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Luz en mi Camino

28 abril, 2025 / Carmelitas
Tercer domingo de Pascua (C)

He 5,27b-32.40b-41

Sl 29(30),2.4.5-6.11-12a.13b

Ap 5,11-14

Jn 21,1-19

     El relato evangélico joánico de este tercer domingo de Pascua nos presenta una aparición de Jesús resucitado acontecida en Galilea, a orillas del mar de Tiberíades, de manera sencilla e inmersa en la vida cotidiana de los discípulos. También las otras lecturas nos hablan del Resucitado y del testimonio que sobre Él se da tanto en el Cielo como en la tierra.

     La aparición de Jesús consta de tres escenas muy emotivas e intensas, vinculadas entre sí y, al mismo tiempo, diferenciadas: el encuentro de Jesús y la pesca milagrosa; la comida con el Resucitado; y, por último, el diálogo entre Jesús y Pedro. Como en las ocasiones precedentes, Jesús aparece también esta vez de manera inesperada. Se presenta en la orilla del lago de Galilea mientras un grupo de siete discípulos está pescando, es decir, realizando el trabajo que, para la mayor parte de ellos, significaba la faena y el sustento cotidianos.

     La aparición de Jesús conlleva una enseñanza muy importante para ellos, que aprenderán la clara diferencia existente entre realizar las cosas al “margen” de Jesús o, por el contrario, “con y en” su Nombre. Una enseñanza que tendrán que aplicar siempre, en todo lo que hagan, tanto en la evangelización como en los quehaceres y circunstancias de la vida ordinaria.

     Aunque habían pasado toda la noche faenando, los discípulos no habían capturado ni un solo pez, por lo que no podían “vender” u ofrecer cosa alguna a aquel desconocido que se había dirigido a ellos diciéndoles: «“Muchachos, ¿no tenéis pescado, verdad?” Ellos contestaron: “No”» (Jn 21,5). Sin embargo, a pesar de su cansancio y desilusión, obedecieron dócilmente al consejo que les dio: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis»; y el milagro aconteció: «La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces» (Jn 21,6). Aquel desconocido les había indicado el “lado derecho” que, según el lenguaje y la mentalidad semítica, representa el lado de la buena suerte, del favor y de la bendición divina, y habiendo sido dóciles a su palabra, pudieron ver manifestado que el poder de Jesús resucitado actúa a favor de los suyos en todos y cada uno de los acontecimientos diarios, y que lo hace para proporcionales la vida en abundancia (ejemplificada en los peces).

     La red rebosante de peces que no se rompe, el grupo de discípulos en número de siete — símbolo de plenitud y totalidad humana —, y la barca, aluden a la Iglesia, orientada hacia el Señor resucitado, y alimentada y sostenida por Él.

     Pero a Jesús ya no pueden reconocerle con la simple mirada o con la familiaridad de los sentimientos naturales previos a la resurrección, ahora les reclama la mirada de la fe, de esa fe pascual que es capaz de penetrar y comprender su presencia a través de los signos que Él realiza, en este caso, a través de la pesca milagrosa cuando ya nada se podía esperar dada la hora de la mañana y el cansancio que tenían, y, seguidamente, en el sencillo y frugal banquete que Jesús mismo prepara para todos ellos.

     El banquete, a base de peces y de pan, remite a otras comidas compartidas con Jesús, en particular a la Última Cena y a aquella otra mantenida con los discípulos de Emaús (Cf. Lc 24,30-31). Las “brasas”, sobre las que son preparados los peces, simbolizan el fuego ardiente del Espíritu Santo que llenaba el corazón de Jesús en su pasión y que posteriormente ha infundido sobre sus discípulos (Cf. Jn 20,22). Este sencillo banquete evoca, por tanto, la Eucaristía, la misma Cena que continuamos celebrando en nuestra liturgia dominical y que Jesús nos ha preparado sobre el fuego de su Amor extremo manifestado en su Pasión.

     Pero también los apóstoles colaboran en esta comida con los peces que aportan. La gratuidad de Dios reclama una respuesta semejante y concreta al Amor que ha donado. Los peces que los apóstoles llevan son un don del Señor en el que ellos han colaborado siendo obedientes a su palabra, de ahí que también sean “obra suya”. En la Eucaristía, por tanto, Jesús resucitado nos ha preparado su mismo Cuerpo, pero desea que también llevemos algo de nosotros mismos, de nuestra existencia fecundada por la potencia de su Amor al poner por obra, en la fe y la caridad, su palabra. Por eso, al presentar los dones del pan y del vino sobre el altar, el sacerdote dice: «Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan y este vino, frutos de la tierra, de la vid y del trabajo del hombre…». Es la bendición que Jesús mismo pronunció; en ella, la tierra se refiere a la Tierra Prometida en la que el pueblo puede dar gloria a Dios y agradecerle permanentemente el fruto que, por su misericordia y providencia, produce el trabajo del hombre. Sí, sin la aportación del fruto del trabajo del hombre, la Eucaristía no estará completa. El amor debe ser recíproco, de Jesús hacia nosotros y de nosotros hacia Jesús, y concretizado en la vida y en ofrendas reales, no en un sentimentalismo vacío, fútil y efímero, ni en una vida vivida al margen de su voluntad.

     En el diálogo entre Jesús y Pedro, que conforma la última escena de este tríptico, Pedro es sanado y confirmado en su primado para pastorear el rebaño de Jesús, la Iglesia. El fundamento de todo es el amor, tanto emocional y afectivo (philéō) como espiritual y oblativo (agapáō), es decir, del amor que conlleva dar la vida por la persona amada. La triple confesión de fe y de amor en Jesús, tras su triple negación durante la pasión, muestra que la tarea de “pastorear” es consecuencia y efecto del amor, un amor que será expresado concretamente en el servicio de gobierno y autoridad dentro de la comunidad cristiana.

     El único y supremo Pastor, Jesús (Cf. Heb 13,20), se hace visible en la Iglesia a través de la acción del pastor-terreno que Él mismo establece: Pedro, quien debe guiar al rebaño de Cristo hacia los pastos de Dios. Además, el pastor-terreno comparte también el destino de Jesús pues está llamado a “dar la vida por las ovejas”, y Pedro, en particular, lo cumplirá sufriendo el martirio, dando así gloria a Dios con su muerte.

     Es ahora cuando Jesús puede decirle a Pedro aquello que, antes de la Pasión, no pudo: «¡Sígueme!» (Jn 21,19). En aquel momento, Pedro no podía seguirle (Cf. Jn 13,36), porque era necesario que Jesús abriese definitivamente, en su propio Cuerpo, el Camino que conduce a la Vida, a la unión con el Padre. Pedro tenía que aceptar la palabra de Jesús, que era un don para él, y esperar su retorno como vencedor de la muerte y del pecado. Pero después de la resurrección y de la conversión de Pedro — que ha llorado amargamente su pecado (Cf. Mc 14,72), ha acogido la paz de Jesús, y ha confesado humildemente que sólo Él sabe que le ama y que ya no se fía de sí mismo, ni de su conocimiento, ni de sus propias fuerzas (Cf. Jn 20,19.21.26; 21,15-17) —, queda abierto para él el camino del seguimiento, basándose exclusivamente en la misericordia y el amor recibidos del mismo Señor.

     El anuncio profético que Jesús dirige a Pedro sobre su muerte futura, para dar testimonio de Él y glorificar a Dios (Cf. Jn 21,18-19), ya se vislumbra en la lectura de los Hechos. Pedro sufre los azotes (cuarenta menos uno, como establecía la Ley) de manos del Sanedrín de Jerusalén (Cf. He 5,27.40), y sus labios ya no se abren para negar y renegar de Jesús, sino para hacerle presente con sus palabras y en su mismo sufrimiento, proclamando su esperanza y certeza en la resurrección de Jesús, resucitado y exaltado por Dios, es decir, para anunciar que Jesús de Nazaret sigue presente y cercano en la historia humana pero de un modo misterioso y sólo experimentable por la fe, una fe que permite percibir y comprender su acción potente y misericordiosa en los eventos de la historia y de la vida humana.

    También en la asamblea y liturgia celeste, de la que nos habla el Apocalipsis, se contempla al Cristo pascual, el Cordero degollado. En torno al Padre y al Hijo, una multitud incontable de ángeles entona un himno de alabanza eterna, al que responden todas las criaturas diciendo: «Al que se sienta en el trono y al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos» (Ap 5,13). Nuestra liturgia pascual participa de esta perfecta adoración celestial y da testimonio de ella, elevando al Padre y al Hijo, en el Espíritu Santo, un canto de alabanza que espera alcanzar un día aquella perfección y la eternidad celestial.

     Todas las lecturas nos invitan, por tanto, a comprender que la acción de Jesús resucitado es eficaz en la historia humana, en la que no cesa de dar signos de su amor, y se hace presente, de modo muy particular, en su Iglesia a través del ministerio apostólico, de la predicación evangélica, del testimonio cristiano, y de los sacramentos, concretamente en la Eucaristía.

     Pidamos pues a Dios que, por medio de la Eucaristía que hoy celebramos, infunda en nuestras mentes y corazones una fe viva que convierta nuestros corazones en brasas ardientes de amor, del mismo amor de Cristo, para que, en todo momento y circunstancia, no cesemos de dar gloria a Dios y a Jesús resucitado por medio del Espíritu que Él mismo nos ha dado.

 

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