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Luz en mi Camino

22 julio, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 17º domingo del tiempo ordinario (B)

2Re 4,42-44

Sl 144(145),10-11.15-16.17-18

Ef 4,1-6

Jn 6,1-15

La liturgia de este domingo se centra en la multiplicación de los panes. A este signo hace referencia tanto la primera lectura del libro de los Reyes como el evangelio. El primer texto está tomado del ciclo de Eliseo, discípulo de Elías (s. ix a.C.) y profeta como él. El pan de cebada, la escasez de panes para saciar a toda la muchedumbre, el “comer y sobrar”, la figura profética de Eliseo y Jesús que también es aclamado como “el profeta esperado”, hacen de esta lectura del segundo libro de los Reyes un trasfondo adecuado para el texto evangélico. Por otra parte, en la segunda lectura, Pablo nos exhorta a vivir con integridad nuestra vocación cristiana, a lo que nos ayuda, guía y fortalece, el alimento de la Palabra y de la Eucaristía que Cristo nos da.

El episodio evangélico tomado de Juan continúa la revelación de la persona de Jesús como Pastor-Rey del pueblo. En el evangelio marcano de la semana pasada, Jesús enseñaba a las multitudes que se habían reunido en torno a Él porque estaban como ovejas sin pastor. Hoy Jesús alimenta a la gente y se manifiesta como el Rey-Pastor que proporciona la vida a su pueblo, aunque éste todavía sólo entiende el signo, la realeza y la vida que Jesús le da, dentro de los límites humanos.

El evento que desvela el sentido del texto es la Pascua, que, como indica el evangelista, “estaba próxima” (Jn 6,4). La Pascua será el paso de Jesús de este mundo al Padre a través del sufrimiento de la cruz. Jesús manifestará de ese modo que no es un Rey terreno, que su reino “no es de este mundo”. Y será entonces cuando los judíos que ahora desean hacerle rey (Jn 6,15), mostrarán que no han aceptado la negativa de Jesús a realizar sus sueños de felicidad y grandeza, centrados y limitados a las realidades de este mundo, condenándole a la muerte en cruz. Jesús tenía que cargar con este rechazo para llevar a todos a la libertad de los hijos, porque ese deseo terreno ata al ser humana a este mundo y le impide ver la grandeza a la que está llamado en el amor de Dios.

Así pues, el milagro de la multiplicación simboliza proféticamente el pan y la vida que Jesús da a todos los hombres a través de su muerte y resurrección. Jesús resucitado es el pan vivo que nutre a quienes creen en Él y viven unidos a Él. El alimento presente, el de este mundo, es pan-muerto que sólo puede sostener la vida por un poco de tiempo, siendo incapaz de dar la vida eterna, la vida espiritual, la unión con Dios.

Jesús quiere ser el Rey-Pastor de toda la humanidad, pero para ello tiene que ganar el corazón cada hombre, tiene que arrancar de cada uno aquello que es un impedimento para unirse a Él y, por medio de Él, al Padre. Para lograrlo no puede dejarse coronar por la gente, manipular por ellos a su antojo, por eso se aleja y “huye al monte Él solo” (Jn 6,15). El monte, en cuanto lugar teológico, deja entrever que Jesús quiere estar junto al Padre, orando, fortaleciéndose y confirmándose en cumplir su voluntad. Y en cuanto lugar elevado, ya remite a la futura elevación de Jesús de la tierra: primero en la cruz, después en la resurrección y finalmente, con su ascensión, a la derecha del Padre, y todo para atraer y conducir a toda la humanidad hacia sí y poder darle, como pan y bebida de vida eterna, su propio cuerpo y sangre (Jn 3,14-15; 12,32).

La sociedad actual nos invita a saciar las más marginales y superfluas exigencias físicas, a consumir y a presentar una imagen física perfecta, pero Cristo nos recuerda el vacío interior que a menudo queremos acallar e ignorar y que Él anhela colmar con su palabra, que es “pan de vida”, y con su agua, que es el Espíritu de la verdad.

Por tanto, la multiplicación de los panes y de los peces prefigura, dentro del evangelio joánico, la futura obra que Jesús realizará en su pasión y resurrección. Es allí, precisamente, donde la pregunta de Felipe: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?» (Jn 6,5), encuentra respuesta. En la pasión y resurrección de Jesús (a lo que apunta “él sabía lo que estaba a punto de hacer”) tendrán que “adquirir” los panes para alimentar a todos los hombres, esto es, el cuerpo de Jesús que se da por nosotros y su sangre derramada por todos; cuerpo y sangre dados como alimento de vida eterna para todos los que crean en Él. Y esta es la condición sine qua non para alcanzar la vida eterna: orientar la propia vida completamente hacia Él (convertirse) y confiarse totalmente a Él, a su palabra y persona (creer).

En este “cuerpo” de Cristo todos somos uno. En su cuerpo todos los hijos de Dios tienen que ser reunidos, y de ningún otro modo que con las armas de Dios: venciendo el mal con el amor, con un amor que acepta morir, dar la vida por el otro, sea amigo o enemigo. Reclama, como dice S. Pablo a los efesios, la humildad, la mansedumbre, la dulzura, la comprensión y la paciencia, dejando a un lado todo egoísmo y orgullo que son la raíz de toda división.

Entre nosotros siempre hay motivos de división, de separación, de disgusto. No es fácil la convivencia. Cada uno tenemos nuestro carácter, temperamento y gustos, lo cual choca tantas veces con el modo de ser de los otros y termina haciendo que nos irritemos, enfademos e, incluso, separemos. Pablo, subrayando la necesidad de vivir en conformidad con nuestra vocación cristiana, nos invita a “soportarnos” mutuamente con amor: «Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad de Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4,1-3). En Cristo estamos llamados a amarnos como Él nos ha amado y a buscar, en dicho amor, la comunión. Los dones de Dios provienen de Él que es amor y nos mueven, por tanto, a crecer y a vivir en dicho amor y a manifestar su misma unidad mediante el vínculo de la paz: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un Solo Dios y Padre de todos. Que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,4-6).

Nada podemos solos y todo es posible si estamos unidos a Cristo, ya que para Dios nada hay imposible. La multiplicación demuestra el deseo de Jesús de darnos su vida abundante. Esta vida, como vemos en la Eucaristía, es Él mismo que se multiplica para convertirse en el alimento que nos transforma, que nos une al Padre y que, poniendo su Paz en nuestros corazones, nos une a todos como hermanos en su mismo Espíritu.

 

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