Jr 31,7-9
Sl 125(126),1-6
Heb 5,1-6
Mc 10,46-52
El episodio evangélico de este domingo narra la curación del ciego Bartimeo, cuya oración, fe y seguimiento de Jesús, simbolizan la actitud del verdadero discípulo.
Situada en medio del desierto de Judá, muy próxima al Mar Muerto y dentro de un extraordinario oasis de unos 3 Km de diámetro en el valle del río Jordán, Jericó es la última ciudad, “la ciudad de las palmeras” (Dt 34,3), que se encuentra en el camino que sube a Jerusalén. En el AT, aparece como una ciudad fortificada (Jos 6,1) que, tras ser conquistada por Josué, fue quemada junto con todos sus habitantes (exceptuando Rajab y su familia) y emplazada bajo el signo de la maldición su posible reconstrucción (Jos 6,26). En tiempos de Jesús, era una ciudad rica y floreciente, a la que se acercaban muchos visitantes bien para disfrutar del buen vino extraído de los dátiles y gozar de la fragancia de sus rosaledas, o bien para utilizar sus excelentes bálsamos y ser curados de enfermedades oculares. Sin embargo, comparada con Jerusalén, Jericó era considerada una ciudad de pecado y libertinaje.
La proximidad de la pascua judía hacía que una gran multitud de peregrinos subiera a la Ciudad Santa, y que los mendigos aprovecharan este tiempo de particular piedad para aumentar sus “ingresos”, situándose en los lugares más estratégicos, uno de los cuales era, sin duda, la salida de Jericó. Es allí donde está sentado el “hijo de Timeo”, Bartimeo, un ciego pobre que mendiga continuamente la ayuda de los demás para poder subsistir.
Ahora bien, aunque ciego, Bartimeo gozaba de un excelente oído y “escuchó” que, en aquel preciso momento, estaba pasando Jesús el Nazareno, de cuyo poder curativo y misericordioso tenía noticias. Este conocimiento de “oídas”, como desvela la narración sucesiva, había forjado en él una fe y una esperanza tal, que le hacían estar seguro de que Jesús se compadecería de su estado y le sanaría si tuviera la ocasión de encontrarse con Él. En el ámbito espiritual, esta fe y esperanza incipientes en Jesús remiten a un “ver” interno del ciego que será manifestado en su curación física.
Por todo esto, Bartimeo no desaprovecha la oportunidad que se le brinda y, consciente de que el “paso” de los peregrinos dura unos instantes y del gran ruido reinante, hace uso de su mejor arma: “la voz”, y grita tan fuerte y repetidamente como puede, con palabras que son, en realidad, una súplica orante, aquella misma que, consciente o inconscientemente, ya tenía forjada desde hacía tiempo en su interior: «¡Hijo de David, Jesús, ten misericordia de mí!» (Mc 10,47.48). ¡El mendigo de monedas se convierte así, ante Jesús, en mendigo de la misericordia divina!, pues Bartimeo expresa su fe en una oración en la que no sólo reconoce a Jesús como el Mesías esperado (“el hijo de David”), sino sobre todo como el Mesías misericordioso.
La oración de Bartimeo, que brota de sus oscurecidas y necesitadas entrañas, trata de alcanzar aquellas luminosas y misericordiosas del hijo de David, reconociendo que en Él se encarna la compasión de Dios que, como se ve en la primera lectura, alcanzaba a los más débiles (ciegos, cojos, etc., Jr 31,8; Cf. Is 61,1). Y la misericordia divina, como enseñan las Escrituras, no queda encerrada ni agotada en el ámbito de los sentimientos o pensamientos, sino que tiene una dimensión activa ineludible: la misericordia es tal en tanto en cuanto tiende a remediar eficazmente la necesidad o el mal concreto existentes, para restablecer la situación original e ideal de bendición perdida. Es de este modo como dos hijos van a encontrarse: uno pobre y necesitado, hijo de un tal Timeo, y el otro, el Hijo de la promesa mesiánica, hecho pobre para enriquecerlo, sanarlo y elevarlo, junto a sí, a la dignidad de “hijo de Dios”. De este modo Bartimeo llegará a ser realmente un “hijo” (del arameo bar) “honorable” (del griego timaios).
Jesús escucha el grito del pobre ciego y le llama hacia sí por medio de otros, de los discípulos intermediarios de la llamada, la cual es motivo de esperanza (“Ánimo”) para Bartimeo, a quien saca de su postración poniéndole en movimiento: “levántate”, un término que vincula este evento al anuncio pascual de la resurrección de Jesús (“Ha sido levantado”, Mc 16,6).
La reacción del ciego muestra la sinceridad y rectitud de su súplica: suelta inmediatamente el manto, da un salto y se aproxima raudamente a Jesús (Mc 10,50). El “manto” con que se cubría y donde recogía las monedas que le tiraban los peregrinos era, de algún modo, toda su posesión, pero ahora, ante la segura esperanza que, depositada en Jesús, le embarga, asume un lugar tan secundario que lo deja atrás para poder recibir sin impedimento alguno lo que más desea y que sólo el hijo de David le puede dar: la vista.
Jesús le plantea entonces la misma pregunta que hizo a los hijos de Zebedeo: «¿Qué deseas que (Yo) te haga?» (Mc 10,51; Cf. 10,36). La pregunta de Jesús sorprende: ¿Acaso no se da cuenta que está ante un ciego y que su deseo más profundo no puede ser otro que aquel de recobrar la vista? Sin embargo, a veces las cosas no son tan obvias. De hecho, hasta ese mismo instante, el deseo de Bartimeo era suscitar compasión por su ceguera y sacar la mayor cantidad de dinero posible. Y también nosotros preferimos estar “ciegos” al amor de Dios y seguir mendigando afectos y dineros, en vez de acercarnos al Señor y ser curados por Él. Por eso, con esta pregunta, Jesús deja claro que no actúa al margen del ciego, ni suple su libre querer, ni anula su voluntad, sino todo lo contrario: con sus palabras ayuda a Bartimeo a formular la verdad profunda de su corazón y a expresar la verdadera medida de su deseo, esto es, si desea o no ser liberado de su ceguera confiándose totalmente a su acción misericordiosa.
Sólo ante Jesús, Bartimeo conoce y reconoce su situación. Se sabe ciego, pobre y un paria de la sociedad, situado al margen de la salvación al no poder participar en la vida religiosa de la comunidad ni en las celebraciones del Templo. Por eso, además de pedir unos ojos sanos, capaces de ver físicamente a quien considera “su Maestro” (rabbuní), pide sobre todo una sanación total, física y espiritual. Las mismas palabras de Jesús dejan entrever el alcance del “ver” pedido y concedido: “Camina (libremente), tu fe te ha salvado” (Mc 10,52). La recuperación física de la vista expresa externamente el perdón de los pecados recibido en su interior, que le libera de cualquier atadura y dependencia de los demás. Bartimeo pone en acto inmediatamente la orden de “irse”, pero optando por vivir su vida “siguiendo a Jesús”, el único rabbuní que le puede guiar y enseñar el camino que conduce a la plenitud de la salvación recibida.
La sanación de Bartimeo ejemplifica el servicio que ha venido a realizar el Hijo del hombre (Mc 10,45), y su oración intensa, su confianza plena y su seguimiento fiel y generoso — emprendido tras haber obtenido la gracia —, condensan paradigmáticamente la actitud del auténtico discípulo. Por eso no es apropiado hacer de este relato una aplicación moralizante del tipo: “junto a ti hay muchos ‘Bartimeos’ pidiendo limosna, ayúdalos”, pues el texto quiere iluminar en primer lugar la situación de conversión y fe incipientes de los discípulos y, en segundo lugar, aquella más profunda y auténtica a la que tienen que llegar. Los discípulos todavía se encuentran en un estado opuesto, en gran medida, a aquel de Bartimeo: “ven” físicamente y siguen exteriormente a Jesús, pero “interiormente” están “ciegos” porque el miedo, los intereses humanos y el deseo de grandezas y honores terrenos entenebrecen y hacen titubear su fe (Mc 8,34-38; 9,32; 10,32.37.41).
El camino hacia Jerusalén se encuentra enmarcado, de hecho, entre dos curaciones de ciegos: una tiene lugar en Betsaida (Mc 8,22-26), poco antes de salir hacia Cesarea y de comenzar la subida a Jerusalén; la otra es aquella narrada en el evangelio hodierno. Lo que Jesús va haciendo con los discípulos a lo largo del camino es un proceso paradigmático de curación de la ceguera profundísima que, por el pecado, el mal y el temor a morir, afecta a la condición humana y se enraíza y enquista en el alma y el corazón de todos. Los tres anuncios de la pasión y resurrección y las subsiguientes enseñanzas impartidas por Jesús quieren iluminar a los discípulos, dar la vista a “ciegos de nacimiento”, a necesitados integrales de la luz del amor divino que todavía no saben pedir bien porque, además de desconocer su afectada condición moral y espiritual, no valoran adecuadamente la grandeza de la llamada recibida y, sobre todo, ignoran quién es verdaderamente Jesús.
El episodio de Bartimeo desvela esta situación e ilustra lo que ocurrirá después de la Pascua. El “levantarse” de Bartimeo, el despojarse de su manto, la petición bien formulada y el subir a Jerusalén siguiendo a Jesús, manifiestan la realidad del discípulo pospascual que, testigo de la muerte y resurrección de Jesús, confesará su pecado, aceptará el perdón y comprenderá que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios encarnado, el único Camino que conduce a la Vida. Será entonces cuando recomenzará el camino “espiritual” que tendrá que concretizarse y encarnarse en la vida diaria, y que va “desde Cesarea y Galilea a Jerusalén”, desde nuestra paganidad y lejanía de Dios hasta la entrega en sacrificio de amor en la Ciudad Santa. Sí, sólo después de la resurrección, serán capaces los discípulos de “subir a su cruz” para testificar con su vida y con su muerte la victoria de su Señor sobre el pecado, el mal y la muerte que previamente les esclavizaban.
Son muchos los deseos que tenemos, quizá semejantes a los de Santiago y Juan o quizá parecidos a aquellos de Bartimeo, pero a todos nos hace hoy Jesús la misma pregunta: “¿Qué quieres que yo te haga?”. La respuesta adecuada dependerá de la capacidad que cada uno tenga de desear lo justo, lo fundamental y lo santo, según el conocimiento que tenga de su “ceguera y pobreza”. Quien haya adquirido tal conocimiento y el santo deseo de “ver” la misericordia de Dios, no se detendrá ni callará ante las increpaciones de la gente o los obstáculos que pudieran surgir, porque es consciente de que toda su persona se encuentra muy próxima, es más, delante mismo de las entrañas misericordiosas de Jesús, el humilde y compasivo Sumo Sacerdote (Heb 5,1-6) e hijo de David que le ama hasta el extremo.