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Luz en mi Camino

23 diciembre, 2024 / Carmelitas
Solemnidad de la Sagrada Familia: Jesús, María y José

1Sam 1,20-22.24-28

Sl 83(84),2-10

1Jn 3,1-2.21-24

Lc 2,41-52

Jesús, el Verbo de Dios hecho carne, creció como un hombre en el marco de una familia humana: la Sagrada Familia, que es el paradigma de toda familia cristiana.

El evangelio se detiene en un evento acontecido a la familia de Nazaret cuando, con ocasión de la Pascua judía (Lc 2,41-42), subió como de costumbre a Jerusalén. Jesús, que tenía en aquel momento doce años, aparece en el Templo “sentado — como un maestro — en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles” (Lc 2,46). Este episodio concluye los relatos de la infancia lucanos, que también habían comenzado en el Templo, donde Zacarías recibió el anuncio del ángel sobre el nacimiento de su hijo Juan.

La “subida a Jerusalén” (Cf. Lc 9,51–19,27), el encuentro con los doctores de la Ley, y la desaparición de Jesús durante “tres días”, orientan hacia la comprensión de la última Pascua, momento culminante de la vida de Jesús y de la salvación del hombre a través de su pasión, muerte y resurrección. De ahí que lo vivido por María sea ejemplo de lo que está llamado a vivir todo discípulo de Jesús a lo largo de su existencia, hasta que lo encuentre “al tercer día” (que teológicamente expresa el momento de la resurrección y de la ascensión; Cf. Lc 24,51.53) en “la casa del Padre”, que es la meta de la fe.

Al cumplir los doce años, los judíos celebraban lo que hoy denominan bar-mitzvah (= el “hijo del mandamiento o del precepto”), esto es, el joven hebreo era reconocido oficialmente como plenamente responsable para cumplir los preceptos de la Ley y de la tradición religiosa judía. Uno de estos “preceptos” era, precisamente, la obligación de peregrinar a Jerusalén en las fiestas de Pascua, de Pentecostés y de las Tiendas. Esta solemne circunstancia es la ocasión utilizada por Jesús para realizar la primera gran revelación de sí mismo, y manifestar la conciencia que tenía de su destino y de su misión.

Al hablar de Dios como “su Padre”, Jesús distingue entre la familia terrena y aquella divina, dejando entrever el misterio y la autoconciencia de su origen divino. La segunda lectura nos recuerda que a nosotros se nos ha concedido, por medio del bautismo, la gracia de participar en la filiación divina de Jesús, a través de quien Dios, que nos supera más allá de lo imaginable, nos ha acogido e introducido en su “casa” como “hijos en el Hijo”, como parte integrante de su familia. En esta voluntad de Dios para con nosotros es en la que ya “estaba ocupado Jesús” (Lc 2,49) cuando “escuchaba y preguntaba a los maestros”.

Esta “ocupación” en realizar el diseño salvífico del Padre contenido en la Escritura (como indica el término griego dei, “es necesario; debo”), continúa poniéndola por obra Jesús cuando retorna a Nazaret y vive sujeto a María y a José hasta el momento de su vida pública. Allí sigue progresando en sabiduría, a la vez que en la experiencia o madurez de la vida y en una bondad cada vez más evidente que le hacía amable a Dios y a los hombres, y que se concretaba en su perfecta obediencia a los padres terrenos ateniéndose a la voluntad del Padre.

Pero en este evento de Jerusalén, María y José fueron conducidos a dar un paso decisivo en su camino de fe. Se vieron “obligados” a reflexionar y penetrar en el conocimiento del Dios que se “escondía” en aquel muchacho que confesaba vivir totalmente consagrado a “Dios-Padre” y al cumplimiento de su voluntad. María, de modo muy particular, “conservaba todo en su corazón” (Lc 2,19.51), es decir, iba asimilando las palabras y los acontecimientos vinculados a Jesús con una adhesión de fe y amor cada vez más profunda e intensa. Comenzó a comprender más claramente que tenía que “entregar” al Padre el hijo de sus mismas entrañas, para poder recibirlo como Aquel que es: “el don salvífico de Dios para todos los hombres” (Lc 2,11). Esto acontecerá a los pies de la cruz, cuando reciba de manos de su hijo a todos “sus discípulos” (como primicias de la humanidad redimida), sin embargo a partir de este momento vivido en Jerusalén, María ya se ve apremiada a profundizar en el conocimiento de su propia maternidad, una maternidad llamada a alcanzar una madurez espiritual capaz de abarcar y acoger a todos los hombres.

La obediencia de Jesús a su familia humana y la reacción de sus padres, en particular de María, son un ejemplo y enseñanza para todos. Aunque superaba a sus padres terrenos en la sabiduría e inteligencia de las cosas de Dios, Jesús se sometió a ellos como signo de su entrega al hombre, de su haber venido a servir y no a ser servido. Por tanto, si Jesús mismo, que era Dios, obró así, entonces todo hijo que quiera cumplir la voluntad de Dios-Padre está llamado a aceptar con respeto y decoro el amor de sus padres y a “honrarles”, es decir, a amarles en todo momento y en cualquier circunstancia (como pide el cuarto mandamiento del Decálogo).

Por otra parte, al igual que María y José aceptaron que su hijo los superaba en el conocimiento de su propio destino y de la voluntad de Dios para con Él, de igual manera los padres tienen que saber orientar a su hijo a descubrir su propio destino pero sin imponerle aquel que ellos hayan proyectado para él, reconociendo que es una persona libre y única y, en cuanto tal, llamada a desarrollar sus dones y su propia personalidad a su modo. Los padres pueden pensar y soñar grandezas para su hijo, pero al final no lo amarán verdaderamente si no lo acogen tal y como es, con sus pequeños y grandes dones y con su modesto o glorioso destino.

Verdadero signo del amor paterno es, por tanto, acoger, educar y cuidar al hijo, pero respetando a la vez su libertad y unicidad, entregándolo en la fe al Dios que lo creó y le llama a ser “su hijo”. Así lo ejemplifica Ana en la primera lectura. Dios la había sacado de la amargura de su esterilidad cuando escuchó su insistente e incesante oración y le concedió engendrar y dar a luz a su hijo Samuel. Pero ella, después de destetarlo (algo que por aquel entonces ocurría a la edad de tres años), no lo retuvo para sí sino que lo consagró al servicio del Señor. El deseo de haber tenido un hijo no la cegó ni encerró en el egoísmo, y en vez de retenerlo como propiedad absoluta suya, dio gracias y alabanza a Dios reconociendo que el hijo le pertenecía a Él. Además, al ofrecérselo a Dios, Ana no perdió al hijo, sino que lo recibió más plenamente al haberse convertido en el vínculo de unión entre ella y Dios.

Los hijos, nazcan en las circunstancias que sean, sanos o enfermos, con o sin defectos o minusvalías, son siempre un don maravilloso de Dios, y no pueden ser tratados como objetos o juguetes, sino que deben ser respetados y tratados con la dignidad que merecen en cuanto personas amadas por Dios y llamadas por Él a la santidad y a la vida eterna. Por eso deben ser conducidos y restituidos al Señor como signo de agradecimiento y de reconocimiento de que sólo en Él alcanzarán su plena madurez humana. De igual modo, el hijo tiene que aprender a amar a sus padres por ser el signo visible del “otro Padre”, a quien aprende a conocer, temer y amar, respetando y amando a sus padres terrenos (como hizo Jesús).

Contemplando a la Sagrada Familia de Nazaret, cada familia cristiana debe comprender y conocer su gran valor y dignidad a los ojos de Dios, sin dejarse intimidar por las persecuciones y presiones a las que la sociedad puede someterle (como puede ser la transmisión de una mentalidad laxista que no favorece la formación de familias estables, o la falta de ayudas económicas a las familias numerosas, o la legalización de falsas concepciones del “matrimonio”, o la educación sobre una visión del hombre carente de la perspectiva sobrenatural, vaciada de valores morales, y orientada al disfrute desenfrenado de las cosas, etc.). También la Sagrada Familia tuvo que afrontar persecuciones, incomprensiones y penurias, pero fueron testigos en todo momento de la providencia salvífica divina que les cuidaba y protegía. María y José vivieron de la fe y el amor hasta verlo encarnado en medio de ellos. José se fió de María en medio del sufrimiento y de la oscuridad por los que tuvo que pasar ante aquel “misterioso” embarazo y nacimiento; y María confió en José cuando tuvieron que huir, en medio de la noche, a la tierra de Egipto, y cuando decidió volver a Israel y vivir en Galilea. Por tanto es el amor mutuo, movido por la fe y el amor a Jesús, el que debe unir al esposo y a la esposa creyentes, desde el que deben afrontar las dificultades internas y externas, y en el que deben arropar a sus hijos.

La familia cristiana está llamada a ser en medio de nuestra sociedad un faro visible del amor de Dios que orienta a los hombres. Para que esto sea posible, los padres e hijos cristianos deben vivir, como María y José, unidos a Jesús a través de la oración, de la fe y del amor. De esta manera tendrán la suficiente fortaleza de ánimo para encarnar en la propia vida y en el propio hogar la voluntad de Dios y para no avergonzarse de confesar, cuando se les pida razón de ello, que “creen en la familia” como el medio querido por Dios para que el hombre nazca, sea formado humanamente y en la fe, aprenda los valores del respeto, de la obediencia y de la caridad, experimente la fidelidad y providencia del Dios fiel que ama al hombre, tenga el primer contacto y encuentro con Jesús resucitado, y vaya comprendiendo — desde la perspectiva salvífica cristiana y con corazón agradecido — el sentido transcendente de la vida y de la muerte.

 

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