Puede parecer una evidencia, pero se impone la urgencia de recordar que la así (mal) llamada “Inteligencia Artificial (IA)” no se ha autogenerado, no se ha dado la existencia a sí misma, no ha empezado a funcionar y cavilar por su propia virtud. ¿De dónde viene? ¿Por dónde ha aparecido? ¿Qué principios ponen en movimiento esa herramienta llamada ChatGPT para alcanzar a brindar una homilía impecable (e incluso profunda, bonita y sugerente) para el sacerdote que no se siente inspirado o va mal de tiempo para preparar la celebración dominical de la Eucaristía y el sermón que vaya a pronunciar ante su asamblea?
El problema no radica en un escrúpulo de ortodoxia sobre el contenido del escrito que produzca la inteligencia artificial, pues nos podemos encontrar con homilías -o bien, oraciones, reflexiones, estudios, planteamientos de debates, trabajos y un largo etcétera- que resultarían de un acierto encomiable y no solo por su contenido sano, sino también, pastoralmente, por su lenguaje adecuado para los destinatarios para los que nos quisiéramos dirigir. ¡La cuestión vital y decisiva es previa!
¿Cuáles son los presupuestos? ¿Desde qué planteamientos se compatibiliza con una coherencia de fe? Aunque el tema requiere una reflexión mucho más sosegada y profunda, podemos anticipar la urgencia de una cautela ante la inteligencia artificial, al menos, en lo que a cuestiones de fe y moral se refiere. Si sirve de pista que ponga sobre la mesa en la Iglesia un debate serio, dejamos a continuación un primer apunte.
En su carta a los Romanos afirma san Pablo: En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. (Véase Rm 8,14-17, o mejor aún todo el capítulo 8). La vida cristiana, la fe, la oración eclesial y personal, tienen por vocación ser motivadas, animadas, sostenidas, cumplidas por la gracia de Dios, por el soplo del Espíritu de Dios.
La inteligencia artificial no funciona necesariamente por principios neutros o benevolentes para con la fe de la Iglesia y la vida cristiana. La inteligencia artificial, así como gran parte de lo que tiene que ver con la tecnología se mueve por algoritmos lógico-matemáticos, por principios probabilísticos etc. No cuadra con la enseñanza del Apóstol que, en lugar de dejarnos inspirar por el Espíritu -ya sea para la catequesis, para la homilía, para preparar un texto en un momento de oración grupal- nos conformemos con dejarnos llevar por aquello que nos propongan una serie de algoritmos…
Alguno podrá protestar: “-Pero, si la oración es bonita y sugerente, y además no es la inteligencia artificial la que debe rezar soy yo quien reza con apoyo a un texto. Si puedo ayudarme con la lectura de un texto de un san Juan de la Cruz para empezar un rato de oración, y voy a ser yo el que prosiga la oración, ¿por qué esa cautela a iniciar la oración con la lectura de un texto de ChatGP?”
Esta última cuestión la responde la historia ya acaecida en nuestros días. No se trata de una teoría sobre lo que puede llegar a suceder. Se sabe que, entre otras muchas plataformas de internet, redes sociales como Facebook o Twitter, sin que hubiera ninguna persona que a título personal cribara las entradas de dichas redes, han relegado -mediante algoritmos de funcionamiento- a lugares de muy poca repercusión pública mensajes que comercialmente no interesaban. Estos podían ser de índole política (Trump vs Biden), ético-religiosa (no hace falta mencionar cuánto vende la sugerencia publicitaria con subidos grados de sensualidad, por no decir obscenidad), o simplemente comerciales (se ven más a los ‘influencers‘ que más seguidores tienen, y estos a menudo, acaban siendo patrocinados para publicitar lo que le interesa a una determinada marca, lo cual, le permitirá aparecer en los primeros puestos).
Nada desde la fe garantiza en la inteligencia artificial que, aún en nuestra torpeza en la vida de hijos e hijas de Dios, nos pueda guiar tan eficazmente a una saludable y coherente vida cristiana como Dios mismo, movidos por su Espíritu para configurarnos más y mejor con Jesucristo y llevar así, a cabo, la misión que ha encomendado a su Iglesia.
El científico británico Stephen Hawking, que no era precisamente un pilar de Iglesia, llegó a decir en una entrevista al periódico ‘El Mundo’ (2014):
“Lo que quise decir cuando dije que conoceríamos ‘la mente de Dios’ era que comprenderíamos todo lo que Dios sería capaz de comprender si acaso existiera. Pero no hay ningún Dios. Soy ateo“
El mismo Hawking, cuyo grado de fe él mismo confesó en reiteradas ocasiones y en diversos escenarios, alertó ya en 2014:
«El desarrollo de una completa inteligencia artificial podría traducirse en el fin de la raza humana. Los humanos, que son seres limitados por su lenta evolución biológica, no podrán competir con las máquinas, y serán superados».