Dt 4,1-2.6-8
Sl 14(15),2-5
Sant 1,17-18.21b-22.27
Mc 7,1-8.14-15.21-23
Dice el refrán que “obras son amores y no buenas razones”, y Santa Teresa afirmaba que el infierno está lleno de buenas intenciones. Las lecturas de este domingo ponen el énfasis sobre el obrar, pero distinguiendo claramente que dicho obrar es aquel que se ajusta, en cuerpo y alma, a la voluntad de Dios. Es el obrar que está suscitado por Dios y que tiende a unirse a Él cumpliendo eso mismo que Él desea.
La lectura del Deuteronomio subraya que la Ley es un don de Dios, porque en cuanto palabra de Dios nos pone en relación con Él. Se trata de una guía para encontrar el camino de la vida y de la felicidad. Si esto es así, se comprende entonces la insistencia en que sea practicada. Santiago insiste también sobre esta necesidad de ponerla por obra: «Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ese se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es» (Sant 1,22-24). Y Jesús, en el Sermón de la Montaña, dirá que escuchar sus palabras y no ponerlas en práctica es ser un necio y construir la propia vida sobre la vanidad, mientras que escucharlas y ponerlas por obra es ser sabio y afirmar la vida sobre la roca, sobre Él mismo (Cf. Mt 7,24-27).
Es aquí donde se comprende la llamada de atención de Jesús a no obrar por tradición, por apariencias, por costumbre, dando culto y alabanza aparentemente a Dios, pero manteniendo la propia persona alejada de Él. Dios busca, desea, ama al hombre, y no quiere otra cosa que morar en su corazón y que el corazón del hombre repose y more en Él. El cumplimiento de prescripciones y normas externas por sí mismas pueden tener cierto carácter de piedad, pero se manifiestan impotentes para sanar el corazón del hombre y para unirlo con Dios. Tal piedad se descubre falsa, hipócrita, puesto que se “honra a Dios con los labios, pero se tiene el corazón lejos de Él” (Mc 7,6; Cf. Is 29,13).
Por todos es conocido que los musulmanes y los judíos, y también en otras religiones, tienen normas muy estrictas sobre los alimentos, los cuales tienen que ser kosher, esto es, puros, ajustados a las reglas de purificación establecidas. No comen, por ejemplo, carne de cerdo, y utilizan distintas baterías u utensilios para la carne, los productos lácteos, el pescado y las verduras. Mc informa que eran muchas las normas que, a este respecto, seguían los judíos contemporáneos de Jesús. Normas que tenían la finalidad de hacer puro a aquel que las seguía de tal modo que pudiera participar en el Templo y en el culto.
Jesús afirma, sin embargo, que tales prescripciones son meras normas humanas, que no tienen nada que ver con la voluntad de Dios. De hecho, desde la creación, todos los alimentos son puros porque Dios mismo los ha creado. Además, tales alimentos no hacen “impuro” al hombre, es decir, no alejan al hombre de Dios porque los coma. Hay una realidad existencial que sí hace impuro al hombre y le aleja de Dios y del prójimo, y le divide a él mismo porque le hace obrar aquello para lo que no ha sido creado. Esta realidad no viene de fuera sino de dentro del mismo hombre.
Jesús realiza muchas las curaciones de “espíritus inmundos” a lo largo del evangelio. Ya al iniciar su ministerio público en la sinagoga de Cafarnaúm, nos dice el evangelista que había allí un hombre con un espíritu impuro, al que Jesús sanó ordenando a dicho espíritu que “callase y saliera del hombre” (Mc 1,25). A estos “espíritus inmundos” que surgen dentro del hombre y le contaminan, Jesús los pone nombre y exhorta a que escuchemos y entendamos sus palabras: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre» (Mc 7,14-15.21-23)
A una sociedad en la que estos “espíritus”, o digámoslo con otras palabras, en la que imperan tendencias y modos de pensar y de sentir contrarios a Dios, en la que tales tendencias son aplaudidas y en muchos casos amparadas detrás de una legislación, Jesús le dice hoy que es así como el ser humano se corrompe y como la sociedad se destruye y camina hacia la violencia y la autodestrucción. En efecto, se aplauden en nuestros días las fornicaciones precedidas por los botellones, los adulterios y las impurezas de todo tipo, alentándolas con todos los productos que las puedan “asegurar”: condones, píldoras, operaciones, y leyes que permiten abortar o divorciarse en tiempo record. Los asesinatos y los robos y corrupciones también aumentan y en muchos casos ni son condenados por las autoridades políticas; se fomenta asimismo el fraude y el libertinaje, las injurias y las falsas acusaciones con afán codicioso no faltan, y la insensatez, en cuanto el hombre rechaza la realidad y presencia de Dios en su vida, abunda por doquier. No nos asombremos, por tanto, si nuestra familia, nuestra sociedad y nuestro mundo nos crea inquietud, malestar y problemas de todo tipo.
Jesús nos exhorta a que reflexionemos seriamente sobre nuestra conducta, porque tales perversidades salen de dentro, se forman en el corazón del hombre y después dan a luz el pecado, contaminando al propio hombre y a todo su entorno, esto es, alejándolo del fundamento de su vida que es Dios y su Amor inmenso. Acojamos pues a Cristo en nuestras vidas, ajustemos nuestro obrar a sus palabras y ayudemos a nuestra sociedad y familia a encontrar, de nuevo, el camino de la Vida, bien fundamentado en todos los valores del Evangelio que brotan de Jesucristo y conducen al hombre a su verdadera plenitud de hijo de Dios.