He 4,8-12
Sl 117(118),1.8-9.21-23.26.28-29
1Jn 3,1-2
Jn 10,11-18
La Iglesia celebra este cuarto domingo de Pascua, la Jornada Mundial de oración por las vocaciones sacerdotales y religiosas. Por este motivo, la celebración gira en torno a la lectura evangélica que explica la parábola del pastor (Jn 10,1-6), utilizada por Jesús en el discurso del buen Pastor que pronuncia en las inmediaciones del Templo de Jerusalén, después de haber devuelto la vista al ciego de nacimiento (Cf. Jn 9). Toda vocación cristiana surge, precisamente, cuando se escucha la “voz” del buen Pastor y se conoce el amor inmenso con que somos amados por Él.
Jesús se identifica dos veces con el buen Pastor (Jn 10,11.14) y contrapone esta imagen a aquella del asalariado. En griego, el término traducido por “bueno o buen” significa literalmente “hermoso” (kalós), en cuanto expresión de la plenitud del bien, de generosidad y de amor; por eso Jesús, siendo “el Pastor hermoso”, conduce a la plenitud de la vida y del amor ofreciéndose a sí mismo lleno de generosidad y de amor, a favor de sus ovejas (Cf. Jn 10,11.15.17.18). Por el contrario, el mercenario o asalariado es un bribón interesado, que huye ante el peligro del lobo y abandona a las ovejas “porque ni son suyas”, ni las ama: «El asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona a las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; pues es asalariado y no le importan las ovejas» (Jn 10,12-13).
El “lobo” representa a todos aquellos que, con malignas intenciones, irrumpen contra la unidad del rebaño, es decir, contra los discípulos de Jesús, para minar su fe, sembrar en ellos la desconfianza y “dispersarlos” (Jn 10,12). Por eso, cuando el lobo hace acto de presencia es cuando se ponen al descubierto las intenciones de los corazones de los “pastores” del rebaño, y cuando se puede “discernir”, por su conducta, quién es verdadero pastor y quién un ruin mercenario. Para el pastor, el rebaño es parte de él y su razón de vivir, por eso vive y da la vida para que sus ovejas vivan; y por este motivo se desvive por ellas, conduciéndolas hacia los pastos verdes, guiándolas hacia las aguas frescas y mansas, y buscando para ellas lugares donde puedan sestear sin peligro (Cf. Sl 23,2-3). Pero el mercenario no puede obrar así porque vive encerrado en su egoísmo, y las ovejas no son para él otra cosa que un bien del que quiere sacar el mayor provecho posible, sin importarle prescindir de ellas o sacrificarlas si, en un preciso momento, considera que su propia existencia está en juego. Sí, podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que el rebaño que está en manos de pastores falsos, calculadores y egoístas, se dirige sin remedio hacia la ruina y la muerte.
Jesús, el buen Pastor, no sólo muestra su bondad o belleza entregando su vida por las ovejas, sino también conociendo profundamente a todas y cada una de ellas. De hecho, el verbo “conocer” (ginōskō) tiene un significado densísimo en este contexto, pues conlleva “amar” al otro tal y como es, en su mismidad, y amarlo con todo el ser, integralmente, con la mente, con el afecto, con la comprensión y con la acción concreta que busca su bien, porque desea que el otro viva y viva para siempre. Y es este conocimiento que tiene el Pastor de sus ovejas, el que conduce a que las ovejas le conozcan y le amen también a Él (Jn 10,14), estableciéndose así una íntima y profunda comunión de vida amorosa entre ellos.
Pues bien, este tipo de comunión es la que existe entre los discípulos y Jesús, y siempre está sostenida por el amor con que el Padre y el Hijo se conocen: «Yo soy el buen Pastor; y conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,14-15).
Jesús desea, además, que su acción de Pastor se extienda a todas las ovejas alejadas: «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo Pastor» (Jn 10,16). Estas “otras ovejas” son tanto los israelitas que todavía no creen en Él como los gentiles, a quienes Jesús va a reunir en torno a sí mismo muriendo por ellos en la cruz, tal y como lo desvela cuando algunos griegos quieren “verle”, en el sentido de “conocerle”, un poco antes de su última Pascua: «Cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).
Jesús ha recibido del Padre el mandato de aceptar morir por la salvación del mundo, y el amor incomparable que une al Hijo con el Padre hace que dicho mandato sea lo único que Jesús quiere realizar: «Por esto me ama el Padre, porque entrego mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la entrego voluntariamente. Tengo autoridad para entregarla, y autoridad para recobrarla de nuevo; este es el mandato que he recibido de mi Padre» (Jn 10,17-18). En efecto, Jesús ofrece su vida en perfecta libertad y lo hace sometiéndose completamente a la orden recibida del Padre.
Según lo dicho, la Iglesia, el nuevo y definitivo pueblo-rebaño de Dios, estará formada por aquellos judíos y gentiles que escucharán la “voz” de Jesús, creerán en Él como Mesías e Hijo de Dios, y le seguirán como discípulos suyos, creciendo en comunión de amor con Dios y con el prójimo. Y si la Iglesia es convocada por Jesús y fundamentada en su amor extremo, entonces jamás debe convertirse en un rebaño encerrado a cal y canto en el redil, protegiéndose enfermizamente de los ciertos o posibles lobos, sino que, llena de confianza en Aquel que ha vencido a la muerte y la ha liberado del Príncipe de este mundo que se establece como paladín de todos los lobos y mercenarios (Cf. Jn 12,31), tiene que ser una comunidad abierta a todo el bien que hay en el corazón de todas las personas, sean de la nación, cultura, raza o confesión religiosa que sean.
El empeño misionero y evangelizador no puede faltar en la Iglesia, en cada corazón cristiano y, en particular, en aquel de los pastores. Todos estamos llamados a salir del ámbito cerrado y cómodo de la propia casa y comunidad eclesial para entrar en el grito desesperado de tantas familias rotas, de tanto dolor causado por la incomprensión entre padres e hijos, de tanta desesperación ocasionada por el egoísmo de los poderosos y de tantos políticos interesados únicamente en mantener su rica y cómoda poltrona a toda costa. Sí, en Jesucristo, somos llamados a salir de nosotros mismos para hacer resonar en medio de la miseria humana su “voz” de buen Pastor, estando dispuestos a recoger al hermano perdido y a conducirlo hasta el Señor, para que con su amor le cure las heridas, le salve de la desesperación y le colme de su paz y alegría.
Siempre, y en particular en este día, tenemos que orar y pedir al Señor que envíe “pastores según su corazón” (Jr 3,15), que sean capaces de entregarse completamente al cuidado de los fieles y de luchar por superar las barreras, incomprensiones y distancias que les separan de ellos, para hacer que prevalezcan la confianza, el diálogo, la mutua entrega y la comunión en Cristo.
También los hijos y los jóvenes tienen que ser ayudados a experimentar y conocer el amor verdadero y no-mercenario, y a discernir, detrás de los ataques del mal — que les trata como una mercancía en casi todos los aspectos de su vida, manipulándoles y explotándoles tanto en el pensamiento como en los deseos, afectos y el uso del propio cuerpo —, la huella del buen Pastor que jamás ha dejado de estar junto a ellos, y de buscarlos incesantemente en medio de sus alegrías y sufrimientos. Pero esta ayuda no vendrá, ni siquiera la deben esperar, del gobierno “asalariado” y “embellecido” con buenas palabras y propósitos, pero cuyos intereses por sacar el mayor provecho de los jóvenes, sin importarle su auténtico crecimiento y madurez como personas, es evidente. El fracaso escolar, la mala educación, el alejamiento de la familia, los “botellones”, los abortos provocados cuando apenas se empieza a ser mujer, la violencia callejera y el pansexualismo, dan buena cuenta del trapicheo existente y en el que la juventud es la moneda de cambio.
El lugar primario e irremplazable donde conocer al buen Pastor es la familia cristiana. La madre y el padre están llamados a mostrar la bondad del buen Pastor y de Dios-Padre, “dando la vida” por sus hijos al traerlos al mundo y cuidándolos con celos de amor para que vivan y crezcan en la verdad, sin tener en cuenta los desvelos, cansancios y dolores que ello les puede comportar. Y digo esto porque, en nuestros días, son muchos los padres que, cegados por el pensamiento y las tendencias egoístas de nuestra sociedad, adulteran su “ser imágenes” del Pastor bueno y se convierten en mercenarios de sus propios hijos, a quienes dejan en manos de los “asalariados” del mundo, que no tardan en atacarlos ferozmente a través de la moda, de la publicidad y de las ilusorias promesas de éxito, fama y felicidad. De este modo obran los padres cuando quieren que su hijo no les moleste, ni les estropee sus planes de fin de semana o de fiestas o de viajes, y cuando, dando prioridad a sus ocios y diversiones, dejan de ser fieles a la Iglesia, al único rebaño del Buen pastor, de quien alejan también a su hijo, sin preocuparse de transmitirle la fe, que es el tesoro más excelso que le pueden ofrecer, porque establece una íntima relación con Dios que es la misma Vida y la Felicidad anhelada.
Para dar testimonio del buen Pastor, los padres tienen que vivir unidos a Él y anunciar a sus hijos que Jesucristo les conoce muy bien y que se pueden fiar de Él, porque ellos mismos lo han experimentado en su propia vida, al haberlos liberado de sus muchas esclavitudes y egoísmos, y de la boca de todos los lobos que han irrumpido contra su unión y amor. Sí, los padres tienen que enseñar a cada uno de sus hijos que su unión con el buen Pastor es el deseo más profundo y verdadero del ser humano, y que dicha unión será, asimismo, señal de su madurez y el fruto más excelente de su existencia. Y si esto es así, entonces podemos estar seguros que, de dicha unión y de tales familias, el buen Pastor no dejará de llamar y de enviar a su rebaño “pastores según su corazón”.