1Re 17,10-16
Sl 145(146),7.8-9a.9bc-10
Heb 9,24-28
Mc 12,38-44
En el ámbito sociopolítico del Oriente Antiguo, las viudas vivían una situación dramática. Al enviudar, la mujer quedaba sin personalidad jurídica y sin protector, por lo que era muy fácil para los poderosos oprimirlas y aprovecharse de los bienes que la viuda pudiera poseer. Como consecuencia, la mayoría de las viudas terminaba sus días mendigando el pan para poder subsistir. Y Dios: ¿Qué pensaba de esta degradante situación a la que se veían sometidas estas mujeres? Los ojos del profeta Elías y aquellos de nuestro Señor Jesús se fijan precisamente en dos viudas y, con sus palabras y acciones, manifiestan a los ojos del mundo que Dios mismo es “su defensor” (Sl 68,6). Ambas nos son presentadas, además, como modelos de fidelidad y confianza en Él.
Debido a la extrema sequía que, por voluntad de YHWH, había asolado y alcanzado a toda la región de Canaán, el profeta Elías se ve obligado a trasladarse, por mandato divino, desde el torrente Kerit, situado en la transjordania, a Sarepta de Sidón (la actual Sarafand del Líbano). Llegado a este territorio pagano, Elías ― nombre que significa “YHWH es Dios” y que en sí mismo ya era un desafío a todo el culto que allí se daba a los baales ―, encuentra, como le había anunciado el Señor, a una viuda a quien sólo le quedaba un poco de harina y de aceite; lo justo para preparar una torta, aplacar levemente su hambruna y la de su hijo, y esperar su cercana y segura muerte.
Aunque ella adoraba al Baal local, escuchó estas palabras que, en nombre de YHWH, le dirigió aquel desconocido: «No temas. Ve y prepáralo como has dicho… porque así dice el Señor, Dios de Israel: “La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra”» (1Re 17,13-14). La mujer creyó en este anuncio y le ofreció a Elías, con una generosidad admirable, todo lo que tenía, recibiendo en recompensa el ciento por uno, pues la Providencia hizo que ya nunca les faltase, a ninguno de los tres, lo necesario para subsistir (1Re 17,16). Gracias a su fe, la viuda conoció que YHWH, y no Baal, era el Señor de su vida y de la de su hijo al igual que lo era de aquella del profeta, y el Único que, a través de los alimentos, la podía conservar providencial y y misericordiosamente.
En cuanto al evangelio, las dos partes en que puede dividirse están vinculadas por la referencia a las viudas (Mc 12,40.42). En la primera parte (Mc 12,38-40), Jesús pone en guardia sobre la hipocresía de los escribas; y en la segunda, viendo la ofrenda ejemplar de la viuda pobre, enseña en qué consiste la auténtica generosidad y la total confianza y amor a Dios (12,41-44).
Ya cercano a su pasión, Jesús se encuentra en la explanada del Templo y enseña sobre la necesidad de vivir con integridad y autenticidad la relación con Dios. Porque el fuero interno de la persona, es decir, todo lo que concierne a sus pensamientos, sentimientos y proyectos, y sus acciones deben ir al unísono y conformarse a la voluntad divina, a aquello que verdaderamente agrada a Dios, llama la atención sobre la hipocresía que puede esconderse detrás de una aparente vida piadosa, tal y como sucedía con los escribas.
No obstante fuesen impulsados por su celo en cumplir el querer divino expresado en la Torah, los escribas terminaban viviendo hipócritamente al buscar el beneplácito y el reconocimiento de los hombres en vez de aquel de Dios. Deseando cumplir, por ejemplo, el mandato mosaico referente al tallit, consistente en una amplia capa utilizada para orar, y a los vistosos flecos impuestos por la Ley (Cf. Nm 15,37-41), llegaban a vestir ampulosas vestiduras, sobre todo los sábados cuando se realizaba el servicio divino en la sinagoga y tenían lugar los banquetes solemnes aludidos por Jesús. Querían, con ello, llamar la atención y distinguirse de los demás, así como ser reconocidos públicamente como personas entregadas al cumplimiento de la Ley y, por tanto, “superiores” al resto; por eso se atribuían el derecho de ser saludados antes que nadie, y con un sonoro y reverencial: “¡La paz contigo!” (shālôm ’ălêjā), al pasar por las calles y plazas. De igual modo, ambicionaban también los puestos de honor en las sinagogas, es decir, el asiento más próximo al rollo de la Torah o los asientos con respaldo y brazos que se elevaban sobre un podio, para poder ser vistos e identificados por los demás como “maestros”. Deseaban, asimismo, ocupar los primeros puestos en los banquetes, esto es, aquellos más próximos al anfitrión (Cf. Lc 14,8-10). Sobre estos particulares, Jesús enseña a sus discípulos a que, lejos de ambicionar el honor del saludo, sean ellos los primeros en saludar (Cf. Mt 5,47; 23,7-8.11), y a que, lejos de pretender los primeros puestos, ocupen, como siervos suyos que son y sabedores de que el Padre “ve en lo secreto”, el puesto más humilde (Cf. Lc 14,10).
En cuanto intérpretes oficiales de la Ley mosaica, los escribas eran los juristas de entonces, y se hacían pagar muy bien las consultas y el apoyo legal que ofrecían a las viudas, al mismo tiempo que manifestaban una gran piedad y dedicación a ellas en la oración (Cf. Mc 12,40). En definitiva, movidos por todos estos intereses humanos, los escribas manipulaban y desacralizaban la religión y desvirtuaban el conocimiento de Dios. Y Jesús, como Maestro bueno, no duda en desvelar esa tendencia generalizada de pretender “encarnar” una función superior dentro del pueblo de Dios por su religiosidad y enseñanza (a la que atribuían una autoridad de revelación quasi inmediata). Y les acusa porque, conociendo lo que hay en el corazón humano, veía que, en realidad, lo que les movía, so capa de auténtica piedad religiosa, era la ambición y los honores mundanos, tal y como lo demostraba su conducta con las viudas. Se engañaban a sí mismos y engañaban al pueblo; eran guías ciegos, cuyos frutos les delataban como desconocedores de Dios e incapaces, por tanto, de entrar en el seno de Dios y de introducir en Él a las personas de las que se tenían por maestros. Pero estas palabras francas y directas de Jesús, que delataban la verdad que latía en el corazón de los escribas, les incomodaron y provocaron en ellos tal odio contra Él que les condujo a condenarle a muerte, por blasfemo, al ser juzgado por el Sanedrín (Mc 14,53.64). No comprendieron, entonces, que aquel que condenaban era el que les salvaba, ya que eran ellos los que se encontraban bajo una palabra de juicio veraz, pues sus actitudes ya habían sido declaradas como hipócritas y merecedoras de «una sentencia más rigurosa» (Mc 12,40) en el momento del Juicio escatológico.
Con esta enseñanza, Jesús no quiere sembrar miedo en nuestro corazón, sino llamarnos a la conversión y a la fe en Él al hacernos conscientes de que nuestro obrar, en consonancia con la intención interior y según se ajuste o no al querer divino, tiene importantes consecuencias en relación con la vida eterna.
Después de esta instrucción, Jesús se sienta, como Maestro, en frente del gazofulákion, que significa literalmente en griego: “custodia o cámara del tesoro”. Esta cámara, instaurada probablemente por el sacerdote Yehoyadá en el s. ix a.C. (2Re 12,10), estaba situada junto al “atrio de las mujeres” y, en su exterior, estaban disponibles, para recoger las ofrendas, trece cajas con forma de trompeta o embudo (anchas por arriba y estrechas por abajo). Cada una de ellas tenía escrito un nombre en arameo que indicaba el destino de su contenido. Cuando el oferente llegaba, se aproximaba al sacerdote encargado de recibir la ofrenda y proclamaba en alta voz la suma que entregaba y su finalidad, que depositaba seguidamente en la alcancía correspondiente. Este protocolo no era desaprovechado por los ricos, que no dudaban en hacer ostentación de su riqueza, considerada habitualmente un signo de la bendición de Dios, y de manifestar a los ojos y oídos de los presentes su generosidad, dada las elevadas sumas que vertían en el Tesoro; sin embargo, en la mayoría de los casos lo que se buscaba con esto era un reconocimiento social y “religioso” de veneración, que el sacerdote de turno convalidaba con el agradecimiento y las múltiples y visibles atenciones que les otorgaba.
Teniendo como trasfondo este contexto, Jesús observaba a la gente y reparaba en el dinero que cada uno echaba en el arca. Y en ese momento fue cuando irrumpió en la escena una viuda que, como la delataban seguramente sus vestidos, era muy pobre y que tiró tan sólo dos leptones en una de las cajas. El leptón, compuesto de 12 gramos de cobre, era la octava parte del as y la moneda griega más pequeña en circulación. Dos leptones hacían un cuadrante, es decir, la moneda romana más pequeña, equivalente a la cuarta parte del as. Si tenemos en cuenta que el jornal de un día de trabajo solía rondar los dieciséis ases, y que con un as tan sólo se podía comprar dos gorriones (Mt 10,29), queda claro que la cantidad depositada por la viuda fue verdaderamente insignificante. Por eso probablemente ninguno de los presentes reparó en ella y en su ofrenda del todo irrisoria, excepto Jesús y, en Él y con Él, Dios mismo, que la saca del anonimato y la sitúa por encima de todos los demás oferentes, presentándonosla así como un ejemplo a imitar y exhortándonos a recapacitar en el modo como Dios ve y juzga nuestras acciones. La importancia de esta enseñanza lo subraya la expresión inicial que, seguramente, retorna al modo de hablar del mismo Jesús (a su ipsissima verba): “En verdad os digo” (amēn legō humín).
La acción de la viuda pobre contrastaba con la hipocresía y codicia de los escribas y de los ricos. Ella echó “más que” todos ellos, porque mientras los ricos daban “de lo que les sobraba”, sin que ello repercutiera en su propio patrimonio ni amenazase su subsistencia, ella se dio a sí misma en la ofrenda (“todo su sustento”), sin reservarse siquiera un leptón. Teniendo poco pudo haberse excusado diciendo: “No puedo dar nada, ni echar nada en el Tesoro, porque tan sólo dispongo de lo necesario para sobrevivir malamente”; pero no fue así, sino que ofreció toda su pobreza sin que ésta fuera un pretexto para guardarse algo para sí misma. Demostraba así que amaba a Dios con todo su ser, sin fisura entre su corazón y su acción. Dios era para ella más importante que ella misma, y su obrar sirvió (y sirve) para iluminar y salar la vida de los demás. En su extrema pobreza, la viuda mostró una generosidad total y una confianza plena en la providencia divina, sin agobiarse por el mañana (Cf. Mt 6,31.34), y prefiguró el cercano don total de Jesús, que revelará el amor providente de Dios al entregar su propia vida por la salvación del mundo (Cf. Mc 10,45).
Este episodio, que sella el final de la actividad pública de Jesús, ofrece un mensaje de esperanza para todos, especialmente para los pobres que se creen abandonados por Dios. Él, como nos enseña Jesús, quiere conquistar nuestro corazón y no nos juzga por las posesiones que tenemos ni por la cantidad que ofrecemos, sino por la generosidad e intención del corazón que confía en Él sin reserva alguna. Por eso, como dirán los Padres de la Iglesia, cada una de estas viudas es símbolo de la Iglesia pobre, del creyente que confiando en Dios y amándole con todo su ser, se abre al servicio de los demás imitando a Jesucristo.
En efecto, Jesús nos enseña a “echarnos en el Tesoro del Templo que son los brazos del Padre” dándonos a nosotros mismos en aquello que damos, según la largueza misma de Dios que “se da a sí mismo entregándonos todo lo que tiene: su Hijo único” (Cf. Rm 5,8.10). Y el Hijo se entrega a sí mismo por amor al Padre y a los hombres, sin reservarse ni una gota de sangre, aceptando morir por nuestros pecados. Esta generosidad extrema se hace de nuevo patente en la Eucaristía, donde nos da su cuerpo y su sangre, y, en ellos, su mismo amor, con el que nos impulsa y capacita para vivir amando como Él nos ha amado.