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Luz en mi Camino

4 marzo, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 4º Domingo de Cuaresma (B)

2Cr 36,14-16.19-23

Sl 136(137),1-6

Ef 2,4-10

Jn 3,14-21

    Este cuarto domingo de Cuaresma se conoce, tradicionalmente, como domingo Laetare, domingo de la alegría y del retorno consciente, responsable y decidido hacia la Luz. Los corazones y las fuerzas del mal van siendo desvelados ante Jesús, quien aparece con mayor claridad como el camino de la luz y de la verdad, que arranca al creyente de la oscuridad del mal para unirle al Padre. Por eso hoy se nos exhorta nuevamente a mirar y a seguir a Jesús, reconociendo la realidad de nuestro mal y pecado, sabiendo que ambos han sido clavados en su cruz, en la que brilla el amor extremo del Padre y del Hijo hacia todos los hombres.

    El fragmento del evangelio está tomado de la conversación que Jesús mantiene con Nicodemo (Jn 3,1-21), después del episodio ocurrido en el templo y de las señales que ha realizado durante la fiesta de Pascua (Jn 2,13-23). Nicodemo está interesado por la persona, las palabras y las obras de Jesús. Y Jesús toma en serio esta iniciativa de Nicodemo y, en el texto proclamado, le habla sobre su persona, desvelándole que es el Enviado del Padre y el don supremo de su amor al “mundo”, es decir, a todos los hombres (Jn 3,16).

    Esta buena noticia, la mejor y más excelente, la que nunca pasa, ni degenera, no deja, sin embargo, de sorprendernos. A nosotros nos resulta más fácil denigrar el mundo, murmurar sobre los innumerables males que lo acosan y las incontables maldades que brotan sin cesar en el seno de la humanidad. También es verdad que a ello contribuimos nosotros mismos, al repetir en nuestra propia, una y otra vez, la ancestral historia del pecado que recorre la historia humana. Las infidelidades se multiplican en nuestro entorno, los Diez mandamientos se ignoran, transgreden y son objeto de mofa, y de este modo la tierra, el corazón y la vida de las gentes continúan siendo contaminadas y profanadas, tratadas como una “casa de mercado” (Cf. 2Cr 36,16; Jn 2,16) y no como el templo de Dios vivo. El pecado de incredulidad a la palabra y al don de Dios (Jn 3,18; Cf. Gn 2,16-17; 3,1-7) es el causante del pánico y de la muerte existencial, y el forjador del sinsentido de la vida, pero siguen siendo pocos, muy pocos, quienes quieren verlo y confesarlo ante el Dios que nos ama.

    La primera lectura habla, de hecho, sobre la necesidad absoluta de conversión y de juicio que tiene la comunidad: gobernantes, sacerdotes y todo el pueblo (Cf. 2Cr 36,14). Somos miembros de un pueblo y traicionamos a Dios y al prójimo juntos. De hecho, la confesión conlleva la reconciliación con la Iglesia, porque el pecado no sólo afecta al que lo comete sino a todo el cuerpo, al que se hace sufrir y del que uno, al pecar, se separa.

    Por eso, si somos cristianos y pertenecemos a Dios, no podemos vivir como el resto de los mortales, empecinados en nuestra propia corrupción y maldad, en nuestro egoísmo y en el deseo desenfrenado de medrar en el mundo sea como sea y a costa de lo que sea y de quien sea: por medio de la violencia, de la avaricia o del odio, del nacionalismo independentista que idolatra la tierra y los propios intereses políticos y económicos, de la falsa paz basada en la entrega de la propia libertad y dignidad, del materialismo y de la manipulación interesada de la información, de la esclavización de las mujeres, los hombres y los niños que buscan lejos de sus países un mundo mejor, etc. Pero también estos males tienen que ver con nosotros, porque son causados por nuestras decisiones, acciones y omisiones, ajenos a los mandamientos de Dios y a la enseñanza de Jesús.

    Por todo lo dicho, nos resultaría más fácil hablar mal del mundo, vilipendiarlo ante el dolor que contemplamos y que, de uno u otro modo, vivimos. Pero precisamente a este mundo, a esta humanidad, Dios le da su Hijo unigénito porque “ama a los hombres sin medida”, y se lo entrega «para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16; Cf. Ef 2,4-5).

    Pero, ¿a qué se refiere el “no perecer”, la “no-muerte” del que cree en Jesús? La vida terrena continúa, de hecho, su proceso natural, de tal modo que todo aquel que nace, sea o no cristiano, muere. La “no-muerte” tampoco se refiere al descubrimiento de un nuevo gen capaz de detener el envejecimiento, pues la senectud continúa estando en el horizonte, o en la realidad, de todo hombre. Ni se refiere a algún conocimiento “secreto” presente en el “nuevo gnosticismo” que pulula por doquier — en grupos, libros, cine y programas de televisión —, y que pretende evitar el jaque-mate de la muerte, pero que, en realidad, lo que no evita es el vaciando de los bolsillos de los “credulones” para llenar aquellos de los avispados propagadores de tales doctrinas.

    El Padre nos ha exhortado a escuchar a su Hijo (Mc 9,7), y el Hijo, en quien está la Vida y a través de quien se nos da (Jn 3,16), murió. Pero este morir terreno es, en los labios y en la persona de Jesús, un morir muy diverso del nuestro, pero en el que, por gracia, todos somos invitados a entrar y a experimentar. Su muerte se convierte, precisamente, en el primer acto para ser exaltado, glorificado. Mientras nosotros huimos de la muerte, Jesús la usa para manifestar su amor extremo y su gloria, esto es, su potencia omnipotente en la más absoluta debilidad e impotencia. No se trata, pues, de morir sino de cómo se muere, pero nadie puede morir como Jesús a menos que esté recibiendo ya de Él su propia Vida, la vida eterna, que es aquella que está henchida de amor, del amor inmenso del Padre y del Hijo. Morir amando, en comunión de vida con Dios, es no-morir, es vivir para, con y en Él.

    El “ser elevado” de Jesús (Jn 3,15) comporta, por tanto, dos aspectos. En primer lugar, ser alzado en la cruz y, en segundo lugar, ser glorificado con la vida dada por el Padre. Por eso el “no-morir” no significa que uno continúa viviendo en esta vida terrena indefinidamente, sino el comenzar, ya desde ahora, a ser elevado entre los brazos de Dios-Padre, al acoger a su Enviado y cumplir así su voluntad. Al igual que Jesús fue glorificado con su muerte, lo será también todo aquel que crea en Él, quienquiera se convierta en su discípulo. La serpiente de bronce que Moisés colgó en un mástil (Nm 21,8-9) era tan sólo una prefiguración de la crucifixión del Hijo del hombre, que es a quien hay que “mirar”, con los ojos de la fe, para ser curados del pecado y poder gustar la vida eterna, la vida “elevada”, la vida de la intimidad y de la comunión con Dios-Padre.

    La condena, la verdadera condena, no es, por tanto, la muerte terrena, sino el autoexcluirse de la “Luz” que es Jesús (Cf. Jn 1,9), para enmarañarse en las redes de las tinieblas y realizar las obras “que son malas” (Jn 3,19), esto es, las obras que expresan la incredulidad y el rechazo frontal de Dios y de Cristo. En este sentido, la corrupción actual de nuestra sociedad, en proporciones asombrosas y abarcando todos los niveles y edades, es consecuencia, en gran medida, de su alejamiento de las raíces cristianas, de aquellas que, por mucho tiempo, eran consideradas la luz y la norma moral de vida, pero que hoy, junto con sus mensajeros, se niegan y denigran (Cf. 2Cr 36,16).

    Quien ama la Luz, la sigue para poder dar testimonio de que “sus obras están hechas según Dios” (Jn 3,21). Se trata del discipulado, del seguimiento de Jesús para conocer su persona, interiorizar su enseñanza y realizarla en la propia existencia. Sus palabras no quieren decir, por consiguiente, que uno jamás se equivoca o no cae en errores y pecados, ni quieren decir que uno tiene que estar angustiado en probar su inocencia. Se trata, más bien, de que uno sigue a Jesús no obstante todo eso, recomenzando cada día, y en cada momento y circunstancia, desde el punto a donde haya llegado, siguiendo detrás de Él para poder alcanzarle, una vez que él mismo ha sido alcanzado por Cristo Jesús, por su vida y por su amor, entregado desde la cruz (Cf. Flp 3,12-16).

    Quien ama la luz (Jn 3,21), ha acogido a Jesús como el amor de Dios que le salva y perdona, y su muerte terrena revelará entonces, que, en la vida que le ha sido dada, ya está siendo elevado, tomado en los brazos amorosos del Padre. Por esto, y sólo por esto, el cristiano, con certeza y amor, puede decir en el momento de su muerte, a todos los que le rodean y que, al igual que él, se están dejando “elevar”: “¡Hasta pronto, hermanos y amigos!” (Jn 15,13-17).

    El comienzo de nuestra salvación es mirar al Crucificado, porque sólo Él pertenece total y plenamente a Dios, y sólo Él sufrió por causa de nuestro pecado y mal, manifestando así el modo como Dios nos ama y su deseo de que el hombre se una a Él para ser salvado y obtener la vida eterna. Por eso es necesario optar, decidirse por Él o contra Él (Jn 3,18), levantar los ojos para mirarle y confesarle nuestros pecados y recibir así la vida eterna, o bien escoger permanecer en el camino destructivo y lleno de odio y de muerte que atraviesa toda la historia humana. Ante el amor de Dios no hay indiferencia, o se acepta o se rechaza.

    Hoy es un tiempo de alegría y de luz, de aquellas que resplandecen en Jesucristo crucificado y que proceden de lo Alto. Ante Él, todos somos culpables, por nuestra participación en el mal y nuestra negativa a oponernos contra las tinieblas. En Él, sin embargo, a todos se nos ofrece el don del perdón y de la Vida. Por eso hoy se nos plantea nuevamente esta pregunta: ¿Dónde estamos, dónde está nuestro corazón y cómo son nuestras obras: se encuentran bajo la sombra y la señal de la cruz, o bien están contra ella, alineadas con otros poderes y otros dioses?

    Nicodemo se presentó de noche, para no ser reconocido públicamente como seguidor de Jesús. Todavía no había tomado la decisión de convertirse, de creer y de seguirle abiertamente. También nosotros obramos así muchas veces, ocultándonos en las sombras de nuestra hipocresía y escondiéndonos detrás de nuestras dudas y débil fe que, por arte de magia, presentamos a los demás como virtud. Hoy somos llamados a vivir en la Luz y a dejar que otros vean nuestras buenas obras, para que la gloria de Dios se revele en nuestra vida. Se nos invita a creer con coraje, a mostrar en público nuestro compromiso con la luz, la verdad, la justicia y la paz, y a morir ya, en nuestra vida terrena, la misma muerte del Justo que es el “no-morir”, el vivir para siempre.

 

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