Desde que era muy pequeña tuve muy claro que quería ser médico. Mi abuelo lo era y yo sentía por él gran admiración, lo cual, supongo, que me llevó a querer imitarle en lo que hacía.
Nací en una familia cristiana, de misa dominical y prácticas religiosas al uso. Desde pequeña yo he sido también católica, primero por inercia y después por convicción propia. He pasado toda mi niñez y mi juventud colaborando en una parroquia, con gente maravillosa, a la que, junto con mi familia, le debo gran parte de lo que hoy soy. Los grupos a los que he pertenecido me han ayudado a crecer como cristiana comprometida. Me han ayudado a intentar llevar la Palabra de Dios a todos los rincones de mi existencia, y por supuesto, a mi profesión como médico.
A priori, cuando uno decide que su vocación es ser médico, parece más fácil si, además, eres creyente; de hecho esa es la base de un buen cristiano, ¿no?: dedicar tu vida a ayudar a los demás y, ¿qué mejor momento que un trance tan difícil como es la enfermedad?, ¿quién va a poder ayudar mejor a un enfermo que un cristiano? Pues más aún un médico cristiano. La teoría me la sabía muy bien, o eso creía yo…
En realidad la cosa no es tan sencilla.
Creo que no tenemos ninguna fórmula mágica. O, por lo menos, a mí me ha costado mucho decubrirla, y de eso es de lo que quiero hablar hoy.
(Ver artículo completo publicado en Boletín Informativo de la Provincia carmelita de Aragón, Castilla y Valencia, nº 36, pinchando en el enlace) El_rostro_de_Dios_Boletin_nº_36_enero-marzo 2021