús con fe, se alejó de Él “desobedeciéndole”. La severidad con que Jesús le despide (el verbo embrimáomai significa increpar, reñir (con dureza); Cf. Mc 1,43) muestra claramente que aquello que está pidiendo es contrario al comportamiento natural o espontáneo del ser humano y que, en realidad, lo más probable es que aquel hombre no lo cumpla. Tanto es así que, sintiéndose curado de su enfermedad y retornado a la comunión con Dios y con los hombres, el leproso sanado será incapaz de contener su alegría y propagará con entusiasmo la Buena Noticia de la que ha sido beneficiado. Su proclamación conmoverá a las gentes y las conducirá hasta Jesús, sobre quien cae de algún modo la “maldición” del leproso al tener que quedarse en lugares solitarios que, sin embargo, se verán poblados por todos aquellos que de toda Galilea, y no sólo de Cafarnaúm (Cf. Mc 1,33.37), acudirán a Él (Cf. Mc 1,45). La persona de Jesús, el asombro que suscita su palabra y su obra, y el dilema que plantea, van extendiéndose y alcanzando, sin pausa, a todas las gentes.
El pueblo, al igual que el leproso, reacciona con entusiasmo, con inusitadas esperanzas de ver satisfechas todas sus necesidades corporales y espirituales a través de aquel nazareno que realiza los signos mesiánicos anunciados por los profetas (Cf. Is 26,19; 29,18-19; también: Mt 11,5). Jesús, sin embargo, se aleja de tales reacciones porque no busca los halagos humanos sino ganar para Dios el corazón de todos y cada uno de los hombres. Ante los que le aclaman y ante los adversarios que buscan su muerte (Cf. Mc 2,1–3,6), Jesús irá discerniendo el camino querido por Dios para salvar a todos desde lo profundo de sus destrozados corazones, de los que se “compadece”. Por eso la mesianidad y divinidad de Jesús no quedarán desveladas verdaderamente a través de su poder taumatúrgico, sino a través del camino de la sublime y solidaria misericordia que le conduce a la cruz.
Hoy en día son otras “lepras” las que se extienden por nuestra sociedad y continúan carcomiendo cuerpos y almas. Sus nombres nos son conocidos: drogas, sida, alcoholismo, inmigración, alzhéimer, enfermedades terminales, vejez,…, y todas ellas están bien aderezadas dentro de un caldo de cultivo caracterizado por el egoísmo y el desamor. Las personas afectadas por estos males sufren marginación en numerosísimas ocasiones. Consciente o inconscientemente son consideradas personas “inmundas” de las que hay que “separarse” para no quedar contaminados. Quizá a todos nos cueste acercarnos a ellas, pero es ante ellas como se calibra, en gran medida, la madurez y autenticidad del cristiano y donde muestra si es verdaderamente, y como nos dice Pablo, “imitador de Cristo” (1Cor 11,1).
El cristiano adulto — sabedor de que está siendo curado en cuerpo y alma por Jesucristo —, tiene que seguir el camino del Maestro y aproximarse, del modo que le sea posible, a los “leprosos” que le salen al encuentro en su vida, “compadeciéndose” de ellos de modo auténtico y no enfermizo, extendiendo las manos hacia ellos y ofreciéndoles las palabras que puedan sanar sus profundas llagas corporales y espirituales, a la vez que implorando incesantemente la ayuda eficaz de Aquel que tiene el poder de curar y liberar, porque el cristiano, unido a Jesús, no busca otra cosa que sanar el corazón de las personas por amor y en el amor, al modo como el suyo ha sido encontrado por Cristo y está siendo salvado por Él.