Is 62,1-5
Sl 95(96),1-10
Jn 2,1-12
1Cor 12,4-11
Tras haber celebrado la manifestación de Jesús en las solemnidades de la Epifanía y de su bautismo, la liturgia de la Palabra nos ofrece hoy una nueva manifestación del misterio divino de su persona y misión en las bodas de Caná, para que comprendamos más profundamente “su gloria”, nos veamos confirmados en la fe, y más plenamente introducidos en el verdadero gozo y alegría de estar unidos a Él a través del discipulado (Cf. Jn 2,11).
El evangelista Juan denomina “signos” a los milagros de Jesús porque quiere que se comprendan en su sentido espiritual y teológico más profundo, y que siempre alude, de un modo u otro, a la persona de Jesús y al cumplimiento de la salvación de Dios que Él realiza. La conversión del agua en vino acontecida en Caná — un pueblo situado a seis kilómetros al noreste de Nazaret —, es el primero de los “siete signos” descritos a lo largo del evangelio joánico.
Ya al inicio de la narración se enmarca el episodio en un contexto nupcial: «Se celebraba una boda en Caná de Galilea» (Jn 2,1). Y además de la centralidad de Jesús en todo el evento, interviene también activamente “su madre”. Es ella, de hecho, quien, al darse cuenta de que falta el vino, acude a su hijo para que ponga remedio a tan serio problema, pues sin vino las fiestas nupciales (que solían durar una semana) se tendrían que dar por concluidas: «La madre de Jesús le dijo: “¡No tienen vino!” Jesús le contestó: “¿Qué hay entre tú y yo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. (Pero) su madre dice a los siervos: “¡Haced lo que os diga!”» (Jn 2,3-5).
Ante la petición de su madre, Jesús precisa que, no obstante todo lo que pueda o no pueda hacer, “su hora todavía no ha llegado”. Da a entender así que la iniciativa le corresponde solamente a Él y que, dado que se debe completamente al Padre, realizará su misión en la “hora” que Él ha determinado, ni antes ni después. De este modo se introduce el tema de la “hora” que apunta al momento de la muerte y de la glorificación de Jesús, de cuyo costado brotará el río de “agua viva”, el don de su Espíritu para toda la humanidad (Cf. Jn 7,37-38; 19,30.34). Es evidente, por tanto, que la acción que está a punto de cumplir en Caná debe entenderse como “signo” indicador y programático de aquella “hora” gloriosa en la que cumplirá realmente lo que ahora dejará solamente simbolizado.
Pero, ¿qué “vino” es el que falta, y qué “gloria” es la que Jesús manifiesta cuando transforma el agua en vino?
Si sólo se tratara del vino físico, bien podríamos decir que hoy lejos de faltarnos, abundamos de ello. Hay vino de todo tipo, marca y para toda ocasión: tinto, claro, afrutado, espumoso, con denominación de origen o sin ella, con o sin cuerpo, para las comidas, entrecomidas o aperitivos,… ¡Cuánto vino y de cuántas clases! Es más, hasta tal punto hay “vino” (y licores) que ahora en vez de irse uno “de copas” se va “de botellones”. El exceso de alcohol, los accidentes causados por ello, las campañas para concienciar sobre el hambre y la sed en el mundo… pasan desapercibidas y se saltan olímpicamente, porque el “lingotazo” se ha convertido en una necesidad personal y social.
Pero no se refiere a este vino el “signo” realizado en Caná. Sin embargo, antes de precisar su significado es necesario recordar que el banquete nupcial es un gran símbolo mesiánico (Is 25,6; también Mt 22,1-14). El mesías era presentado como el esposo de su pueblo, y también Dios, tal y como dice la primera lectura: «Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62,4-5). También la abundancia de vino es otro símbolo de la era mesiánica (Am 9,13-14; Os 14,7; Jr 31,12). Pero las bodas de Dios con su pueblo nunca se habían podido celebrar porque faltaba, precisamente, el vino. Israel, representada por la Ciudad Santa de Jerusalén, no estaba preparada para dichas bodas, aparece “abandonada”, “devastada”, como signo de la ruptura de la alianza que el exilio había dejado patente debido a sus infidelidades y pecados. Pero Dios, el Esposo, es fiel y ya anunciaba, por medio del profeta, el cumplimiento futuro de su plan de desposar a Jerusalén y de hacerla gozar de la alegría y felicidad de ser su esposa.
Se trata, por tanto, del vino de la fidelidad en el amor mutuo que conduce a la unión plena y eterna. Se trata de un vino que renueva definitivamente las “relaciones” entre Dios y su pueblo, es decir, se refiere al establecimiento de la “nueva alianza” fundamentada en lazos inquebrantables y eternos de amor del Esposo hacia la esposa, a quien hace fiel y amable a través de su Amor. Por eso, sólo cuando dicho vino de amor está disponible, y no en cantidades pequeñas sino “inagotables” — como indica la gran cantidad de agua transformada en vino (cada tinaja podía contener entre 80 y 120 litros de agua) —, es posible realizar las bodas nupciales entre Dios y su pueblo.
Desde esta comprensión del “vino” se comprende que la “gloria” de Jesús no se refiere a su poder taumatúrgico, sino a su poder para cumplir, en su persona, la alianza nupcial de Dios con su pueblo. De ahí que el “signo” realizado en Caná deje entrever la verdadera “gloria” de Jesús, esto es, la manifestación de su amor extremo capaz de realizar eficazmente las bodas entre Dios y su pueblo. Es así como lo entienden sus discípulos, quienes lejos de ver a Jesús como un simple “taumaturgo”, creen en Él como el Esposo, el Mesías que viene de parte de Dios para realizar la alianza nupcial con su pueblo e introducirle en la plenitud de su celebración. Se entiende ahora que, en las bodas de Caná, el verdadero esposo Jesús, y será así como le designará Juan el Bautista un poco más adelante: «El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio» (Jn 3,29).
Por otra parte, María, “su madre”, es la “mujer” perfecta que asume el papel de “esposa”, de la “nueva Eva” que empuja a Jesús a comenzar la manifestación de su misterio, su camino hacia la “hora” solemne en la que ella alcanzará también la plenitud de su maternidad espiritual como madre de los discípulos de su hijo, de aquellos que, como ella, “hacen lo que Él les dice”.
Por eso, aunque hoy abunde el vino por nuestras casas, ciudades y cuerpos, sigue faltándonos el verdadero vino que procede del amor de Dios y que hace disfrutar de la sencilla alegría, del gozo de vivir, del descanso merecido tras el agotador trabajo, de la jovial y abierta sonrisa que llena de esperanza la más profunda de las angustias. Porque el fruto de la vid no consigue unir con Dios, que es el origen de la alegría y de la vida, y sólo ofrece una juerga pasajera, no consigue llenar el vacío de la existencia, ni restaurar las relaciones rotas, ni hacer olvidar, con “amores pasajeros”, el sufrimiento desesperante de no sentirse verdaderamente amado ni de poder amar fielmente a nadie.
Sí, María, Madre nuestra, hoy nos sigue faltando “el vino” que nos trae tu Hijo aunque nos sobre el confort, el bienestar y el poder adquisitivo, porque la abundancia conduce a esta sociedad al exilio de Aquel que es la fuente de la verdadera alegría.
En Caná ninguno sabía de dónde venía el “vino nuevo”, porque había que esperar al momento de la pasión, de donde recibe su valor la Eucaristía, como dice Jesús cuando toma el cáliz del vino: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre” (Lc 22,20; 1Cor 11,25).
Caná anuncia el misterio de la pasión, de la resurrección y de la efusión del Espíritu, es decir, el misterio de la nueva y definitiva alianza fundada en la sangre de Jesús, en su amor extremo manifestado en su entrega total hasta el derramamiento de la última gota de su sangre para el perdón de los pecados y, así, unirnos plenamente a Dios-Padre por medio de Él.
Hoy, al escuchar de nuevo el evangelio sobre la transformación del agua en vino en las bodas de Caná, tenemos que contemplar este sacramento de la Eucaristía que celebramos, este “signo sensible” memorial de la pasión de nuestro Señor, porque nos conduce a Caná y a las noches espirituales entre Dios y su pueblo. La Eucaristía tiene como efecto habitual comunicarnos el don del Espíritu Santo, don que tenemos que acoger con gratitud y alegría, don que nos da la verdadera alegría.
El don del Espíritu Santo, evidenciado en la abundante distribución de sus dones o carismas, llena de alegría, de entusiasmo, de vida espiritual, y de gozo en Dios, siendo el signo real de la nueva alianza cumplida en Jesús, con su pasión y resurrección.
Todos nosotros tenemos una manifestación particular del Espíritu, un don o carisma que tenemos que descubrir, cultivar, usar para la unión con el Señor y para el bien de los hermanos. Esto significa que tenemos que tomar conciencia de estar viviendo los últimos tiempos, los tiempos de la nueva alianza fundada en el amor de Dios manifestado en Cristo-Jesús, que dio su vida para que esto fuera posible.