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Luz en mi Camino

28 junio, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. San Pedro y san Pablo, apóstoles

He 12,1-11

Sl 33(34),2-3.4-5.6-7.8-9

2Tim 4,6-8.17-18

Mt 16,13-19

    La Iglesia celebra en este día la solemnidad de los grandes apóstoles Pedro y Pablo. Acerca de ellos nos hablan las lecturas de la liturgia eucarística. Iluminado por el Padre, Pedro proclama en el evangelio la mesianidad y filiación divina de Jesús, y recibe la misión de ser la roca sobre la que se edificará la Iglesia. También la primera lectura nos habla de Pedro, de cómo Dios le cuida providentemente para que continúe su misión como cabeza de la Iglesia. En la segunda lectura es Pablo el que habla sobre su cercana muerte, previendo que será condenado y asesinado, pero seguro de la ayuda del Señor y, por tanto, de su salvación.

El evangelio ilumina dos aspectos del ministerio petrino. En primer lugar está la confesión o profesión de fe del apóstol: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (16,16). Esta proclamación constituye el “depósito” de la fe que la Iglesia recibe y tiene la misión de transmitir. Es el núcleo de la Buena Noticia que asombra a Pedro y que nadie puede inventar o comprender por sí mismo, pues procede de Dios mismo que lo revela como don: «Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16,17). Creer que Jesús al Hijo encarnado es una gracia divina, a la que el hombre agraciado debe responder con fe, entrega total de sí mismo y profundo y sincero agradecimiento.

    El segundo aspecto lo desvela Jesús constituyendo a Pedro como “piedra” de la Iglesia. Diversos símbolos se aúnan para iluminar esta misión del apóstol: la piedra, las llaves y el combate. La piedra expresa solidez, seguridad, firmeza. Por eso en el AT se asociaba este símbolo a Dios, refugio y bastión inexpugnable del justo (Cf. Sl 18,3.32.47). Por lo tanto, la Iglesia no está edificada sobre arena, sino sobre la roca, es decir, sobre Pedro, que ha sido transformado en roca por la revelación divina y por su fe en dicha revelación.

    La llave es signo de poder legítimo y soberano sobre algo. En este caso, el “atar y desatar” sitúa este poder en el ámbito jurídico y en relación con el destino de una persona. A ningún otro le ha sido dado una misión y un poder similar al recibido por Pedro. Él es el primero entre todos los demás apóstoles y el que recibe la autoridad para servir a la Iglesia en conformidad con la voluntad de Dios manifestada en Cristo-Jesús (Cf. Jn 20,5-6; 21,15-19).

    La uso de la terminología militar: “no la derrotará”, señala una victoria segura y permanente de la Iglesia sobre las fuerzas del mal. Las palabras de Jesús ― “palabras de Dios”, “palabras de la Palabra encarnada” ― sellan la fe de Pedro, que es la fe de la Iglesia. Tanto en Pedro como en la Iglesia están presentes inseparablemente ambos aspectos: el aspecto de la gracia divina y el aspecto de la fe en cuanto respuesta humana.

    La primera lectura podemos considerarla como un ejemplo de cómo las fuerzas del mal no prevalecen sobre la Iglesia. Todo se desarrolla en la noche, signo del mal que se ha desatado contra los cristianos por medio de Herodes. Sin embargo, la última palabra no la tiene el impío rey humano, sino el Rey divino, cuya victoria se manifiesta escuchando el clamor de la comunidad orante y enviando seguidamente a su ángel, en cuya presencia ilumina la oscuridad de la prisión y abre el camino que conduce a Pedro a la libertad. De este modo, Pedro podrá continuar guiando a la Iglesia hasta que concluya su misión con el martirio en Roma.

    Los dos aspectos señalados también están presentes en la segunda lectura. Por una parte, el apóstol Pablo afirma que el Señor, “juez justo”, siempre ha estado a su lado, fortaleciéndole para anunciar el Evangelio a los gentiles, liberándole de la muerte cuando ésta parecía abalanzarse contra él del modo más feroz, “como un león”, y además ha puesto en su corazón la esperanza cierta de la victoria final y del premio final en el Cielo: «Ahora ― dice San Pablo ― me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida» (2Tim 4,8). En efecto, la vida del apóstol es la tierra buena en la que Dios ha sembrado el don su Palabra y ha encontrado la respuesta perfecta de la fe, por eso hace fructificar dicha vida y la va transformando en un sacrificio vivo y santo, para hacerla alcanzar su morada eterna en la Jerusalén celeste, donde será para siempre alabanza de su gloria (2Tim 4,18; Cf. Ef 1,6.12.14).

    Las vidas de Pedro y Pablo son diversas, cada uno llevado a cabo su misión en base a sus propia condiciones y en conformidad con lo que el Señor les pedía, pero ambos están unidos en el inicio, en la razón de su vida y en la consumación de la misma. Al inicio está la llamada de Dios en Cristo que se convierte, desde ese momento, en la causa primera de su existencia, constituyéndoles en anunciadores del Evangelio y en columnas de su Iglesia, y por último les une el testimonio de su fe en su muerte cruenta que les hizo merecedores de la “corona de la victoria”. Dos vidas marcadas por el drama y el sufrimiento que comporta vivir unidos a Jesucristo e identificados con su muerte, pero tocadas ya en su existencia, y selladas para siempre tras su muerte, con el amor, la alegría y el gozo de su gloriosa resurrección.

    Demos gracias hoy a nuestro Señor Jesucristo por seguir haciéndose presente en medio de nosotros a través del ministerio apostólico, de sus pastores y de todo el pueblo cristiano. Y contemplemos, en las figuras de Pedro y Pablo, la realidad de la Iglesia que, impulsada y consolada por el Espíritu, hace presente la verdad, la esperanza, la salvación y el amor del Evangelio a toda la humanidad, en medio de las circunstancias, tantas veces desfavorables y dolorosas, que le toca vivir.

 

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