Sb 1,13-15; 2,23-25
Sl 29(30),2.4.5-6.11-12a.13b
2Cor 8,7.9.13-15
Mc 5,21-43
En el evangelio del domingo pasado, Jesús dejaba entrever su soberanía divina al poner orden en los elementos naturales, y hoy se vislumbra nuevamente su realidad divina en los dos milagros narrados, en los que se muestra como Señor de la vida y como Aquel que encarna la verdad revelada en el libro de la Sabiduría, esto es, que “Dios no se complace con la muerte y con la destrucción de los vivientes, ya que todo lo ha creado para que subsista” (Sb 1,13-14).
A diferencia de los pueblos del Medio Oriente Antiguo que creían en la existencia de una vida en el más allá, e incluso, como los griegos, en la inmortalidad del alma, los hebreos tardaron muchos siglos hasta creer en una verdadera vida después de la muerte. Hasta el s. ii a.C., era común pensar que los muertos iban al Sheol donde tenían una no-existencia, pues carecían de conciencia, de energía, de deseos y de relación alguna entre sí; eran “sombras” olvidadas por Dios en el reino de la oscuridad (Cf. Sl 6,6; 88,11-13). Sin embargo, en tiempos de Jesús, la mayoría de los judíos se adherían a la doctrina farisea de la resurrección, aunque algunos grupos aferrados a las creencias antiguas, como los saduceos, la negaban.
El libro de la Sabiduría, escrito seguramente en Alejandría hacia la mitad del s. i a.C., afirma que Dios no creó la muerte. Nuestro deseo de vivir eternamente procede, precisamente, del mismo acto creador del Dios vivo que ama la vida (Cf. Sb 2,23). Por eso, el autor no habla aquí de muerte biológica, que en cuanto criaturas a todos nos alcanza y que, en sí misma, no es un mal absoluto, sino de la muerte existencial que entra en el mundo por envidia del Diablo (Sb 2,24). Es la muerte provocada por el pecado (Cf. Sb 1,12), es decir, por el odio y por los deseos de venganza, de violencia, de inmoralidad y de envidia, que separan a la persona de Dios y le dejan sumida en su propio egoísmo, a merced del mal que la esclaviza y le hace vulnerable a las insidias del Maligno. Esta muerte se experimenta aunque se goce de una salud física envidiable. Sólo Dios es la fuente de la vida y sólo de Él procede la luz que ilumina el camino que conduce a la unión con Él (Cf. Sl 16,9).
El evangelista superpone y entrelaza, en esta extensa lectura, dos obras de potencia de Jesús, en las que la vida o bien se va perdiendo por causa de una enfermedad (Cf. Sl 30,3-4), o bien es suprimida por la misma muerte. La acción se desarrolla en Cafarnaúm, ciudad de residencia de Jesús durante su ministerio galileo. En torno a Él, se ha reunido una gran muchedumbre que le oprime y apretuja por todos los lados. Un jefe de la sinagoga, esto es, uno de los encargados de dirigir el culto litúrgico, se le acerca y le ruega con insistencia que vaya a curar a su hija agonizante. El nombre de este fariseo ya da a entender simbólicamente el final victorioso de su misma petición, pues Jairo significa: “YWHW ilumina (o resucita)” (Cf. Jue 10,3).
Los elementos que vinculan ambos milagros son numerosos: (i.) El número doce, referido a los años que dura la enfermedad de la hemorroísa y a los años de la hija de Jairo; (ii.) La postración ante Jesús, como reconocimiento implícito de su divinidad; (iii.) La fe en Jesús; (iv.) El que sean mujeres las beneficiadas por la acción taumatúrgica de Jesús; (v.) El contacto con Jesús, bien tocando su manto, o bien porque Él mismo coge la mano de la niña. Sin embargo, quiero detenerme en tres aspectos que, a mi parecer, son fundamentales en nuestro camino cristiano y que están fuertemente relacionado entre sí, en concreto: la vida, la fe en Jesús y, podríamos decir, sus precedencias.
En primer lugar, el deseo de conservar la vida es evidente en ambos milagros. Es claro en Jairo respecto a su hija enferma, pero también en cuanto a la hemorroísa, cuya existencia está muy limitada y condicionada. Su enfermedad le hace vivir como una “muerta” en relación con Dios y con los demás. La pérdida de sangre, según establecía la Ley mosaica (Lv 15,19-30), le impedía participar en el culto y le prohibía entrar en contacto con los demás, para no contaminarlos y verse ellos mismos obligados a realizar los pertinentes ritos de purificación para volver a ser readmitidos al culto. Por consiguiente, esta mujer sufría tanto físicamente, por el flujo de sangre (símbolo de la vida), como espiritualmente, al verse excluida del ámbito socio-religioso. Y en su búsqueda por recuperar la salud y la vida normal, impulsada por una mentalidad supersticiosa, había visitado a los médicos y a los curanderos más afamados, hasta gastar toda su fortuna y verse ahora con dificultad para satisfacer sus necesidades vitales.
Movida aún por su superstición, pero segura también de que ya no podía ser curada por médico alguno, se acerca a Jesús tras haber escuchado que de Él emana una fuerza sobrehumana (Mc 5,27); y lo hace con una confianza simple e ilimitada, diversa a aquella previa, puesto que, en esta ocasión, ya no pretende pagar con dinero, ni confía en la medicina o en la magia. Lo que ahora le ocurriese sería únicamente obra de Dios, del Dios a quien anunciaba Jesús, un profeta poderoso en palabras y obras. Por eso se decía a sí misma: «Con que logre tocar solamente sus vestidos, seré salvada» (Mc 5,28). Este pasivo teológico: “seré salvada”, tiene por agente a YHWH-Dios, que actúa en Jesús. Y tal y como esperaba, le ocurrió: al tocarle, supo que había recobrado la salud.
Pero Jesús no se conforma con “curar” y devolver la salud o la vida natural que, después de un tiempo, más o menos extenso, se vuelve a perder. Su don es la vida y la salvación eterna, y es aquí donde aparece el segundo aspecto: la fe. Ésta exige un encuentro personal con Jesús y reclama creer con el corazón y confesar con la boca la salvación recibida de Él (Cf. Rm 10,9). Jesús mismo la suscita. Tras reconocer la fuerza espiritual (y no mágica) que, procedente de Dios, en cuyo Espíritu vive y actúa (Cf. Mc 1,10-11), ha salido de Él porque alguien, confiando en que Dios obra por medio de Él, le ha “tocado”, mira a su alrededor para establecer una relación personal con aquella que ha recibido tal gracia. No quiere reprenderla porque, teniendo flujo de sangre y conociendo las prescripciones legales, le ha tocado, sino que desea animarla con su palabra y ayudarla a pasar de la curación física a la curación espiritual, mediante una fe auténtica en Él en cuanto Mesías (a lo que apunta el temblor, el temor y la postración; Cf. Mc 5,33). Por eso, después de confesar lo que ha ocurrido y hacer público que todo se debe a Jesús y a su unión con Dios, le anuncia el Señor la “salvación total”: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Mc 5,34). En definitiva, por medio de Jesús, la hemorroísa es introducida en la familia de Dios (“hija”), de quien recibe la “paz”, es decir, todas las bendiciones que preludian la salvación eterna.
También en el otro milagro está en juego la fe, pero no aquella de la niña, sino aquella del padre. Jesús aprovecha la muerte de la hija para conducir a su padre a la fe en Él en cuanto Mesías. Jairo se había aproximado a Jesús confiando que Dios obraba en Él, y, suplicante, se había echado a sus pies, pero Jesús quiere que crezca en la fe y le pide que tenga fe en su palabra: «No temas, tan sólo cree» (Mc 5,36), lo que conlleva confiar plenamente en su Persona. Sólo porque esto es así, Jairo verá que lo que expresa su nombre lo cumple Dios en Jesús, en su acción potente y victoriosa sobre la muerte (un signo anunciado para los tiempos mesiánicos; Cf. Is 29,18-19; Lc 7,22). Además de los padres de la niña, tres discípulos garantizarán con su testimonio la realidad de esta vivificación.
En ambos casos, por tanto, se subraya que la fuerza de la fe en Jesús supera el poder de la antesala de la muerte (como es la enfermedad) y la muerte misma junto con sus consecuencias, como son la separación de Dios, del prójimo y la pérdida de la vida (eterna). Jesús, en sí mismo y con su palabra eficaz y potente, henchida de Espíritu y Vida, es capaz de sanar a ambas mujeres y a Jairo, y de introducirles en una íntima comunión de vida con Dios.
Por último, el que Jesús se dirigiese inicialmente hacia la casa de Jairo, pero, por causa de la hemorroísa, se detuviese, reclama reflexionar brevemente sobre las precedencias de Jesús. Nosotros quizá no nos hubiéramos sentido muy tranquilos ante esta interrupción, pues: ¿Acaso no ha sido por detenerse por lo que, en el ínterin, ha muerto la niña?; ¿No tiene precedencia el problema de Jairo sobre lo demás?; ¿No muestra Jesús cierto desinterés y desconocimiento de la trágica situación de aquella niña, al detenerse ante algo que tiene menor importancia? Si en lugar de Jairo ponemos nuestro nombre y nos emplazamos en su situación, seguramente tendríamos muchas más cuestiones que plantear que estas expuestas. Mas también en esto Jesús es Maestro y nos enseña. La fe en Él supone esperar en Él, entrar en sus tiempos y conocer sus preferencias que, en realidad, se centran en buscar el corazón de todos y ganarlos para Dios.
Jesús quiere salvar a la niña y lo va a hacer, pero Jairo tiene que ser llevado a la fe en Jesús, en cuanto Mesías (aunque sólo con su muerte y resurrección quedará plenamente revelada su Persona), viéndose enfrentado a la realidad de que su hija ha muerto y sintiéndose “obligado” entonces a creer en Jesús más allá de toda esperanza humana.
Pero entremedias, hasta que esto ocurre, Jesús dedica todo el tiempo del mundo para salvar otro corazón en el que, no obstante su estado “mortal”, está repuntando la vida por una fe incipiente. Y lo hace en esta ocasión ante los ojos de toda la gente, para que comprendan que Él es la vida. Tanto es así que, al curar a aquella mujer, dentro de sí misma y ante la sociedad, lo hace superando las leyes imperantes. A ella la restituye su dignidad de persona ante los demás y muestra, con ello, que su pureza hace puro al impuro que se aproxima a Él con auténtica confianza, y no al contrario. Jesús es el “puro de corazón” que purifica los corazones, manchados por el pecado, de todos aquellos que creen en Él.
Jesús nos enseña así que, cuando dedicamos nuestro tiempo al servicio de personas concretas, tenemos que aprender a tener un corazón abierto para ayudar, al mismo tiempo, a aquel necesitado que se cruza en nuestro quehacer y que, de algún modo, nos modifica el programa de bien que tenemos en marcha. En estas ocasiones, no es raro que actuemos por obligación, con frialdad y con rabia contenida. Este modo de obrar no enseña nada bueno. Jesús no respondió así a la hemorroísa, sino que se movió hacia ella consciente de su estado de “muerte”, para conducirla a su corazón amoroso, al encuentro íntimo con Él y, por tanto, con el Dios que da y es la vida que aquella mujer buscaba.
Hoy son muchos los cristianos que, a semejanza de la muchedumbre, están cerca de Jesús, escuchando su palabra y “tocándole” en los sacramentos, sobre todo, en la Eucaristía, pero que permanecen instalados en una vida insulsa, detenidos en sus vicios, o en su carácter intratable, o en sus palabras ofensivas, o en la seguridad de vivir que les da su propia fuerza y sus dineros. Son “muchedumbre” que se agolpa junto a Jesús pero sin “tocarlo” realmente, ya que se quedan en lo exterior, en lo agradable que resulta su enseñanza, pero sin permitirle penetrar en su corazón y sin dejar que Él mismo les introduzca en el suyo. También nosotros mismos tenemos que preguntarnos hoy si no formamos parte de esta “muchedumbre”, o si, al igual que la hemorroísa y Jairo, “tocamos” a Jesús con la fe y confiamos plenamente en la acción del Dios de la vida que se manifiesta y actúa en su persona, obras y enseñanza.