He 9,26-31
Sl 21(22),26b-27.28.30.31-32
1Jn 3,18-24
Jn 15,1-8
La imagen de la vid y los sarmientos ilustra, en este quinto domingo de Pascua, la necesidad que tienen los discípulos de Jesús de estar unidos íntima y vitalmente a Él para poder dar fruto. Así lo subraya la expresión “permanecer en”, utilizada dos veces en la segunda lectura (1Jn 3,24) y repetida hasta siete veces en los pocos versículos del fragmento evangélico (Jn 15,4[3].5.6.7[2]).
“Permanecer” (ménō) significa en griego “morar”, tener un lugar común de residencia, y en estos dos contextos en los que es usado indica una relación de intimidad, de fidelidad y de comunión de amor, pues la “permanencia” nace y se alimenta de un diálogo y de una reciprocidad amorosa entre Dios-Padre o Cristo y el discípulo. Dios desea morar en el ser humano y es este deseo el que nos capacita para permanecer en Él, si bien nos reclama como respuesta el “observar sus mandamientos”, y no de cualquier modo, sino “creyendo en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y amándonos los unos a los otros” (1Jn 3,22-23). Es así como el discípulo llegará a ser “morada” de Dios, pues: «Si alguno me ama — dice Jesús —, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
Esta comunión entre el discípulo y Dios, la presenta Jesús en el evangelio a través de la imagen de la vid. Este símbolo tiene un amplio trasfondo veterotestamentario, donde no sólo es utilizado para indicar la prosperidad, la paz y la alegría mesiánica, sino también como figura de Israel (Cf. Is 5,1-7; 27,2-5; Sl 80,9-17; Ez 17,5-10). Jesús, aludiendo indirectamente a su persona divina (“Yo Soy”), se identifica a sí mismo con la verdadera vid (Jn 15,1), es decir, como Aquel en quien se cumplen las promesas y expectativas depositadas por YHWH-Dios en el pueblo de Israel; y, al mismo tiempo, Jesús se contrapone a la estéril vid del judaísmo, en cuanto éste es incapaz de corresponder a los cuidados y esperanzas de Dios (Cf. Is 5; Jr 2,21).
El Padre es el Viñador de esta Vid verdadera, cuyos sarmientos son los discípulos, la Iglesia. Y al igual que el agricultor palestino poda los sarmientos infructuosos de las vides entre febrero y marzo, y arranca los brotes inútiles a primeros de agosto, también el Padre limpia, es decir, purifica del pecado, a los discípulos que están unidos a la Vid-Jesús (Jn 15,2), y elimina a aquellos que no están vitalmente unidos a Él y se asemejan a los sarmientos secos o falsos (conocidos en el argot vitícola con nombres diversos, como por ejemplo “bravos”).
Ejemplo de un sarmiento-discípulo seco o falso puede ser aquel cristiano que, sin dejar de acudir a “prácticas religiosas” (misa, sacramentos, oraciones, devociones, etc.), vive su existencia a su modo y según los parámetros del mundo, sin adherirse interiormente al Señor y a su enseñanza. Por el contrario, el verdadero discípulo-sarmiento es aquel que vive unido a Jesús con una fe viva, existencial, que le impulsa a imitar y a identificarse cada vez más con el Señor, practicando la justicia, la fraternidad, el amor al prójimo y el perdón al enemigo, luchando por la paz y compartiendo sus bienes. En definitiva, no “permanece en Jesús” aquel que simplemente cumple las normas sagradas, sino aquel que ama como es amado por Jesús, tal y como lo dice Juan en su primera epístola: «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1Jn 3,18), y tal y como, bien entendido en términos de la caridad, lo expresa el dicho popular: «Obras son amores y no buenas razones».
Las palabras de Jesús, es decir, su enseñanza, son la fuerza vital (= “la savia”) que transmite el Espíritu a quien las acoge, y que limpia y hace fecunda la vida de los discípulos que “permanecen” en ellas (Jn 15,3.7; Cf. 1Jn 3,22.24). Los discípulos dependen totalmente de Jesús para ser tales (Jn 15,4-5) y, como los sarmientos a la vid, tienen que permanecer unidos íntimamente a Él, en su amor, para llegar a dar fruto. Sólo Jesús es la fuente de la vida (Cf. Jn 14,6), por lo que será inútil que el discípulo la busque en otro lugar o persona.
A veces lo ignoramos y otras no aceptamos que todos necesitamos pertenecer a alguien, o ser de alguien, de manera absoluta y definitiva. Jesús lo deja claro en la alegoría de la vid: si somos “sarmientos” es porque le pertenecemos totalmente. Jesús, la Vid, es la razón más auténtica de nuestro ser y vivir, hasta tal punto que “sin Él no podemos hacer nada” (Jn 15,5). Es verdad que podemos comer, dormir, hacer deporte, construir puentes, edificar rascacielos y fabricar el más potente coche, ordenador o satélite, e incluso podemos llegar a pensar, después de todo eso, que “no necesitamos a Dios para nada” y que “nos bastamos a nosotros mismos”. Como también es cierto que, si ese ensoberbecimiento nos ciega, será cada vez más difícil recapacitar y pensar en Aquel que nos creó, que estableció los tiempos y las estaciones, y que tuvo a bien poner a nuestra disposición los materiales necesarios para que pudiéramos satisfacer nuestras necesidades naturales y llevar a cabo las obras señaladas.
Pero, sea como sea y más allá de lo que podamos realizar y de la actitud que podamos tomar frente a ello, sigue siendo innegable que, por nosotros mismos, “no podemos hacer nada” definitivo que penetre en la eternidad, algo que se plante y eche raíces en el “otro mundo”, que supere la barrera infranqueable de la muerte y nos haga florecer o, dicho sin metáforas, nos haga vivir para siempre en “un cielo y una tierra eternamente nuevos”. Por eso es una noticia maravillosa saber que podemos permanecer unidos a Jesús, ya que Él es la Vid arraigada en la vida eterna, y esta vida, que es comunión con Dios-Padre, no dejará jamás de morar en sus discípulos-sarmientos, aunque les falle la memoria cuando les llegue la vejez o les afecte una enfermedad mental y no sepan ya quienes son. El Espíritu de Jesús, su “savia de Vida”, es el amor de Dios depositado en el corazón del discípulo y la esperanza cierta de que, tras la muerte, les hará fructificar por pura gracia, y no por sus condiciones mentales o físicas, en la eternidad.
No es fácil, sin embargo, permanecer unidos a Jesús y vivir en su amor. Nuestra vida cotidiana se llena de obligaciones, de agobios, de errores, de malentendidos, de incapacidades para realizar las responsabilidades asumidas, y de pecados que minan continuamente las relaciones con los demás (con el esposo o la esposa, con los hijos, con los hermanos,…); a todo esto se suman las incomprensiones mutuas, los rencores y rencillas que duran y duran, los juicios y prejuicios contra el otro a quien ya se ha etiquetado, calificado y descalificado de antemano; y también se añade, ¡cómo no!, el cansancio físico y mental, y la amarga melancolía de ver que los demás nos olvidan y nosotros los olvidamos, a la vez que irrumpen sin previo aviso enfermedades, tentaciones y desengaños. Sí, en medio de ese ciclón, ¿cómo es posible permanecer unidos al Señor, a la Vid, al amor extremo de Jesús? ¿No es un ideal irrealizable, una quimera imposible?
La respuesta sería que ciertamente “es imposible para nosotros, pero no para Dios” (Cf. Mt 18,26). De hecho, Jesús pronuncia las palabras del evangelio hodierno durante la Última Cena, y las dirige a sus discípulos, que lejos de ser un dechado de virtudes, están a punto de abandonarle, negarle e, incluso, maldecirle. Jesús muestra de ese modo que conoce nuestros quebrantos y fragilidades, y que sabe que nuestra débil naturaleza camina formando un trayecto de continuos altibajos; pero afirma, al mismo tiempo, que los discípulos “son sus sarmientos” y éstos, en cuanto tal, necesitan tiempo para formarse y no crecen de golpe o en un instante, como pretende nuestra cultura actual que ocurran todas las cosas y se vean cumplidos todos los deseos, al estar, como está, imbuida en una mentalidad tecnicista extrema.
El proyecto de Dios-Padre, que es el de Jesús, se basa en la verdad de su promesa y ésta mira hacia el futuro (“permanecer”) en el que introduce ya al creyente en esperanza y le reclama, por ello, una respuesta de fe libre, responsable y existencial. Por eso, hasta llegar a ser un sarmiento maduro capaz de dar frutos de vida eterna, es necesario “permanecer unidos a la Vid”, pues primero brotará una yema diminuta, casi imperceptible, después un tierno y vulnerable retoño, al que seguirá una rama, hojas, flores y, finalmente, un sarmiento totalmente hecho, que tendrá que soportar calores, lluvias y vientos — llámense persecuciones, incomprensiones y burlas por causa del Evangelio —, hasta dar el fruto esperado de la uva, esto es, hasta ser capaz de amar con el mismo amor gratuito que ha vivido y vive en Cristo, y con el que dará gloria al Padre (Jn 15,8).
En medio de todo ese desarrollo, nunca debemos olvidar que la savia — el amor extremo de Jesús —, jamás cesa de trabajar, a todas horas, en silencio y a escondidas, impulsando la vida divina por los vasos del tallo, para preparar la vendimia en la que sueña el Padre, cuyo deseo es alegrarse en el buen vino del amor que sale del corazón de sus hijos. Es posible, por tanto, que no logremos permanecer serenamente y sin altibajos unidos a Dios y a la Vid, pero sí que podemos no borrarle jamás del corazón, ni de la mente, en cada uno de esos altos o bajos que vivimos, guardando, meditando y poniendo por obra, en cuanto nos sea posible, sus palabras.
Tenemos que aprender a vivir en esta situación de nuestro caminar cristiano, que es la “normal”, pero sin cesar de buscar y de tratar de llegar a alcanzar la perfección de la imagen de Dios que, en Jesucristo, ha sido grabada en nuestro ser, esperando ser cada día un poco mejores discípulos suyos, es decir, unos sarmientos un poco más crecidos y maduros en su amor, en el mismo amor que, en la Eucaristía, entra a “morar” sacramentalmente dentro de nosotros.