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Luz en mi Camino

20 mayo, 2024 / Carmelitas
Domingo de la Santísima Trinidad (B)

Dt 4,32-34.39-40

Sl 32(33),4-5.18-19.20.22

Rm 8,14-17

Mt 28,16-20

    Los cristianos celebramos hoy el profundo misterio del mismo ser de Dios, que nos ha sido revelado como relación paterno-filial vivida en una unión plena, total y perfecta de mutuo Amor. Este misterio, que conocemos con el nombre de “la (Santísima) Trinidad”, es el misterio a cuya imagen fuimos creados y en el que “vivimos, nos movemos y existimos”.

    Los hebreos lo rechazan apelando a la oración del Shemá (= Escucha) que repiten diariamente, mañana y tarde, y en la que proclaman su fe monoteísta y la unicidad de YHWH-Dios: «Escucha, Israel: El Señor (es) nuestro Dios; el Señor (es) uno» (Dt 6,4). También los musulmanes lo niegan, afirmando el monoteísmo de Alá y la primacía de su profeta Mahoma, y diciendo en el Corán a los cristianos (“Gente de la Escritura”): «¡No digáis: “Tres”! ¡Basta ya! Será mejor para vosotros. Dios es sólo un Dios Uno. ¡Él es demasiado glorioso y elevado para tener un hijo! ¡Dios basta como protector!» (IV.171). Para unos y otros el misterio profundo de Dios-Trinidad es considerado politeísmo, y permanece escondido e incomprendido para ellos porque no acogen a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, pudiéndoseles aplicar la palabra de Dios transmitida por S. Pablo: “Hasta el día de hoy, siempre que [hebreos o musulmanes] leen a Moisés [o al Corán], un velo está puesto sobre sus corazones. Pero cuando [alguno de ellos] se convierte al Señor, se arranca el velo» (2Cor 3,15-16) del Misterio mismo de Dios que, en Jesucristo, nos ha sido manifestado.

    La palabra “misterio” (mustērion) procede del verbo griego múein, que significa literalmente “cerrar (los labios/la boca)”. Y a diferencia de su habitual comprensión popular, “misterio” no hace referencia en su uso bíblico a una realidad oscura, enigmática, mágica e incomprensible, sino a un secreto que Dios revela a alguien en la intimidad del amor y de la confianza, reclamando a quien lo recibe que mantenga su confianza en Él para poder crecer en un conociendo mucho más profundo de dicho misterio. Además, este secreto es esencial para la vida de aquel a quien ha sido revelado (como lo es, por ejemplo, el Decálogo para Israel y, por medio de él, para toda la humanidad). Esto significa que el misterio trinitario de Dios es fundamental para que el ser humano pueda vivir y alcanzar su perfección y plenitud. El que desvela este secreto es Jesús, el Hijo que, desde su total entrega en la cruz por la salvación de los hombres, revela a Dios como Padre y como don total de Amor y de Vida en el Espíritu.

    Al final del evangelio de Mt, Jesús resucitado, establecido gloriosamente como Rey y Juez universal, condensa en su mandato misionero esta verdad de Dios en la que Él “ha bautizado” a sus discípulos. Sobre ella les ha enseñado y en ella les ha introducido a lo largo del discipulado, preparándoles, de ese modo, para que la anuncien y puedan “bautizar”, es decir, sumergir completamente en esa misma relación de amor trinitario que ellos viven, a toda humanidad: «Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizando a cada uno en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Esta fórmula trinitaria (que de ningún modo es un anacronismo; Cf. Mt 3,13-17; 1Cor 12,4-6; 2Cor 13,13; Didajé 7,1) sintetiza la enseñanza que Jesús ha impartido sobre Dios a lo largo del evangelio a sus discípulos (y a las muchedumbres). Algunos ejemplos servirán para ilustrarlo.

    Jesús ya habla de Dios como Padre de los discípulos en el Sermón de la Montaña, y les exhorta a realizar obras buenas para dar gloria “a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16) y a amar a los enemigos y a orar por los que les persiguen para ser hijos de “vuestro Padre celestial” (Mt 5,45), y a practicar la limosna, la oración y el ayuno buscando exclusivamente ser recompensados por el Padre celeste (Mt 6,1-18). De hecho, el conocimiento acerca del Padre bueno que “da cosas buenas a los que se las pidan” (Mt 7,11) atraviesa todo el Sermón y encuentra su núcleo central en la oración del Padrenuestro (Mt 6,9-13), la cual tiene que impregnar y guiar toda la existencia del discípulo.

    En cuanto término correlativo, “Padre” reclama necesariamente la presencia del Hijo, esto es, de Jesús. Simón-Pedro es el primer hombre que proclama esta filiación divina de Jesús, cuando en las cercanías de Cesarea de Filipo le confiesa como «¡El Cristo, el Hijo de Dios vivo!». Ante estas palabras, Jesús reacciona bendiciendo a Pedro y enraizando su confesión en el mismo Padre: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,16.17). Es evidente, por lo tanto, que los discípulos, siguiendo a Jesús en la conversión y la fe, van conociéndole cada vez más y descubriéndole, por “revelación divina”, como Hijo de Dios y, en consecuencia, conociendo a través de Él a Dios como Padre, como el Padre a quien Jesús — lleno del Espíritu (Cf. Lc 10,21) — bendice por revelar el misterio de su ser a los sencillos (Cf. Mt 11,25-27).

    También el Espíritu Santo está presente desde el inicio del evangelio hasta su conclusión, y siempre aparece unido a Jesús y al Padre. María, por ejemplo, se encuentra encinta por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18.20), es decir, el Espíritu del Padre engendra en el seno de María a Jesús que es el Hijo, el Emmanuel (= Dios-con-nosotros; Cf. Mt 1,21-23). Juan el Bautista proclama que detrás de él viene “el más fuerte que él que bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3,11). Y Jesús, “el más fuerte”, expulsa los demonios por medio del Espíritu de Dios, manifestando que el Reino de los Cielos ha llegado en su Persona (Mt 12,28). Además, algo que todos tenemos que tener muy en cuenta es que el Espíritu Santo, en el que Jesús ama y vive, el Espíritu que entrega desde la cruz para la salvación de los hombres (Mt 27,50), nunca debe ser blasfemado, so pena de ser condenados eternamente (Mt 12,32).

    También las tres Personas divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu, aparecen en el momento del bautismo de Jesús (Mt 3,13-17) y en el momento de la crucifixión, cuando Jesús, el Hijo (Mt 27,54), se dirige al Padre (Mt 26,39.42) como “Dios mío”, y tras haber cumplido perfecta y plenamente su voluntad “entrega su Espíritu” (Mt 27,50). Y también las podemos descubrir en el momento de la Transfiguración, donde el Espíritu estaría representado por la nube luminosa que cubre a todos los presentes con su sombra (Cf. Lc 1,35), el Padre estaría “escondido” detrás de la voz proveniente de la nube, y el Hijo amado estaría presente en la Persona de Jesús (Cf. Mt 17,5).

    Basten estos ejemplos para confirmar que la Trinidad queda desvelada por medio de la enseñanza y la Persona de Jesús, y que a ella se accede a través del discipulado. Sólo la conversión y la fe, que unen íntimamente al creyente con Jesús, dan acceso al conocimiento del Dios uno y trino. Por eso Jesús ordenará a los Once, y en ellos a toda la Iglesia, a que vayan y “hagan discípulos a todas las gentes, bautizando a cada uno en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. La misión apostólica tiene como finalidad esencial el discipulado, del que los Once son paradigma.

    La gran novedad del Nuevo Testamento es, por tanto, la revelación del ser mismo de Dios, de su modo de ser en sí mismo una relación de Personas en comunión perfecta de Amor. Por eso, la evangelización, el envío a hacer discípulos a toda la humanidad, aúna el anuncio salvífico y la revelación del misterio de Dios. Podemos decir que la familia cristiana, iglesia doméstica, es el primer y más importante lugar de evangelización, por lo que perseguir, acosar e intentar destruir la familia es perseguir a Cristo (Cf. He 9,5). Y aunque tengamos poca conciencia de la importancia del bautismo, la razón primera y última para que unos padres creyentes traigan un hijo al mundo no debería ser otra que para «bautizarle en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Ahora bien, el bautismo no debe entenderse como algo estático o pasivo, como algo que uno recibe en el momento del sacramento y que queda reducido a ese acto eclesial, sino que, contemplando el evangelio, tenemos que comprender que el bautismo abarca toda la vida del creyente, y en particular del hijo recién bautizado a quien los padres ayudarán a entrar en la verdad trinitaria de Dios, enseñándole a practicar todo lo que Jesús ha ordenado, sabiéndose ellos mismos discípulos de Jesús que preceden a su mismo hijo y garantizan su crecimiento en la fe.

    El bautismo se hace, como nos dice Jesús, “en el Nombre de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Pronunciar “el nombre de Dios” sobre alguien significa emplazarlo bajo el señorío del Nombre invocado, esto es, arrancarlo del dominio del mal, del pecado y de la muerte, del sinsentido de la vida, de la dispersión del politeísmo y del terror de la propia soledad encerrada en el egoísmo, e introducirlo en la fuente de la Vida y del Amor que es Dios. Y el Nombre de Dios, además de ser trino, no es el Nombre de un Dios lejano, ausente, aislado e inalcanzable para el ser humano, sino el Nombre que expresa la Morada de los verdaderos afectos, de las relaciones plenas, de la comunión y de la entrega total de cada Persona, siendo un único Nombre, una absoluta Unidad y una radical Diferencia.

    Mientras el politeísmo divide y dispersa a la persona en el sinfín de dioses que le reclaman adoración, el Dios único y trino la unifica y la conduce a su verdadero centro porque la introduce en la comunión de vida y de amor con Él; a diferencia de los dioses que no son sino imágenes proyectadas de los propios deseos o anhelos humanos, simples espejismos que dejan al hombre vacío, hambriento y sediento de todo aquello que buscaba y pensaba encontrar en ellos. La soledad inicial del ser humano, el “no es bueno que el hombre (varón y hembra) esté solo” (Gn 2,18), se desvela ahora en Jesús como la palabra divina que apuntaba hacia la unión del hombre (varón y hembra) con Dios mismo, y de ese modo con todos sus semejantes, porque ninguna otra unión es capaz de llenar la soledad humana, ninguna otra unión puede hacer que el hombre no se encuentre o se sienta solo.

    Dios manifiesta su Nombre para que podamos conocerle, entrar en auténtica relación con Él y dirigirnos a Él como conviene, desde la verdad y realidad más profunda de nuestro propio ser, creado “a su imagen y semejanza”. A través de Jesús, Dios se nos da a conocer como Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos introduce en la misma comunión de amor que unifica a las tres Personas. El bautismo indica el camino y la dirección a seguir, confirmando y sellando en el creyente que es hijo y heredero de Dios y que, por tanto, su morada definitiva, hacia la que tiene que tender, no es otra que el seno mismo de la Santísima Trinidad. Y tal es lo que, con otras palabras, nos dice el Apóstol Pablo en su carta a los cristianos de Roma: «El Espíritu [de Dios] y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él para ser también con Él glorificados» (Rm 8,14-17).

 

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