He 1,1-11
Sl 46(47),2-3.6-7.8-9
Ef 4,1-13
Mc 16,15-20
La Ascensión de nuestro Señor Jesús da por concluido el tiempo de sus apariciones pascuales a los discípulos y sella definitivamente, desde la perspectiva humana, su entrada en la gloria del Padre, acaecida ya en su resurrección. Y porque la Ascensión expresa la culminación del amor extremo de Jesús hacia toda la humanidad, la Iglesia celebra con gran alegría y júbilo esta solemnidad, sabedora de que, en su Maestro y Señor glorificado, ya se contempla, en esperanza, sentada ella misma en el seno del Padre.
Después de que Jesús murió, de una muerte tan ignominiosa como fue la crucifixión, habría sido de esperar que, como ocurre con el resto de los mortales, toda su existencia, sus palabras y obras, hubieran quedado en el silencio y el olvido, aunque, por un breve tiempo, hubiesen aleteado algunos de sus hechos, de sus dichos y de su bondad, en los labios y corazones de sus más allegados. Pero no fue ni es así. Su muerte no sólo no significó su final, sino que tampoco supuso la cesación de su presencia entre nosotros, ni el olvido de su Persona, ni la negación de su pretendida gloria. Toda la liturgia de la Palabra vuelve a recordarnos hoy que, después de muerto, el Señor Jesús resucitó, se apareció a sus discípulos y «después de hablarles, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (Mc 16,19). Y nos recuerda, además, que al desaparecer del horizonte terreno, desveló el sentido último de la Pascua y manifestó su filiación divina: Jesús es el Hijo de Dios que, tras vencer a la muerte con su Amor, ha entrado en cuanto (Hijo del) hombre en la eternidad, en el Cielo, en el regazo del Padre.
Su Ascensión, que supone el final de las apariciones y el “ser quitado de la vista física de los suyos” por entrar en la “nube” de la presencia divina (He 1,9; Cf. Ex 13,22), tampoco significó su alejamiento definitivo de los suyos ni el que sus palabras quedasen silenciadas, ya que, en su Espíritu, continúa haciéndose presente en medio de su Iglesia como el Viviente, sin cesar de impulsarla a proclamar el Evangelio y de fortalecerla para que pueda realizar lo que Él mismo le ordenó: «Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo» (He 1,8).
Desde entonces la Buena Noticia se va abriendo camino a lo largo y ancho de toda la tierra: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). Y ante este anuncio jubiloso, los hombres continúan respondiendo con dos actitudes diversas en las que se vislumbran dos destinos por los que cada uno opta encaminarse: «El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado» (Mc 16,16). Por una lado, están aquellos que responden positivamente al anuncio evangélico, lo acogen en la conversión y en la fe, y se entregan a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), haciéndose bautizar y orientando su vida en el seguimiento del Camino de Jesús que conduce a la salvación. Por otro lado, están quienes responden con la incredulidad y el rechazo del Evangelio y prefieren elegir el ancho camino marcado por las expectativas terrenas y mundanas que, inevitablemente, les introduce y conduce hacia la muerte del propio ser, en cuanto esas realidades son incapaces de darles la vida eterna, es decir, de introducirles en la comunión de vida con el Dios uno y trino. Es así, sin embargo, como la pedagogía divina y su amor inmenso y todopoderoso desea salir al encuentro del hombre, para que éste, en su líbero arbitrio y teniendo ante sí las bendiciones y las maldiciones (o el camino de la vida y el camino de la muerte) que se le proponen, tome conciencia de la seriedad de su existencia y asuma con responsabilidad su propia vida.
Según lo dicho, el mensaje de los discípulos está sostenido y garantizado por la presencia del Resucitado, cuyo señorío se evidenciará en los signos eficaces, no mágicos ni milagreros, que se harán presentes tanto para el que anuncia como para el que acoge con fe el Evangelio. Los discípulos reciben dones de lo Alto, es decir, las gracias procedentes de Cristo que necesitan para el servicio y la edificación de la Iglesia y para realizar la misión evangelizadora: «A cada uno de nosotros — dirá Pablo a los Efesios — se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. Por eso dice la Escritura: “Subió a lo Alto llevando cautivos y dio dones a los hombres”» (Ef 4,7-8).
Los cinco tipos de signos listados en el final canónico marcano (Mc 16,17-18) tienen como trasfondo el simbolismo empleado en el Antiguo Testamento (Cf. Is 11,6-8; Sl 91,3), e indican la salvación global e íntegra que recibirá el que cree en Jesús y en el Evangelio.
La expulsión de los demonios significa que todas las fuerzas negativas y de instigación demoníaca que se encuentran en el ser humano y/o le inducen a obrar contra la voluntad de Dios y el anuncio evangélico — como pueden ser el orgullo, la codicia, las pasiones desenfrenadas, el ansia de poder y el odio —, son sometidas, derrotadas y transformadas por la fuerza de la palabra de Cristo y de su Espíritu.
El “hablar lenguas nuevas” indica que el Espíritu Santo es infundido en el creyente, sea de la cultura y de la lengua que fuere, para suscitar en su corazón la alabanza profética al Dios de la vida y de los vivos, al Padre del Resucitado, alejando de su boca la mentira, la falsedad, la ira, la violencia, y suscitando en sus labios y en su propio idioma la “lengua nueva” del anuncio del perdón, de la misericordia, de la comunión y del amor gratuito de Dios manifestado en Cristo-Jesús.
El “agarrar serpientes con las manos” alude a las tentaciones, siempre viperinas e insidiosas, que buscan desviar al creyente de Dios y del camino del seguimiento de Cristo; éstas serán “agarradas”, es decir, discernidas, neutralizadas y sometidas por Cristo en cuanto el creyente opte por Él y por el mensaje evangélico.
El “que puedan llegar a beber veneno sin que les haga daño” significa que si en alguna ocasión se viesen afectados, consciente o inconscientemente, por acciones que tienden a destruir la vida cristiana, y que pueden proceder de las mismas “serpientes-tentaciones”, lograrán salir vencedores por su adhesión a la vida del Resucitado que reciben por la fe, y por el deseo concreto y activo que el Espíritu suscita en ellos de realizar la voluntad de Dios; cumpliéndose así lo que dice San Pablo a los Romanos: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia» (Rm 8,9-10)
Por último, el “imponer las manos sobre los enfermos y curarles” expresa el consuelo del Espíritu de Cristo y la salud espiritual que recibirán los enfermos, al mismo tiempo, las curaciones físicas inexplicables y prodigiosas que puedan darse, por la gracia y potencia del Resucitado, serán un anuncio de la vida que procede de Él y un preanuncio de la futura resurrección.
Estos signos manifiestan que todo está en manos del Hijo, quien gobierna, guía, sostiene y orienta la historia humana hacia su conclusión definitiva el Día de su retorno glorioso. Y en sus discípulos, Jesucristo muestra también su victoria sobre las fuerzas del Mal que aún continúan causando divisiones, guerras, escándalos, discordias y muertes. Esta victoria se formula de otro modo cuando se dice que Jesús, el que bajó a lo profundo de la tierra, “ha subido” a lo más alto de los cielos y está “sentado a la derecha del Padre” (Mc 16,19); ya que esta expresión utilizada por Marcos, y tomada del Sl 110,1 donde se refiere al Mesías esperado, señala simbólicamente que Jesús, en cuanto hombre, ha recibido del Padre el poder de gobernar y juzgar a la humanidad y a toda la creación. Esta verdad late en la frase conclusiva del evangelio hodierno y confirma que los primeros discípulos estaban convencidos de no estar solos en la misión emprendida, sino de tener junto sí al Señor, que obraba prodigios de salvación sobre todo mal por medio de ellos: «Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban» (Mc 16,20).
Por consiguiente, la ascensión de Jesús ni fue ni es una “separación” que debe causarnos lágrimas, dolor o una profunda melancolía, ya que su presencia terrena fue transformada en una presencia espiritual que abarca a toda la creación y se extiende a todos los tiempos y circunstancias. Y su aparente silencio tampoco fue ni es tal, puesto que su voz puede ser escuchada en el anuncio evangélico que resuena a través de sus discípulos en todos los rincones de la tierra. Y si es cierto que su Persona desapareció de la vista física de sus conocidos y amigos, también es verdad que, gracias a la evangelización, se deja reconocer y amar ahora por una muchedumbre inmensa que abarca todo tipo de lenguas, pueblos, razas y naciones (Cf. Ap 5,9), revelándose como el Viviente que obra en su Iglesia a través de la Palabra, de los sacramentos y de “las manos” de sus discípulos.