Is 42,1-4.6-7
Sal 28(29),1-4.9-10
Lc 3,15-16.21-22
Hch 10,34-38
A diferencia de Mateo y Marcos, la narración lucana del bautismo de Jesús llama la atención sobre la presencia del pueblo y la actitud orante de Jesús. En su aplicación a los oyentes del evangelio, ambos elementos asumen gran importancia, sobre todo para el catecúmeno que se prepara a recibir el bautismo cristiano y toma conciencia no sólo de la necesidad de estar unido al Padre mediante la oración, sino también de estar siendo acogido dentro de la Iglesia, del pueblo redimido por Cristo del que muy pronto formará plenamente parte.
Jesús es aquel que, como anunciaba el Bautista, bautiza “en Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16). El creyente recibe el Espíritu Santo a través del sacramento del bautismo, en el que participa de la muerte y resurrección de Jesucristo. Este don del Espíritu, que sella realmente en el corazón del cristiano el amor con que Dios mismo le ama, nos hace heredes de la filiación divina de Jesús y objetos de la misma complacencia con que se complace el Padre en el Hijo. Por este motivo, Jesús nos enseña que jamás dejemos de pedir al Padre este don y que, dicho de otro modo, significa pedirle que nos ayude a crecer continuamente en su mismo amor: «¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lc 11,13).
Los rabinos contemporáneos de Jesús cuestionaban la pureza ritual de las aguas del río Jordán, pero Él, que no tenía necesidad alguna de ser bautizado porque era “el Cordero sin mancha”, va a ser bautizado y revelado en dichas aguas, que quedarán para siempre santificadas por el descendimiento del Espíritu Santo y por la santidad misma del Hijo de Dios. Jesús se deja bautizar por Juan para mostrar su solidaridad con todos los hombres, cuyos pecados cargará sobre sí al entregar su vida por toda la humanidad en el momento de su pasión.
El valor del bautismo de Jesús se evidencia en dos importantes signos: la paloma y la voz divina. La paloma asume en este contexto una valiosa y múltiple valencia simbólica que ayuda a comprender la Persona de Jesús. Subraya, en primer lugar, la realidad, y no imaginación o fantasía, de la efusión del Espíritu sobre Jesús. Tal y como había profetizado Isaías, el Espíritu del Señor, con todos sus dones, reposa en plenitud sobre el Mesías: «Sobre Él reposa el Espíritu del Señor, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de YHWH» (Is 11,2). El Espíritu Santo “toma” totalmente a Jesús y lo consagra para que lleve a cabo su misión salvífica y manifieste al Padre y su designio de amor hacia el hombre. Es decir, gracias al Espíritu Santo, Jesús puede “traer el derecho a las naciones”, ser “alianza de un pueblo, luz de las naciones” y “abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas” (Is 42,1.6-7).
En segundo lugar, dado que la “paloma” también representa a Israel en el AT (Cf. Sl 68,14; 74,19; Os 7,11; y en su interpretación metafórico-espiritual: Ct 2,14; 5,2), Jesús aparece en el momento de su bautismo como “el resto” que asume en sí a todo Israel y el “vástago” a partir del cual surge el nuevo pueblo de Dios.
Por último, Jesús es también presentado como el nuevo Adán, la cabeza de la humanidad regenerada por el Espíritu que, como en el origen de la creación (Gn 1,2), “aletea” (como una paloma) sobre las aguas del Bautismo.
La voz del Padre revela la identidad de Jesús (como ocurrirá también en la Transfiguración, Lc 9,35). Esta “voz”, que expresa el modo como el Padre se dice totalmente en el Hijo, encuentra un eco o trasfondo veterotestamentario en el Sl 2,7; un salmo mesiánico en el que Dios dice a su ungido: «Tú eres mi hijo, Yo te he engendrado hoy». Pero a diferencia de los reyes israelitas, que eran sólo hijos “adoptivos” de Dios, Jesús es el Hijo unigénito de Dios en sentido pleno. También la primera lectura ofrece el marco para entender el texto de Lucas y la identidad de Jesús, ya que en ella Dios declara: “¡He aquí mi Siervo a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero!” (Is 42,1), unas palabras que dan a entender que Jesús no sólo es el Mesías, el hijo de David, sino también el Siervo de YHWH que se ofrece a sí mismo para redimir a toda la humanidad.
Esta dimensión sufriente del Mesías se percibe tanto en el término “amado”, que nos recuerda el sacrificio de Isaac (Cf. Gn 22,2), como en la misma humillación que Jesús asume al aceptar recibir inmerecidamente el mismo bautismo que los pecadores. Sin embargo, su humillación comporta al mismo tiempo su glorificación por parte del Padre, patente en las palabras que le reconocen como Hijo suyo: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» (Lc 3,22). Jesús ya había manifestado al cumplir los doce años la conciencia de tener una relación especial con Dios, a quien llamó “Padre mío” (Lc 2,49), y ahora, en el momento del bautismo, se desvela que el Cielo deja de estar cerrado con y en Jesús, pues Dios se relaciona personal y totalmente con Él, de quien revela su eterna filiación divina al proclamarlo “su Hijo predilecto”.
De este modo, en el mismo momento en el que Jesús recibe el bautismo de Juan, no sólo se anuncia el misterio de su Persona (Mesías, Rey, Siervo, Profeta e Hijo de Dios) — y con ello el misterio trinitario de Dios —, sino también su misterio pascual de sufrimiento, muerte y glorificación. Por eso el bautismo de Jesús será eficaz, mientras que el de Juan es meramente un signo. Y como tal lo recibe Jesús, es decir, como signo de su propio destino de muerte y resurrección a favor de todos los hombres.
Todo lo dicho hasta ahora tiene una gran relevancia para nosotros, pues si la identidad de Jesús fue desvelada en el momento de su bautismo, de igual modo tenemos que tomar conciencia de la identidad y dignidad cristiana que hemos recibido, por gracia de Dios, en el momento de nuestro bautismo.
En aquel momento, Dios manifestó su elección sobre nosotros, al decirnos en Jesús: “Tú eres mi siervo, mi elegido, mi predilecto”. En efecto, en su Hijo, el Padre nos eligió e hizo profetas capaces de mostrar, con nuestras palabras y obras, cuánto nos ha amado en Jesucristo, frente a un mundo y a una sociedad que lo ignora y niega, despreciando las aguas santificadoras del bautismo y sumergiéndose en las aguas voraginosas del hedonismo en las que “se consume la vida” pero en las que no se puede encontrar la Vida verdadera porque dichas aguas no provienen de Dios y alejan de Él.
Por medio del bautismo, Dios nos introdujo además en su familia, haciéndonos hijos suyos y coherederos con Cristo. El Cielo está abierto para el cristiano porque, por obra del Espíritu Santo, ha recibido el perdón de los pecados y puede vivir unido a Dios en una íntima relación paterno-filial. Esta verdad espiritual la olvidamos a menudo y, en vez de vivir como “hijos de Dios”, vivimos como huérfanos o como hijos pródigos o como hermanos mayores que se encierran en envidias, codicias y orgullosos privilegios. De hecho, el oscurecimiento de esta filiación divina es una de las causas por las que se reduce el número de los bautizados en nuestro tiempo, ya que quedan sin respuestas preguntas tales como: ¿para qué bautizar a los niños?, o ¿para qué bautizarse?; además, si no se comprende y valoriza adecuadamente la filiación divina que se recibe por medio del bautismo, se llega a bautizar a las criaturas por razones secundarias como puede ser la tradición o costumbre familiar, o por motivos sociales, o para reunir a la familia y celebrar una fiesta a cuenta del neonato.
Señalar, por último, que a través del bautismo se nos invita y exhorta a vivir unidos a Cristo como discípulos suyos. No se trata, en consecuencia, de “estar bautizados” y “pasar” por la vida sin más, alimentando el “pasotismo” generalizado que impera en nuestro entorno en todo lo que respecta a Dios y a la Iglesia; o, lo que sería más triste y de peores consecuencias, “pasar haciendo el mal” o “alimentándolo” con nuestras actitudes, tendencias o sugestiones, como si fuéramos “hijos de las tinieblas” que viven todavía oprimidos y esclavizados por el diablo (como dice Pedro en la segunda lectura; Cf. He 10,38). Se trata, por el contrario, de “pasar” esta vida terrena unidos cada vez más a Cristo, aprendiendo a morir al hombre viejo — “ya sepultado en el bautismo” —, y a vivir para Dios, “practicando, como Jesús, el bien” en todo momento y circunstancia, sea en casa, en la oficina, en el bar con los amigos, comiendo o durmiendo. Podríamos decir que tenemos que aprender a agradar al Padre en todo, “compitiendo” en hacer el bien y alejándonos de esa lucha fratricida que, en la relación diaria con el prójimo, intenta humillarlo, someterlo o suprimirlo.
Acojamos hoy, con gratitud, el bautismo de Jesús y pidamos al Padre que nos ilumine los dones y la gracia recibida en su Espíritu cuando fuimos bautizados; la gracia del amor con que nos ha amado en Cristo-Jesús, gracia que nos salva y nos hace hijos suyos y mensajeros gozosos de ese mismo amor.