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Luz en mi Camino

18 marzo, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. Domingo de Ramos (B)

Is 50,4-7

Sl 21(22),8-9.17-18a.19-20.23-24

Flp 2,6-11

Mc 14,1–15,47

    La liturgia de este domingo nos introduce a la Semana Santa, que concluirá con las celebraciones de la Noche Pascual y del domingo de Resurrección. Por este motivo, esta celebración dominical es un auténtico kairós propicio para examinar nuestra vida a la luz del amor de Dios que resplandece en su Hijo Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. Ante este amor inmenso, que es puro don misericordioso, las esperanzas de vida y de felicidad que tenemos no pueden continuar ceñidas a nuestro raquítico modo de pensar terreno y limitado a este mundo, pues el amor de Dios nos llama y nos impulsa a abrirnos sin miedo a la esperanza que Él mismo deposita en nuestro corazón y que, como Juan dice en su primera carta, nos excede, ya que su culminación será vivir en el seno mismo de Dios como hijos suyos: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!… Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,1a.2-3).

    Para acoger y vivir esta esperanza salvífica, es necesario que, como nos dice Isaías, nuestro oído espiritual sea abierto por Dios para poder escuchar su voz y adherirnos a su voluntad con todo el ser, y de ese modo ser capacitados para anunciar el don recibido con palabras que alienten al abatido, le llenen de la verdadera esperanza, de promesas seguras, de diáfana luz de vida y de fortaleza para entregarse a realizar también la voluntad del Señor.

    Pero, en realidad, sólo Jesús ha sido el “discípulo” iniciado y el Maestro que forma a todos los demás discípulos y les introduce en el conocimiento del Padre y en la relación filial con Él. De hecho, a diferencia de nuestro habitual modo de proceder, Jesús no volvió ni sus mejillas ni su espalda a los que le golpeaban, ni escondió su rostro a los insultos y salivazos, sino que se entregó vulnerable, indefenso y lleno de mansedumbre para cargar sobre sí todo nuestro mal. Jesús puso toda su confianza y esperanza en Dios-Padre y por eso no quedó avergonzado, ni desacreditado, ni confundido. De este modo, desveló lo qué significa la fidelidad, la fortaleza, la confianza y el amor puestos en el Padre, y mostró así de qué modo uno se convierte en un sacrificio agradable a Dios. Y a nosotros continúa invitándonos a seguirle por su mismo camino, sabiendo que, al cargar con nuestra cruz, ya no estamos solos porque Él, Jesús, nos ha precedido, ha entregado su vida por nosotros y está a nuestro lado en el Espíritu Santo que nos ha dado.

    También la segunda lectura subraya la actitud que el cristiano tiene que tener imitando a Cristo, que no se aferró a su divinidad, sino que, por amarnos como Dios nos ama, tomó el último puesto y se hizo el mayor esclavo, maldito y despreciado de todos, muriendo crucificado por nuestros pecados. Por eso con nuestra vida, con nuestro saber gozar agradecidos a Dios de lo que tenemos, bendiciendo en la prosperidad y en la precariedad, así como con nuestras obras de penitencia, con nuestra oración, ayunos, limosnas y obras de misericordia, tenemos que dar testimonio vivo de que Jesús es nuestro Señor y de que hemos acogido su amor dentro de nosotros para dar gloria al Padre amando del mismo modo como somos amados por Cristo, confiados de que nuestra persona será también aceptada como ofrenda viva y santa, y hecha completamente suya en el fuego santificador de su Espíritu.

    El evangelio de Marcos ofrece la lectura completa de la pasión de Jesús, recorriendo cada uno de los “pasos” vividos por el Señor, en los que brilla su obediencia amorosa al Padre y en los que su entrega en manos de los hombres desvela el amor inmenso con que Dios nos ama para arrancarnos de la esclavitud del pecado, del mal y de la muerte, y así justificarnos, redimirnos y santificarnos.

    Marcos narra claramente la impactante paradoja de la salvación: el Crucificado, un impotente, un escándalo, un fracasado y un hazmerreír para los hombres, es, sin embargo, el Hijo de Dios, en cuya debilidad henchida de amor se manifiesta la omnipotencia del amor salvífico divino. La muerte y la resurrección de Jesús es el evento en el que toda su vida se condensa y que ilumina sus obras, sus palabras y su persona, así como toda la historia salvífica realizada por Dios con el pueblo de Israel a favor de la humanidad. Jesús crucificado y resucitado ilumina el Evangelio, el discipulado, la vida del ser humano y su razón de ser, revelando que su destino final es vivir unido a Dios en comunión de amor paterno-filial.

    La pasión y muerte de Jesús muestran que es verdaderamente hombre, uno más de nosotros, sometido a la debilidad y a la “caducidad”, capaz de sufrir y de morir. En los últimos momentos de su vida terrena, Jesús no es otra cosa que un “juguete” en manos de los hombres, sobre quien todos, amigos y adversarios, derraman su desprecio, debilidad y pecado. Y, en cuanto hombre, Jesús experimenta también el pavor, la angustia y la tristeza mortal (Mc 14,33), la necesidad de ser ayudado para llevar el peso del “patíbulo” que ha caído sobre Él (Mc 15,21) y que le conducirá a la muerte y a la sepultura (Mc 15,40-44).

    Y todo esto tiene una gran importancia porque confirma que Jesucristo no es una proyección o una idealización de la mente humana, un mito o una simple expresión de la fe. ¡No! Jesús es una persona histórica concreta que se vio sometida a la experiencia de la traición y del abandono de sus amigos, a la experiencia del abusivo e interesado poder opresor, y a la experiencia de las persecuciones, condenas, torturas y muertes más injustas y crueles. Jesús, el Verbo hecho carne, asumió la frágil y caduca naturaleza humana, y así manifestó que, en dicha carne, es posible ser fieles y vivir confiados en el Padre, tanto en los momentos de alegría como en aquellos de tristeza y llanto, combatiendo victoriosamente contra la tentación satánica de la incredulidad, del miedo a dar la vida por amor, y de las falsas ilusiones y ofertas del mundo que introducen en la espiral del egoísmo suicida.

    Pero esto no dice todo acerca de Jesús, ya que «aquel que se humilló a sí mismo hasta someterse incluso a la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8) no sucumbió a la muerte para pasar a ser considerado un héroe legendario que se inmoló altruistamente por una causa justa, y a quien en estos días señalados se le recuerda (como podría hacerse con Gandhi, Martin Luther King, u otros personajes). Y no es así porque Aquel que murió crucificado es también el Hijo de Dios, y esto lo cambia todo. Su ingreso en la carne, asumiendo toda su carga de debilidad, finitud y sufrimiento, supuso precisamente el que todos los límites que encadenaban al ser humano se vieran quebrados y, al mismo tiempo, abiertos definitivamente hacia la entrada en el Cielo infinito que es Dios.

    Por todo lo dicho, la escena del centurión romano, encargado de confirmar oficialmente la muerte del reo, asume una relevancia particular en toda la pasión. Aquel pagano, ¡que tantas muertes semejantes había contemplado!, no pudo sino exclamar al ver cómo expiraba Jesús: «¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!» (15,39). Por una parte, a Jesús nadie le quitaba su último aliento, nadie le obligaba a entregar su espíritu, ni siquiera la misma muerte. Fue Él, como también constatan los demás evangelios, quien activamente expiró y entregó su Espíritu (Cf. Mc 15,39a). Por otra parte, Jesús ha sufrido la pasión por amor y esto ha dejado vislumbrar algo de la misma eternidad, hasta convertir su morir en signo y manifestación de su misma divinidad: “era Hijo de Dios”.

    Jesús murió amando hasta el extremo (Mc 14,22-25), sin responder a los insultos, sin resistirse a los salivazos, golpes y latigazos, sin mirar con desprecio, desdén o ira a quienes le clavaban la corona y se burlaban de Él vistiéndole de púrpura, sin querer beber el vino mezclado con mirra para poder permanecer lúcido en su entrega hasta la muerte, sin avergonzarse de gritar a su Dios y Padre cuando el abandono se posesionaba de sus entrañas y la oscuridad se abatía sobre la tierra. Fue así como desvelaba en su persona el irrumpir de la luz divina y de la resurrección en medio de los hombres pecadores. Su morir amando era ya el signo de su victoria sobre la muerte y también el modo como muere el Inocente, Aquel que hasta tal punto estaba con Dios y Dios estaba con Él, que lograba alcanzar el corazón endurecido e idólatra del centurión pagano, quien, con su confesión, entraba ya en el nuevo Templo del único Dios que era y es el cuerpo de Jesús.

    De esta manera el relato “histórico” se transmite como testimonio de fe, y la pasión se convierte, para todos nosotros, en una llamada a la conversión y a la fe en Jesús crucificado, el Mesías vencedor del mal y de la muerte, y el Señor de la historia humana.

    Nuestra conversión y fe ante el Crucificado comportará, como ocurrió con el centurión, descubrir en Él al Hijo de Dios, en quien el Padre manifiesta su rostro de amor vuelto hacia nosotros malvados y pecadores. Comportará descubrir en el Crucificado al Justo que carga con nuestra injusticia, al Todopoderoso que lleva nuestra debilidad, y al Fiel que soporta nuestra incredulidad, hasta quebrantar con su amor cada uno de los muros de mal que nos esclavizan. Y Él no los asumió en una quimera etérea sino en un cuerpo (y alma) tan débil como el nuestro, pero entregado por amor al servicio del Padre, para que, a través de su cuerpo, el amor del Padre se derramase sobre toda la humanidad, y para que todos los que crean en Él puedan caminar como hijos de Dios hacia la plenitud de amor en la que fueron primero creados, y en Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, han sido recreados para siempre.

 

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