Jr 23,1-6
Sl 22(23),1-6
Ef 2,13-18
Mc 6,30-34
Jesús aparece en el evangelio lleno de compasión, como el Rey-Pastor que ve que la situación profunda de las personas es aquella de estar “como ovejas sin pastor”. Jeremías, en la primera lectura, critica a los pastores de su pueblo y anuncia que Dios mismo será su Pastor. La segunda lectura, tomada de la carta de San Pablo a los cristianos de Éfeso, habla de la paz que Jesucristo ha establecido entre judíos y gentiles por medio de su muerte y resurrección.
Después de la visita a Nazaret y de la falta de fe que allí había encontrado, Jesús, lejos de abatirse, retomó con más fuerza su misión de anunciar el Reino de Dios, y, llamando a los Doce, les envió de dos en dos a predicar la conversión, a expulsar demonios y a sanar a los enfermos. El evangelio que hoy se proclama narra que los Doce retornan a Jesús después de haber realizado su misión, contándole todo lo que habían hecho y enseñado (Mc 6,30) — habiendo participado del mismo obrar y enseñar de Jesús, de su misma autoridad —. Una vez cumplida la misión en nombre de Jesús, el evangelista llama a los Doce “apóstoles”, esto es, enviados. Son enviados y dependen de Jesús, tal y como lo manifiesta el hecho de que regresen donde Él a dar cuenta de todo lo realizado.
Jesús les invita entonces a reposar, alejados de la gente, en un lugar solitario, hacia el que se dirigen en una barca (Mc 6,31-32). La necesidad de ir a un lugar apartado se debe al hecho, según relata el evangelista, de que había un continuo trajín de gente que iba y venía adonde estaba Jesús con los discípulos, hasta el punto de que les faltaba tiempo incluso para comer (Cf. Mc 3,20). Jesús cuida de los suyos, es sensible a su fatiga y al esfuerzo que han realizado realizando la misión evangelizadora. Al igual que Él mismo se había apartado a un lugar solitario para orar después de su primer día de predicación y curaciones en Cafarnaúm (Mc 1,35), quiere también que sus discípulos hagan lo mismo.
Los Doce aceptan la invitación de Jesús y, en una barca, se dirigen al lugar elegido. La barca es un lugar de comunión íntima y exclusiva entre Jesús y los discípulos, y donde Jesús se revela particularmente a los suyos (Cf. Mc 4,35-41). De algún modo, se convierte, sin ser la primera intención, en el único lugar donde pueden descansar, en el lugar “apartado” de la gente en el que pueden reposar y gozar de la comunión con Jesús.
Pero al deseo de Jesús se opone el deseo de la gente, de la muchedumbre: les ven marcharse, comprenden hacia dónde se dirigen y corren entonces a pie hacia aquel lugar, al que llegan antes que Jesús y los discípulos. Al llegar éstos, el sitio ya no es un lugar solitario sino rebosante de gente, y Jesús se conmueve, es decir, su ser, sus mismas entrañas se sienten movidas a compasión. Comprende la situación de la gente: están como “ovejas sin pastor” (Mc 6,34). Los hombres vivimos, nos fatigamos, reímos y lloramos, sufrimos y nos alegramos, vamos de aquí para allá, pero, en realidad: ¿A dónde vamos? ¿Para qué vivimos? ¿Quiénes somos? ¿Por qué morimos? Como las ovejas, que carecen del sentido de la orientación, necesitan la guía del pastor para ir hacia los pastos, hacia el redil, y para ser protegidas de los peligros, de igual modo el ser humano necesita un Pastor que le guíe hacia los verdaderos pastos, le proteja y le introduzca en el redil que es el seno del Padre donde podrá reposar para siempre.
Jesús es el Pastor verdadero porque revela un corazón sensible a las necesidades más profundas de la gente, un corazón que percibe de qué alimento tienen hambre las personas y de qué agua tienen sed. Sólo Dios puede saciar este corazón, y Jesús es Dios y comienza a saciar este corazón de dos modos: con su enseñanza, que nutre la mente, y con el pan que alimenta el cuerpo (multiplicando los panes y los peces) (Cf. Mc 6,34-44). Jesús enseña la verdad de Dios y del hombre. Su enseñanza es luz y la luz es la verdad. Si los hombres son guiados por su enseñanza, entonces podrán encontrar el camino justo, podrán discernir los peligros que acechan su vida, podrán comprender el porqué de su existencia. Jesús enseña el Reino de Dios, cómo es Dios y cuánto ama al hombre, y enseña también el modo auténtico de relacionarse con Dios, con los hombres y con las cosas, el modo de progresar en el amor.
En el oráculo de Jeremías, el Señor critica a los pastores de Israel por haber dispersado a las ovejas y promete que Él mismo las reunirá. Promete, asimismo, que establecerá pastores que las apacienten. Jeremías alude a un sucesor de David que será un rey justo, sabio y generoso. Esta profecía se cumple en Jesús, descendiente de David, el único que puede ser llamado verdaderamente “Señor nuestra justicia”, el “buen pastor” que cuida, apacienta y da su vida por sus ovejas, a las que reúne de todos los confines de la tierra (Jr 23,3.5-6; Cf. Jn 12,32; Mc 13,26-27)
Jesús es “nuestra paz”, el que une en su amor a toda la humanidad y forma un solo rebaño. En Él, la división que provocaba el odio entre Israel (los cercanos) y los gentiles (los lejanos) ha sido destruida y todos son justificados, no por la Ley sino por la fe en Jesucristo (Cf. Ef 2,13-18).
Ahora ya no hay extranjeros en la Iglesia, sino hijos e hijas de Dios, hermanos en Cristo Jesús. Y esta fraternidad universal no la ha creado el hombre, no podría ni puede por sí mismo, sino que es obra de la gracia de Dios en su Hijo Jesús. Por eso ahora, mientras esperamos el regreso glorioso de nuestro Señor, el anuncio evangélico se dirige a todas las gentes, sean judíos o gentiles, con el fin de que todo hombre sea encontrado en el amor de Cristo, el único Pastor, recogido en la Iglesia, en un único rebaño, e introducido en el Reino de Dios.