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Luz en mi Camino

7 octubre, 2024 / Carmelitas
Luz en mi camino. 28º domingo del tiempo ordinario (B)

Sab 7,7-11

Sl 89(90),12-17

Heb 4,12-13

Mc 10,17-30

El acento de las lecturas hodiernas recae sobre la Sabiduría y las riquezas. Estas últimas continúan convirtiéndose para el hombre de todos los tiempos y culturas en un trampa que le esclaviza y en un espejismo que le extravía del verdadero camino que conduce a la Vida, alejándole, en consecuencia, del conocimiento y crecimiento en el auténtico valor de sí mismo. Sin embargo, la Palabra de Dios se asemeja a una espada viva y tajante (Cf. Heb 4,12-13) que, buscando incesante y amorosamente al ser humano, trata de penetrar en las profundas cavernas de su alma y espíritu, para ayudarle a discernir dónde se encuentra la verdadera riqueza y fortalecerle, al mismo tiempo, para salir en busca de ella.

Según la tradición bíblica, el anhelo más grande del rey Salomón fue aquel de alcanzar la Sabiduría (Cf. Sb 8,2). Había comprendido, a muy temprana edad (Cf. 1Re 3,7), que nada se podía comparar con Ella, ni la riqueza, ni la salud, ni la hermosura, ni el resplandor de las cosas creadas (Sb 7,8-14), ya que la Sabiduría, en cuanto transmisora de la verdad divina, era el origen de todas ellas (Sb 7,11-12). Y consciente de que sólo con ella podía gobernar justamente a su pueblo y de que solo Dios podía concedérsela, recurrió al Señor y se la pidió con todo su corazón: «supliqué y me fue concedida la prudencia; invoqué y vino sobre mí el espíritu de sabiduría» (Sb 7,7; Cf. Sb 8,3-4.21).

En el contexto sapiencial, la Sabiduría puede definirse como el conocimiento de Dios en acto, es decir, el conocimiento de la verdad divina que ilumina interiormente al ser humano y, poniéndole en una relación íntima con Dios, le impulsa a encarnar su voluntad en su cotidiano vivir. La Sabiduría, en este conocimiento dinámico y relacional que establece con Dios, hace que el creyente viva en plenitud, puesto que le renueva continuamente desde dentro al unirle con Aquel que es la fuente misma de la Vida. Por eso dirá Salomón que «la inmortalidad se encuentra en emparentar con la Sabiduría» (Sb 8,17). De hecho, mientras las riquezas, la hermosura, la salud o las grandezas mundanas son impotentes para detener la muerte y dar la vida eterna, la Sabiduría hace que los trabajos, la vida y el ser mismo de aquel que vive ligado a Ella, ya estén invadidos por el sabor de lo Bueno y lo Eterno en tanto en cuanto se ajustan a la voluntad salvífica y santificadora de Dios.

En el AT, la Sabiduría se considera encarnada en la Torah y manifestada en aquellos que la cumplen (concretamente en el pueblo de Israel). Pero, como desvela el NT, Jesús es la Encarnación de la Sabiduría divina, que reside plenamente en Él y en su acción (Cf. 1Cor 1,30). Y, en cuanto Palabra-Sabiduría, confirma en el evangelio que los ricos, lejos de estar excluidos de la llamada a unirse a Dios, están llamados a “heredar la vida eterna” a través del cumplimiento del Decálogo (núcleo de la Torah y del que Jesús sólo recuerda los mandamientos referidos al prójimo) y del discipulado (Mc 10,21).

No podemos, sin embargo, negar que las riquezas se convierten a menudo en un impedimento serio para buscar y alcanzar la vida, la salvación, el Reino de Dios o la Sabiduría, que son modos de referirse a lo mismo, esto es, a la unión plena y definitiva con Dios. Así es, las riquezas, como manifiesta el evangelio, pueden llegar a inutilizar y atrofiar el diseño de Dios para el ser humano si son consideradas como elemento fundamental de la existencia. El rico que se aproxima a Jesús, que no parece ser ya joven (como dejan entrever sus palabras: «lo he guardado desde mi juventud», Mc 10,20), no es una mala persona, sino un hombre recto y piadoso que se ajusta a la Ley mosaica, pero que siente que le falta algo para heredar la vida eterna. Esto es así porque hay algo que se lo impide: sus riquezas, y porque le falta encarnar en sí mismo lo único importante: el verdadero amor-caridad (ya que “Dios es caridad”; Cf. 1Jn 4,8). Jesús le va a mostrar el camino para alcanzarlo y lo va a hacer amándole primero, tanto con su mirada como con sus palabras — fundamentadas en su cercana y cierta pasión, Mc 9,31 —, diciéndole: «Una cosa te falta: ve, vende cuanto tienes y da (el dinero) a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme» (Mc 10,21).

Jesús no propone al rico que viva austeramente o lleno de necesidades, ajustándose a una praxis ascética en la que demuestre su voluntarismo y el dominio que ejerce sobre sus bienes, sino que le propone asumir su propio destino: el camino de la cruz, que es el camino del amor que une al Dios del amor, y, por tanto, el camino que introduce en la vida eterna. El “vender los bienes” y “seguir a Jesús” es el modus vivendi del discípulo que, de ese modo, vivirá amando a Dios, al Dios que Jesús le revela y le introduce en su corazón, por encima de todas las cosas, y amando al prójimo — sobre todo a los más pobres — como a sí mismo. Jesús, a través de su pasión y resurrección (Cf. Mc 9,31), desvelará la verdad de sus palabras y se manifestará como el verdadero camino que conduce a la Vida. Por eso la pobreza que propone se funda en el amor, en su amor extremo, y se opta por ella en base a ese amor recibido. Y esto es así para todos lo que se encuentren con Jesús y su Evangelio.

La palabra de Jesús desentraña el apego del rico a sus bienes, pero éste, perplejo seguramente ante la pretensión de Jesús de ser “el camino que introduce en la vida eterna”, opta por quedarse con los bienes y dar la espalda al “Maestro bueno” y, con ello, al camino de la Vida que buscaba. Sin embargo, también es verdad que, aunque triste, el rico ya no se va “solo” sino con la Palabra escuchada, y ésta, siendo viva, tajante y eficaz, es de esperar que dé fruto y realice aquello que para el ser humano resultó imposible (Cf. Mc 10,27).

Los discípulos, siguiendo a Jesús, ya se hallan en el camino de la Vida, y ven cumplido en ellos lo que dice Salomón: «Con ella — la Sabiduría — me vinieron todos los bienes juntos, en sus manos había riquezas incontables» (Sb 7,7-11). Habiendo considerado en nada todo lo poseído en relación con Jesús y el Evangelio, lo ven centuplicado “ahora” al haberse convertido en miembros vivos de la nueva familia de Dios (Cf. Mc 3,34-35), la Iglesia, donde los bienes se comparten y nada falta a nadie (Cf. He 2,44-45). Este “ahora” se encuentra todavía bajo el peligro de las persecuciones, del sufrimiento y de la muerte física, pero Jesús, al abrir su promesa a la edad futura (Cf. Mc 10,29-30), ya les confirma que, llegado el momento, participarán en su victoria sobre la muerte y recibirán plenamente el don de la Vida.

A la luz de Cristo, la hermosura, el poder, el esplendor, la salud y la vida asociados a las riquezas u obtenidos por medio de ellas, se descubren como apariencia banal y fútil porque son incapaces de dar la vida eterna, de sacar al ser humano de su esclavitud y de la muerte en que ésta le sume; incapaces, en definitiva, de unir a la persona con Dios. Ellas no son, en definitiva, la fuente de aquello que aparentan o prometen. Por consiguiente, la riqueza, que en el entorno veterotestamentario era considerada como signo de la bendición divina, no es garantía ni expresión de una adhesión sincera de la persona al Evangelio y de la unión radical a la Pobreza de Jesús. El discípulo tendrá que aprender a dejarse llenar de la riqueza del Espíritu de Jesús, a quien sigue y de quien va aprendiendo a amar, a la vez que va siendo “introducido en el Reino del amor y de la vida de Dios” (Mc 10,23-27).

 

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