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Luz en mi Camino

29 julio, 2024 / Carmelitas
18º Domingo Tiempo Ordinario (B)

Ex 16,2-4.12-15

Sl 77(78),3.4bc.23-24.25.54

Ef 4,17.20-24

Jn 6,24-35

Después del milagro de la multiplicación de los panes, proclamado el domingo pasado (Jn 6,1-15), Jesús se retiró solo a una montaña y seguidamente caminó por las aguas hasta alcanzar a sus discípulos que estaban en la barca atravesando el mar, y juntos llegaron a Cafarnaúm (Jn 6,16-21), ciudad del lago de Tiberíades en la que el Señor había establecido su “centro de operaciones” al comenzar su vida pública, y en la que a menudo había predicado y realizado milagros. Y allí, en la sinagoga que se emplazaba seguramente en el mismo entorno en el que vemos actualmente las ruinas de la sinagoga edificada el s. v d.C. (Cf. Jn 6,59), dirige Jesús el “discurso del pan de vida” a la gente que había participado en la multiplicación y que le había estado buscado hasta encontrarlo, para desvelarles el profundo significado del signo de los panes realizado el día anterior (Cf. Jn 6,22-25).

     La gente, que le ha buscado porque se había sentido saciada tras comer los panes (Jn 6,26), le recuerda ahora a Jesús el episodio del maná comido en el desierto en tiempos de Moisés (Jn 6,31). Jesús quiere que sus interlocutores penetren en el sentido profundo del signo y no se queden tan sólo en lo material, en que se sintieron saciados y en el deseo de que “el Mesías-Rey” sea aquel que les cubre las necesidades materiales y terrenas (Cf. Jn 6,14-15.26). A ese evento se refiere precisamente la primera lectura tomada de Ex 16, en la que se narra el gran don que Dios dio a su pueblo en el desierto: como un padre que cuida de sus hijos, preparó para Israel, en medio de aquellas áridas y desoladas tierras, el banquete del maná. Así fue, Dios escuchó las murmuraciones de los israelitas, hambrientos y con deseos de volver a Egipto para saciar sus estómagos, y les ofreció carne por la tarde y pan por la mañana que les hartase y reconociesen que el Señor era el Dios que les protege y mira por su vida (Ex 16,12-14).

     El maná, un término hebreo que significa “¿Qué es (esto)?” (Ex 16,15), es en realidad una sustancia resinosa-lechosa de gran poder nutritivo segregada por insectos que viven en las hojas de ciertos tipos de tamarisco en la región central del Sinaí. Esta sustancia debe recogerse muy temprano, antes que el sol la derrita. Los beduinos de aquella región continúan hoy en día usándola para preparar tortas y pasteles, y para endulzar las bebidas. En las circunstancias dramáticas que vivían los israelitas en aquel momento del éxodo, este alimento aparecido en un lugar y en un momento en el que la vida de todos estaba en serio peligro, fue visto como un don de Dios que nutría a su pueblo extenuado y desfallecido de hambre. Por eso Israel ya había visto desde antiguo en ese alimento un signo de lo Alto y lo denominó “pan del cielo” o “pan de los ángeles” (Cf. Ex 16,4-5; Sl 78,4; Sab 16,20-21). Moisés mismo les había explicado que el maná era “el pan que YHWH les daba por alimento” (Ex 16,15) para que pudiesen continuar su camino por el desierto hasta la Tierra Prometida sin pasar más hambre.

     Pues bien, Jesús, retomando dicha alusión al maná, enseña a la gente que delante de ellos se está actualizando aquel evento de un modo pleno y definitivo. Dios-Padre está ofreciendo el “verdadero pan” a todo Israel y a toda la humanidad, el único que verdaderamente ha bajado del cielo y da la vida al mundo (Jn 6,32-33). Jesús revela que Él es el “pan que ha bajado del cielo”, cuando afirma: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,35a). El verdadero maná es Cristo porque es el signo perfecto del cuidado amoroso que Dios tiene por su pueblo (Cf. Jn 3,16). Jesús, el verdadero pan de la vida, no sólo quiere saciar los cuerpos sino también las almas. El suyo es un don espiritual que puede calmar los deseos más profundos del ser humano, por eso nos invita a conseguirlo para poder vivir eternamente (Jn 6,27).

     El hombre es tentado a lo largo del “desierto” de su vida por muchos tipos de alimentos, aparentemente muy sabrosos y exquisitos, pero que al final producen amargor, indigestión y terminan por envenenar la propia existencia. También es tentado de muchas fuentes de agua que, lejos de calmarle la sed, le producen una sed todavía más profunda, ansiosa e insaciable. Es Jesús el que afirma que en Él el hombre encuentra el alimento y la bebida que busca en su existencia: «El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed» (Jn 6,35b).

     Jesús es y ofrece el “pan de vida” que sacia toda hambre y el “agua viva” que apaga toda sed (Jn 4,14; 6,35.51; 7,37). Frente a tantas ideología, modernismos, formas religiosas exóticas y aparentemente consoladoras que lejos de curar y saciar la mente y el alma las ofuscan y entenebrecen, y endurecen el corazón para que no ame verdaderamente afirmado en el amor y en la vida de Cristo, la liturgia de hoy nos propone acercarnos a Cristo, a su persona y palabra, porque es el Único que sacia el hambre y la sed de vida, de sentido pleno de la existencia y de amor auténtico y eterno, que tiene el corazón humano.

     Entre los contrastes que presenta el texto, como el “alimento perecedero” y el “alimento que permanece para vida eterna” (Jn 6,27) o el pan-maná del desierto y “el verdadero pan del cielo” (Ex 16,14; Jn 6,35), está la contraposición existente entre “las obras de Dios” que quieren realizar los interlocutores de Jesús y “la obra de Dios”, es decir, la fe en “el enviado de Dios” que les reclama Jesús (Jn 6,28). Los hebreos se preocupan en cumplir la Ley y piensan que la relación con Dios es similar, en este caso, a la de un patrón que asigna qué se debe hacer y los siervos que lo obran. Por un lado están los multitud de observancias y prescripciones que la Ley mosaica exige obrar para cumplir así la Alianza establecida por Dios en el Sinaí, por el otro Jesús reclama una única obra que, también es cierto, da sentido a todas las demás, ya que “la fe” es un don de Dios que reclama la adhesión total del propio ser al Dios que se revela en su Hijo. La fe es consagrarse a Dios con todo lo que uno es y hace, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, con toda la mente. La fe y el amor es el fundamento de toda la existencia y la respuesta apropiada a Dios que no se conforma con actitudes exteriores, con alguna devoción o con algunas obras de caridad. La fe es una obra de Dios en nuestras vidas, una obra en la que participamos y colaboramos adhiriéndonos y entregándonos totalmente al seguimiento de Jesús y, por medio de Él, al cumplimiento de la voluntad del Padre.

     Para creer, la gente pide a Jesús un signo que manifieste su autoridad y su potencia. Si sus padres comieron el maná, “pan que venía del cielo”, ¿qué les da Él a comer que venga de Dios? Los padres creyeron en Dios y en Moisés, ¿qué hace Jesús para que, además de creer en Dios crean en Él? Jesús corrige el pensamiento de los interlocutores afirmando que no fue Moisés quien les dio el pan del cielo, sino que «es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,32-33). Así es, Jesús ha bajado del cielo porque es la Palabra de Dios hecha carne (Jn 1,14) y por tanto aquel que ha salido del seno mismo de Dios, el Dios que se da a sí mismo y que comunica, por consiguiente, la vida eterna, la vida de comunión con Dios en la fe, la esperanza y el amor.

     Estos contrastes nos ayudan a comprender la conversión cristiana de la que nos habla el apóstol San Pablo y que consiste “en despojarnos del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias y en renovar el espíritu de nuestra mente, revistiéndonos así del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,22-24).

     Jesucristo es el Hombre nuevo que nos da una mente y un corazón nuevos derramando en nosotros su mismo Espíritu de amor. Pidamos pues al Señor que no deje de invitarnos a creer en Él y de enseñarnos a adherirnos a Él con auténtica fe para poder de ese modo “comerle” sacramental y existencialmente, puesto que sólo en Él, con Él y por medio de Él, podemos encontrar la vida y la paz que, como seres creados a imagen y semejanza de Dios, anhelamos.

 

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