Ap 11,19; 12,1-6.10
Sl 44(45),10.11-12.16
1Cor 15,20-27
Lc 1,39-56
Celebramos hoy la asunción de María en cuerpo y alma a la gloria celeste. Las lecturas bíblicas nos ayudan a contemplar este misterio. La primera lectura, tomada del Apocalipsis, habla de una mujer vestida del sol que aparece en el cielo como un gran signo. En la segunda lectura, Pablo explica a los cristianos de Corinto que la resurrección acontece con un cierto orden. Por último, el fragmento evangélico narra la visitación de María a su pariente Isabel, momento en el que María expresa su alegría y agradecimiento a Dios, sentimientos que, en su asunción, alcanzaron todavía una manifestación y significación más plenas.
María, dice Isabel, es “la bendita entre todas las mujeres” porque en su seno acontece la presencia suprema de Dios en medio de la humanidad, porque “el fruto de su seno es el Bendito”. Por eso María es la Theotókos, “la Madre de Dios” (como será proclamada en el concilio de Éfeso el año 431). En la maternidad de María se entrelazan el cielo y la tierra, lo divino y lo humana, la opera maravillosa de la Encarnación del Verbo.
También Isabel dice que María es la “bienaventurada por su fe”, ella es “la creyente”, la que responde de modo perfecto a la palabra que Dios le ha dirigido. Lo que acontece en el seno de María no es fruto de la generación humana, sino obra del Espíritu Santo. Es una maternidad espiritual que reclama también de María la fe para poder comprenderse a sí misma y su misión. Ella ha escuchado y ha observado la Palabra de Dios (Cf. Lc 11,27-28). Ella es una “pobre en el Espíritu”, porque su único apoyo está en Dios, y no en el orgullo, en la propia fuerza, en las propias posesiones. En ella se manifiesta el destino de los pobres del Señor, humillados y despreciados por los hombres, pero exaltados por Dios a la comunión de vida y felicidad eterna con Él.
Los caminos y los pensamientos de Dios no son como los nuestros. El triunfo, la potencia, el éxito económico y político, popular, espectacular, no cuadran con el modo de ser de Dios. De hecho, el Hijo se encarna como hombre pobre y sencillo y nace sin fasto ni grandezas humanas; su vida terrena culmina de modo ignominioso; forma una comunidad de gente más bien ruda a la que confía la misión de extender el Evangelio. Y no la prepara para usar las armas bélicas sino que la reviste con la humildad, la pobreza de Espíritu, la misericordia y la pureza de corazón.
Y como hoy nos muestra la asunción de María, lo que prevalece es la acción divina, cuya gloria eterna está destinada a los humildes y justos.
En este día, una generación tras otra proclama que María es bienaventurada y que vive plenamente la alegría de la comunión con Dios. La asunción es un privilegio que Dios concede a María porque no quiso abandonar a la corrupción el cuerpo santo que había acogido y dado la carne y la sangre a su Hijo para que, en cuanto Hombre, realizase la salvación del mundo. Jesús ha llevado consigo a su madre para que participara de su gloria celeste. Y María no nos ha abandonado, sino que como Madre del Señor y Madre nuestra, continúa intercediendo por cada uno de nosotros, hijos suyos.
Pablo habla de la resurrección y dice así: «Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su Venida» (1Cor 15,22-23). La resurrección tendrá lugar en el momento de la Parusía, cuando Cristo se manifieste a todos en la gloria de su Padre, sin embargo Dios ha querido que María, asociada de modo singular a la pasión y muerte de Jesucristo, mereciera, tras la resurrección de Cristo, preceder a todos los demás y ser asunta al Cielo en cuerpo y alma. Ella se convierte así en signo de la resurrección de todos los fieles en Cristo.
También la imagen de la mujer del Apocalipsis nos ayuda a comprender la gloria de María, aunque no se refiera directamente a su asunción: «Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores de parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12,1-2).
Esta Mujer está en lucha con el Dragón rojo, imagen del demonio, de la serpiente antigua, de Satanás, cuyo deseo era “devorar al niño de la mujer en cuanto éste naciera” (Ap 12,4). Toda la vida de Jesús fue una persecución del Mal para terminar con Él, ya desde su nacimiento con el asesinato de los niños inocentes y hasta su muerte en la cruz. Pero Dios le protegió, le justificó y realizó en su Hijo la redención de los hombres, arrebatándole de los lazos de la muerte, resucitándolo y ascendiéndole al Cielo, sentándole en su Trono como Señor de toda la creación (Cf. Ap 12,5).
El símbolo de la Mujer hace referencia al pueblo de Dios, a la Iglesia de los creyentes, que engendra en su seno, por obra del Espíritu Santo, al Mesías, pero también se refiere de modo particular a María, figura prominente de la Iglesia, que dio a luz a Jesucristo, “el hijo varón”. Ella aparece unida al triunfo de su Hijo y participa, con su asunción, de “la salvación, de la fuerza y del Reino de nuestro Dios y de la potencia de su Cristo” (Ap 12,10).
Es motivo de gran alegría celebrar esta fiesta de la Asunción y de contemplar a María glorificada junto a su Hijo en los Cielos. Y es causa de esperanza y de gozo saber que ella, como Madre nuestra, intercede ante Dios por cada uno de nosotros hasta el fin de los tiempos, haciéndose cercana de los débiles, de los enfermos, de los abandonados, de los afligidos, de los pecadores para invitarlos a la conversión, de los desesperados para elevar la mirada de su corazón hacia el amor misericordioso de Dios.