Ex 12,1-8.11-14
Sl 115(116),12-13.15-18
1Cor 11,23-26
Jn 13,1-20
Reunida en torno a la palabra de Dios y al Cuerpo y la Sangre de Jesús, la Iglesia conmemora hoy aquello mismo que es y vive en Jesucristo. El memorial de la Pascua, obrado por Dios con el pueblo de Israel en el pasado y cumplido perfectamente en su Hijo Jesucristo, lo realiza y actualiza nuevamente en la historia humana a través del rito litúrgico, haciéndose realidad concreta y viva en aquellos que, en comunión de fe, esperanza y caridad, nos reunimos alrededor del altar y vamos siendo transformados, por la acción del Espíritu Santo, a imagen y semejanza de Aquel mismo que “comemos y bebemos”.
En efecto, el pan sin fermentar, el cordero y la sangre que marcaba las puertas de los israelitas liberados del poder del Faraón (Ex 12,7-8), dejan de ser figuras y se hacen realidad en la persona y el cuerpo de Jesús; del “Cuerpo de Cristo” en el que se convierten aquellos que lo “comen” con el fin de ser, en medio del mundo, testigos de la verdadera libertad y esperanza que anhelan alcanzar todos los oprimidos por el terror, la opresión y la muerte que campea en Egipto, es decir, en el mundo pervertido, idolátrico e incrédulo gobernado por el Diablo (Cf. Jn 12,31; 14,30; 16,11). Por consiguiente, el memorial de la muerte y resurrección de Jesús que celebramos en el don de su carne y sangre (1Cor 11,23-26), se hace vida y “pan” para la humanidad en la vida de sus amigos (Cf. Jn 15,13-15) cuando éstos, escuchando su palabra, adhiriéndose a ella con su entendimiento, voluntad y obrar, y “comiéndole y bebiéndole” sacramentalmente, reciben el perdón, la reconciliación con Dios y las primicias de la vida eterna.
Dentro del contexto de la Última Cena, el lavatorio de los pies anticipa el servicio que Jesús hace a los hombres al entregarles su propia vida. Su muerte en la cruz, ya próxima, manifestará el inmenso amor con que el Padre ama a la humanidad pecadora, y desvelará el modo como los hombres podrán hacer Pascua, es decir, cómo podrán “pasar” de este mundo al Padre (Jn 13,1), tanto en el instante final de su existencia como en cada uno de los momentos y circunstancias que viven.
Si esto es así, entonces ¿qué es necesario hacer para “pasar” al Padre? En primer lugar, es necesario creer en Dios-Padre tal y como nos lo revela Jesús, creyendo, al mismo tiempo e inseparablemente, que Jesús es el Hijo de Dios encarnado. Es decir, creer que Dios en su ser es una realidad relacional de amor paterno-filial plena, perfecta, total, absoluta, eterna. Como consecuencia de esto, “pasar” al Padre requiere en segundo lugar reconocerle como bondad suma, para, en tercer lugar, abrirse y confiarse totalmente a Él cumpliendo su voluntad que, en cuanto es expresión de su Amor, reclama entregar la propia vida amando concretamente al prójimo, amigo o enemigo.
Jesús, el Hijo que mora en el “seno del Padre” (Jn 1,18), es consciente de esta verdad, la vive en sí mismo como verdadero hombre y la acepta con total libertad. Su “paso” al Padre representa el cumplimiento de la Pascua hebrea en toda su significación profética de salvación y liberación, pues Él ya no va a atravesar el mar de los juncos para alcanzar la tierra prometida de Canaán, sino el camino doloroso de la pasión y muerte para introducir su humanidad en el seno del Padre, verdadera y definitiva Tierra Prometida, haciendo con ello también posible que los hombres “pasen” de este mundo al Padre.
Por lo tanto, Jesús no se ve inmerso y arrastrado por los eventos a semejanza de un rodillo que le empuja hasta la muerte en contra de su voluntad, sino que la afronta con pleno conocimiento de manos de los pecadores, la acepta libremente como prueba del amor supremo con que ama (agapáō) a los suyos (Jn 13,1.3) y la orienta hacia la finalidad de su misión, que consiste en manifestar la gloria del Padre al mismo tiempo que une al ser humano con Dios en comunión de amor. Este amor oblativo, gratuito y total de Jesús es “hasta el final” de su vida y “hasta el extremo” de la donación de sí mismo, tal y como lo sellará con su última palabra pronunciada en la cruz: “está cumplido” (tetélestai, Jn 19,30), de manera perfecta y para siempre.
Como antagonista principal de Jesús e instigador de todo el mal que cae sobre Él, aparece el Diablo (Jn 13,2), a cuyo servicio se ha sometido Judas y su corazón, es decir, todo aquello relativo a sus pensamientos, deseos, sentimientos, afectos y proyectos, se ha separado del amor de Jesús. Habiendo asentido al Malo, Judas se convierte en “un sarmiento seco” (Cf. Jn 15,6) y obra ofuscado, entenebrecido e impulsado por los deseos homicidas del Príncipe de las tinieblas (Cf. Jn 8,44), de tal modo que ya no desea ni proyecta ninguna otra cosa que no sea traicionar y entregar a su Maestro a las autoridades judías.
Por aquel entonces era normal que el patrón de una casa se hiciera lavar los pies al inicio de un banquete, pero no durante el mismo. Era además un acto habitual que se realizaba como signo de acogida de un huésped. Sin embargo, este servicio lo realizaban los esclavos no-judíos, pues la ley judía vetaba que los esclavos hebreos fueran sometidos a este humillante acto. Por eso no ha de extrañarnos que el gesto del lavatorio realizado por Jesús desconcertara a los discípulos, si bien Jesús consideró que era el mejor modo de representar y anunciar que su muerte en la cruz iba a ser, por un lado, motivo de escándalo y turbación, y, por otro, realización del servicio más excelente ofrecido por toda la humanidad. Y así lo corrobora el hecho de que Jesús se “quite” (títhēmi) sus vestidos” (Jn 13,4) como el Buen Pastor que “da” (títhēmi) su vida para que sus ovejas vivan por medio de Él (Cf. Jn 10,11.15.17).
La incomprensión y contrariedad que sienten los discípulos quedan reflejadas en Pedro, que no logra entender todavía que el gesto de Jesús simboliza y prefigura su sacrificio en la cruz. Y al no aceptar ser objeto de esta humilde acción de Jesús, Pedro muestra sin duda el apego, el cariño y la alta estima en que tiene a su Maestro, pero también manifiesta que desconoce su realidad pecadora y la necesidad de que Jesús, como Hijo de Dios y Mesías sufriente, ofrezca su vida por él y por la salvación de toda la humanidad. Por eso Jesús le replica categóricamente: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo” (Jn 13,8), es decir, si rechaza “ser lavado” por Jesús, Pedro se excluye de la comunión con Él, y, en consecuencia, también del perdón gratuito y misericordioso que ofrece, así como del conocimiento del Padre y, en definitiva, de la vida eterna.
Quizá todos nos vemos reflejados, de uno u otro modo, en Simón-Pedro cuando experimentamos la división interna en la que tantas veces nos encontramos y que nos lleva a pensar que tenemos “dos corazones y dos mentes” que luchan en nosotros: la del “viejo” Simón que obra según la carne y el pensamiento de los hombres, y la del “elegido” Pedro que ama a su Maestro y desea seguirle fielmente adondequiera que vaya. Ahora, antes de la pasión y resurrección de Jesús, aún prevalece en Pedro la del viejo Simón, aunque la paciencia y persistencia de Jesús logran salvarle (Jn 13,8-9), y preanuncia así la victoria del amor sobre el corazón endurecido de la persona humana.
Todos los discípulos de Jesús, a excepción de Judas que iba a traicionarlo y espiritualmente ya estaba separado de la comunión de vida con Él, estaban “limpios” (Jn 13,10), es decir, habían sido purificados de sus pecados porque habían acogido la palabra de Jesús y se habían adherido a Él por la fe (Cf. Jn 6,68-69; 15,3). Esta “limpieza” se refiere, por tanto, a la pureza de corazón, que en el evangelio de Juan consiste principalmente en la purificación del pecado de incredulidad (Cf. Jn 8,21.24.46; 16,9).
Jesús es el verdadero Maestro y Señor por su enseñanza y por su ejemplo (Cf. Jn 13,13-14) y los discípulos tienen que imitarle poniéndose al servicio unos de otros. Esta imitación no es algo externo que uno obra al margen de su adhesión y comunión interior con Jesús, ni es algo, por tanto, que uno lleva a cabo simplemente con sus propias fuerzas, sino que se trata de amar estando apoyados, fundamentados, inspirados y movidos continuamente por el mismo Espíritu de amor y de entrega que reciben de Jesús por la fe (Cf. Jn 14,16-17.26). Con y en Jesús, irrumpen en la comunidad las nuevas relaciones fraternas, y el servicio al hermano, que tiene que impulsar cada acción, pensamiento y obrar del discípulo, se convierte para éste en fuente de felicidad porque le conduce a la unión con Dios: «Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,17).
Jesús también ha tocado y lavado los pies de Judas, pero le excluye del servicio fraterno mutuo porque sabe que su respuesta será la traición, el desamor y la incredulidad. Jesús aplica a Judas el texto de la Escritura en el que David se lamentaba de la traición de su amigo y consejero Ajitófel: «El que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13,18; Cf. Sl 41,10; 55,13-15; 2Sam 15,12). Este conocimiento que tiene Jesús de lo que va a acontecer trata de prevenir a los demás discípulos del escándalo posterior y de confirmarles la fe en su divinidad: «Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que “Yo Soy”» (Jn 13,19).
La exhortación que hoy, día del amor fraterno, se nos hace a imitar al Maestro conlleva el preguntarnos a cuántos, y cuántas veces, nos hemos negado a inclinarnos para “lavar sus pies”, porque sabíamos o sospechábamos que, a semejanza de Judas, nos habían hecho mal o intentaban hacernos daño; supone, asimismo, el preguntarnos a cuántos nos hemos opuesto, a semejanza de Pedro, a que nos sirvan y amen. Sin embargo, Jesús nos dice que “todos” tienen que ser incluidos en nuestro servicio y a todos tenemos que acoger en el servicio que nos prestan: «Vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13,14). Él, de hecho, no rechaza a ninguno de sus discípulos, por más cortos de inteligencia, poco disponibles e incrédulos y pecadores que pudieran ser. A todos les invita a comer y a beber en su mesa, a dejarse lavar por Él, y a entrar entonces en su mismo modo de sufrir y de morir, como verdaderos discípulos y amigos suyos y como auténticos hijos e hijas de Dios, que aman como su mismo Padre les ha amado en Él desde la creación del mundo.