Is 49,1-6
Sl 138(139),1b-3.13-14a.14b-15
He 13,22-26
Lc 1,57-66.80
La Iglesia celebra hoy el nacimiento de Juan el Bautista, el Precursor del Señor. Él es el enviado por Dios para dar testimonio de su Hijo encarnado y conducir a todos a creer en Él (Cf. Jn 1,7.15). En Juan, el más grande nacido de mujer, el Antiguo Testamento alcanza su culminación (Cf. Mt 11,11) para dar paso a la irrupción del Nuevo Testamento en Cristo-Jesús, cumplimiento perfecto de las promesas de Dios depositadas en el pueblo de Israel.
Muchos rasgos de la persona y de la predicación del Bautista se asemejan al Mesías del que es Precursor y al que anuncia preparándole un pueblo bien dispuesto. La primera lectura de Isaías es el segundo canto del Siervo de YHWH, de clara dimensión mesiánica se aplica hoy a Juan el Bautista. El Bautista es un profeta, un enviado por Dios a anunciar la salvación que, haciendo suyo el mensaje divino que Él mismo proclama, anticipa la misión y los rasgos de Cristo.
El arma que usa el Siervo, y también Juan y sobre todo Jesucristo, es la palabra de Dios. Ésta se convierte en espada afilada y en saeta aguda (Is 49,2), armas de ataque y no de defensa, por lo que el Siervo tiene la iniciativa a la hora de desarrollar su misión, sin que nadie se lo pueda impedir. La palabra del Bautista ha resonado con fuerza en todo Israel, predicando un bautismo de conversión para la remisión de los pecados (Cf. Lc 3,3), a veces con palabras duras que moviesen los corazones de sus oyentes y los dispusieran para recibir la acción misericordiosa de Dios (Cf. Lc 3,7). No tuvo miedo Juan de nadie, tampoco de Herodes a quien acusó de adúltero sin temor a perder la vida. Sí, en efecto, la vida del Siervo se pone en juego por ser fiel a su vocación, pero también es verdad que dicha vida está asegurada bajo la protección poderosa de Dios, oculta “a la sombra de su mano”, guardada “en su carcaj” (Is 49,2). Consciente de la misión recibida de Dios desde “el seno materno”, el Siervo se entrega totalmente a realizarla y Dios podrá manifestar su gloria en él (Is 49,3). Y esto es lo que ha acontecido en la historia del Bautista.
Lucas describe el nacimiento de Juan en paralelo con aquel de Jesús, y delinea una serie de rasgos muy importantes acerca de él que nos ayudan a comprender su persona y el valor de su ministerio en relación con Jesús. En primer lugar podemos señalar su nacimiento, marcado por la alegría y el gozo, que es signo de la presencia de Dios y anticipación en la vida del Bautista de la Alegre Noticia que trae y es, en sí mismo, Jesucristo. Esta alegría también está presente en el nombre del Bautista: Juan, que significa “El Señor es favorable” o “El Señor da la gracia, el amor”. Teniendo en cuenta que, según el pensamiento semita, el nombre sintetiza la realidad, las peculiaridades y el destino de una persona, “Juan” expresa el misterio de la persona y del ministerio del Precursor, en cuanto anunciador de la irrupción de la gracia y del amor de Dios a favor del hombre en Jesús. El nombre del Bautista sella por tanto su nacimiento y profetiza ya el amor misericordioso y gratuito de Dios que se hará presente en su Hijo encarnado (Cf. Lc 1,13-14.56.60.63).
Otro elemento que aparece en el texto evangélico respecto a Juan el Bautista es su circuncisión, el signo carnal que explicita la alianza establecida entre Dios e Israel (Cf. Lc 1,59). Juan es un judío y pertenece a un pueblo en el que tiene que anunciar que el cumplimiento perfecto y nuevo de dicha alianza ya se encuentra en medio de ellos y es Jesús de Nazaret. El Bautista tiene la misión de dirigir toda la atención de Israel hacia el misterio de la redención encarnado en Jesús, tal y como dice Pablo en su discurso a los judíos de Antioquía de Pisidia: «Juan predicó como Precursor, ante su venida, un bautismo de conversión a todo el pueblo de Israel. Al final de su carrera, Juan decía: “Yo no soy el que vosotros os pensáis, sino mirad que viene detrás de mí aquel a quien no soy digno de desatar las sandalias de los pies» (He 13,24-25).
El tercer rasgo que podemos señalar es la vida oculta y nómada vivida por Juan hasta que llegó el momento de llevar a cabo su misión públicamente: «vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel» (Lc 1,80). Al igual que Jesús, Juan “crece y se fortalece en el espíritu”, es conducido al desierto, a la soledad, a la oración, a la pobreza, al desprendimiento de las cosas del mundo, a la libertad en la voluntad de Dios. Su alimento y fuerza la encuentra, como Jesús, en la Palabra de Dios y, al igual que su Señor, anuncia la cercanía del Reino de Dios y la necesidad imperiosa de convertirse.
La persona y la vida de Juan se asemejan a las de su Maestro de quien, siendo el Precursor, se muestra asimismo como discípulo-siervo que se identifica con Él y como apóstol que le anuncia y testimonia hasta la muerte. Efectivamente, también en su muerte violenta, Juan se manifiesta como testigo de la verdad que de parte de Dios proclamaba y se asemejó a la muerte de Jesucristo, el camino, la verdad y la vida de todo verdadero profeta (Cf. Mt 11,9-15).
La vocación del Bautista provenía, en efecto, de Dios, que ya la autentificaba incluso antes de que naciera. Por medio del arcángel Gabriel se la da a conocer a su padre Zacarías (Cf. Lc 1,14-17) y posteriormente, en el momento de la visita de María a su madre Isabel, hará que Juan quede lleno del Espíritu Santo y que, saltando de gozo en el seno materno, anuncie la presencia del Señor en las entrañas de María y, por tanto, en medio de su pueblo y de toda la humanidad. Por consiguiente, la vocación es totalmente un don de Dios que, al mismo tiempo, como también lo muestra Juan desde antes de nacer, reclama la respuesta humana que asuma plenamente dicho don y lo ponga por obra hasta sus últimas consecuencias.
La vida, el ministerio y la voz del Bautista continúan siendo importantes en la vida cristiana. Toda su persona, como dice el cuarto evangelista, continúa dando testimonio de Jesús y clamando: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo» (Jn 1,15). Gracias a Juan, se nos invita nuevamente hoy a prepararnos para acoger a nuestro Señor Jesucristo con una renovada conversión y una fe más plena, y a hacernos discípulos suyos con una entrega y generosidad total, de modo que su gracia no sea vana en nosotros y produzca frutos de vida eterna.