Is 53,10-11
Sl 32(33),4-5.18-19.20.22
Heb 4,14-16
Mc 10,35-45
El evangelio de este domingo nos enseña que el servicio, en cuanto expresión del amor al prójimo por el amor que se recibe de Dios y se tiene a Dios, es el modo de vivir que explicita cómo ha comprendido Jesús su propio destino, y el modo como tienen que seguirle concretamente sus discípulos, uniéndose así íntimamente a Él para participar también en su misma gloria. El texto se emplaza inmediatamente después del tercer y último anuncio de la pasión y resurrección (Mc 10,32-34), algo que resulta todavía incomprensible a los discípulos (cf. Mc 9,32) y ante lo que reaccionan con parcialidad e insensibilidad.
Santiago y Juan se acercan a Jesús para pedirle que les conceda los dos puestos de mayor honor, reconocimiento y poder en su reino glorioso, pues le consideran sin duda el Cristo (Cf. Mc 8,29) que va a instaurar su reinado sobre Israel y su dominio sobre las naciones paganas, empezando por Jerusalén, la Ciudad Santa hacia la que se encaminan. En su petición no tienen en cuenta el camino de sufrimiento que, por amor, conduce a la victoria de la resurrección y sobre el que acaban de ser instruidos por tercera vez.
Jesús siempre reacciona con gran paciencia y humildad ante las sucesivas incomprensiones de sus discípulos. Formarles, para que puedan ser testigos del Evangelio, conlleva introducir la caridad en sus corazones con palabras y obras de amor. Por eso también ahora, lejos de echar en cara a Santiago y a Juan la ambición y el egoísmo que les ciega hasta impedirles percibir el contraste existente entre los privilegios y ventajas humanas que piden y la predicción que acaban de escuchar sobre los sufrimientos del Hijo del hombre, les repite de otro modo y desde otra perspectiva el camino que conduce a la verdadera “gloria”, aquella de la unión de amor con Dios-Padre. Para acceder a esta gloria les pone una condición: tienen que estar dispuestos a beber su misma “copa” y a ser bautizados en su mismo bautismo (Mc 10,38). Con este lenguaje metafórico reclama a ambos hermanos una conversión más profunda, es decir, un cambio drástico en el modo de pensar y en el modo de vivir, adhiriéndose a su mismo destino de amor incondicional, aunque, hasta el momento, continúe resultándoles escandaloso e incomprensible.
La expresión “beber la copa” se refiere a la pasión. La “copa” reaparece en la Última Cena cuando establece Jesús la Nueva Alianza en su sangre (Mc 14,23), y de nuevo en el huerto de Getsemaní cuando acepta “beberla” en conformidad con la voluntad del Padre. “Beber la copa” significa soportar en uno mismo, con total libertad y entrega plena de amor, los sufrimientos que corresponderían a los malvados (Cf. Is 51,17; Jr 25,28) y que son causados por el pecado, el mal y la muerte. Estos sufrimientos llevan en su raíz la separación voluntaria (del amor) de Dios y, en consecuencia, el sabor amargo de la oscura soledad, del sinsentido más absoluto y del vacío existencial más abismal. Son sufrimientos que incitan a responder violentamente al mal con el mal porque nos atenazan e incapacitan para amar verdaderamente, sin condiciones ni limitaciones. Por otra parte, dado que “el bautismo de Jesús” es un bautismo de sangre, Santiago y Juan son invitados a participar en el martirio de su Maestro. Y ambos, movidos por su amor a Él más que por la comprensión de lo que les dice, responden con prontitud y entrega: «Podemos» (Mc 10,39).
Sería de esperar que tras aceptar la condición, el Maestro les dijera que se iban a sentar en los puestos de honor pedidos, pero no es así porque sólo Dios-Padre (sujeto implícito del pasivo teológico: “ha sido preparado”) determina quiénes los ocuparán. No hay que pensar, sin embargo, que Jesús está manipulándoles, como si por un lado les reclamara su entrega y por otro les negara lo que le han pedido. Puesto que su deseo es formar discípulos-hijos en el amor de Dios y para amar con ese mismo amor, lo que hace ahora es conducirles con sus palabras a la libertad y al amor gratuito: por una parte, les ayuda a salir del egoísmo y de la ambición humana de los primeros puestos, y, por otra, les pone junto a sí, a su lado, al hacer que formen parte activa de su misma entrega amorosa.
De esta manera son invitados a entrar en su Reino y a participar activamente de su gloria, manifestada en el amor extremo con que se entrega para dar la libertad y la vida eterna a todos los hombres. Esta es la gracia más extraordinaria e importante que tienen que desear, recibir y obrar, comprendiendo, al mismo tiempo, el carácter secundario del sentarse a la derecha o a la izquierda, puesto que sólo quien acepta el amor liberador de Jesús participa de su gloria (como lo deja entrever el evangelista Lucas al hablar de la diversa actitud de los dos salteadores que tienen el honor de morir crucificados a la derecha y a la izquierda de Jesús; Lc 23,33.39-43; Cf. Mc 15,27).
Los otros diez discípulos, que codician lo mismo que Santiago y Juan, se indignan contra ellos. La ambición, el egoísmo y la envidia que todavía anidan en sus corazones les impulsan a obrar según el pensar y el querer humanos (Cf. Mc 8,33). Jesús les convoca entonces junto a sí y les repite de nuevo (pues ya les ha hablado del servicio después del segundo anuncio de la pasión, Mc 9,33-37), el camino que conduce a la verdadera grandeza y al primer puesto (Mc 10,42-45).
Primero les pone un ejemplo negativo que no tienen que seguir: el modo como se rige el mundo. Los jefes de las naciones actúan ejerciendo el poder de manera arbitraria y despótica sobre los demás, haciéndose honrar y servir, siempre buscando el beneficio propio, interesados por la posesión y disfrute de las cosas materiales. En segundo lugar, les señala el modo como ellos tienen que vivir la “grandeza y primacía” (“entre vosotros” se repite en griego hasta tres veces en los vv.43.44). Jesús no les dice que “no tienen que querer ser los primeros o los más grandes”, sino de qué modo serán grandes y primeros según el querer de Dios y, por tanto, al modo como Dios mismo es el primero y más grande, tal y como en su Hijo (el Hijo del hombre que morirá en la cruz) lo va a manifestar.
Y la grandeza auténtica no consiste en oprimir a los demás con el poder y la autoridad obtenidas con la ambición, sino en servir. Pero, ¿a qué se refiere este servicio? En realidad es otro modo de decirles que tienen que estar dispuestos a “beber su copa y a ser bautizados en su mismo bautismo”, puesto que es el modo como Jesús sirve para rescatar a la humanidad (Mc 10,45). Los discípulos tienen que entender el servicio al que son llamados mirando a su Maestro y contemplando su obrar, en particular su pasión. Jesús mismo es el fundamento del servicio que les pide y que se conforma plena y perfectamente a la voluntad de Dios-Padre. El evangelista Juan interpreta el sentido profundo y la motivación esencial del destino de Jesús y, por tanto, el modo como tiene que comprenderse el “servicio”, cuando al introducir el relato del lavatorio de los pies, antesala de la pasión y expresión simbólica de la misma, dice que: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). Es decir, el “servicio” (diakonéō) del que habla Jesús es la expresión concreta del amor (agápē) al prójimo, es el amor-caridad en acto.
Y para realizar tal servicio uno tiene que considerarse y aprender a ser, en Cristo, siervo y esclavo. El “esclavo”, según la concepción antigua, era propiedad de otro a cuya voluntad estaba sometido, sin poder disponer de sí mismo. Y el “siervo” era aquel que había elegido estar disponible para los otros, para satisfacer, en cuanto le era posible, las necesidades de los demás. En cuanto seguidor de Jesús, el discípulo es un esclavo que vive sometido a la voluntad de Dios-Padre y un siervo invitado, y no obligado, a vivir según el mismo amor y en el mismo Espíritu de Jesús. Esta actitud y acción de servir — que no se sitúa en el ámbito del sentimiento sino en aquel de la relación personal con Jesucristo en la conversión y la fe —, tiene que alcanzar y englobar a todos, sean amigos o enemigos, creyentes o incrédulos, justos o pecadores (Cf. Mc 10,45).
Algo que causa en nuestro entorno social el olvido de Dios es, precisamente, la disminución de actitudes de auténtico servicio que hagan visible el amor de Cristo al prójimo. Esto hace, por el contrario, que aumente el egoísmo, que la convivencia de las personas se vea alterada y que la relación con Dios se diluya, hasta el punto de pensar que se puede vivir sin Él, como si “no existiera”. Este olvido y abandono de Dios es sin duda más palpable en el ámbito de las relaciones familiares y en el ámbito político, donde los intereses individuales, partidistas y de provecho personal prevalecen sobre aquellos del bien común y de la justicia social. Se necesita, sin duda, una seria y continua conversión a la Buena Noticia del amor de Dios manifestado en Cristo-Jesús, para acogerlo profundamente como el “cáliz y el bautismo” que nos hacen libres, y poder así vivir sirviendo con el mismo amor con que hemos sido, y somos, amados. Unidos a Él, será éste nuestro máximo servicio a la humanidad: cargar, como hace el Siervo de YHWH (Is 53,10-11), con las iniquidades de los demás para rescatarles y ganarles para Dios.
Es evidente, por tanto, que Jesús no nos quiere “espectadores” de su destino sino participantes, actores primarios, protagonistas. No se trata de contemplar el espectáculo del Calvario pasivamente, sino de ser conscientes de que estamos llamados a ser, y debemos ser, un “espectáculo” (“otros cristos”) que, en el amor incondicional, libera los corazones de nuestros hermanos (Cf. 1Cor 4,9-13). Ser discípulo de Jesús conlleva servir como Él ha servido para “pescar a los hombres” (Mc 1,17) como Él los ha “pescado”, sabiendo, además, que este servicio nos conducirá a la comunión con Él y con el Padre, esto es, a la participación plena en la gloria divina (que el anuncio profético de la resurrección deja entrever, Mc 10,34).