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Lectio Divina

 

El Pastorcico (P. Ibáñez)
7 abril, 2025 / Carmelitas
Lc 22, 14 – 23, 56, entre propuesta de lectio y Via Crucis

El próximo domingo celebramos la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén y su Pasión. En este año C seguiremos la narración de san Lucas, entre propuesta de lectio divina y Via Crucis. Suponemos más agradable que cada uno tome su Biblia o Nuevo Testamento, y lo vaya siguiendo:

Lucas 22, 14 – 23, 56

Resulta difícil proponer en un solo ejercicio de lectio el relato de la Pasión según san Lucas. A diferencia de lo habitual, podemos trazar una especie de Via Crucis lucano a través de su narración.

De los diversos episodios exclusivos suyos –o estaciones” de este Via Crucis–, serán de especial interés las tres palabras que pone en boca de Jesús en la cruz. Ninguno de los evangelistas recoge por sí solo «las siete palabras» de Cristo en la cruz: Mateo y Marcos, solo una; Juan, tres; Lucas, otras tres.

Las palabras propias de Lucas podrían constituir paradas particulares para una lectura orante, o lectio divina:

      1. Morir perdonando: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”

      2. Nunca es tarde, si la dicha –la conversión– es buena (verdadera):
        “(Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino…) Hoy estarás conmigo en el paraíso”
      3. Morir en buenas manos: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”

Para un comentario detallado de la narración lucana de la Pasión, puede verse J. L. Sicre, El evangelio de Lucas. Una imagen distinta de Jesús (Verbo Divino 2021), págs. 449-510.

Oración inicial

El Pastorcico — S. Juan de la Cruz (interpretado por Paco Ibáñez)

 Un pastorcico sólo está penado,
ajeno de placer y de contento,
y en su pastora puesto el pensamiento,
y el pecho del amor muy lastimado.

No llora por haberle amor llagado,
que no le pena verse así afligido,
aunque en el corazón está herido;
mas llora por pensar que está olvidado.

Que solo de pensar que está olvidado
de su bella pastora, con gran pena,
se deja maltratar en tierra ajena,
el pecho del amor muy lastimado.

Y dice el pastorcico: ¡Ay desdichado
de aquel que de mi amor ha hecho su ausencia,
y no quiere gozar la mi presencia!
y el pecho por su amor muy lastimado.

Y al cabo de un gran rato se ha encumbrado
sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos,
y muerto se ha quedado, asido de ellos,
el pecho del amor muy lastimado.

22,14-30 – Ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre es entregado (v. 22)

Lucas deja entrever la soledad de Cristo y los diferentes sentimientos que animan su vida a la hora de su Pasión, tan distintos de los de sus discípulos. Con todo, las palabras de Jesús son aliento de esperanza. A pesar de la pequeñez de horizontes discipular (v. 24; cfr Mt 20,20-28; Mc 10,35-45), al estar asociados a la humillación de Cristo (v. 28), lo estarán también en su exaltación (vv. 29-30).

22,31-38 – Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado (v. 31)

Tras la Cena, antes del prendimiento en Getsemaní, Jesús previene a a Pedro en par­ticular, sobre la prueba que va a sufrir su fe (vv. 31-32): no han entendido el sentido redentor de su vida y su muerte (22,37-38). San Lucas recoge la oración de Jesús por Pedro. En el contexto de la pasión perfila un combate entre Satanás y Jesús. Satanás ha triunfado en Judas (22,3) y también en las autoridades judías (22,53). Aquí, el combate se amplía a Pedro (v. 31).

«‘Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz’. No veo razón alguna para excusar a Cristo por haber dicho estas palabras, pero en ninguna otra parte admiro más su ternura y su grandeza. El beneficio que la pasión del Señor me procura habría sido menor si no hubiera tomado mis sentimientos. Por eso, se afligió por mí, sin tener en sí mismo motivos para afligirse. Dejando de lado el gozo de su eterna divinidad, se deja conmover por el cansancio de mi debilidad. Tomó mi tristeza para darme su alegría; tras mis pasos, descendió a la angustia de la muerte para que, tras sus pasos, yo pudiera ser llamado de vuelta a la vida. No dudo, por tanto, en hablar de tristeza, ya que predico la cruz. Esto se debe a que Cristo no solo tomó la apariencia de la Encarnación, sino su realidad. Por lo tanto, tuvo que tomar también el dolor para triunfar sobre la tristeza y no para desecharla: no se puede alabar la valentía de uno si solo ha conocido el asombro sin el dolor de las heridas.» (San Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam [Exposición del Evangelio según Lucas], PL 15, 1817)

22,35-38 – Jesús anuncia su pasión: “lo mío toca a su fin” (v. 37)

Se aplica la profecía de Isaías sobre el Siervo sufriente (Is 53,12). Sabe que: Judas le traicionará (22,21), Pedro le negará (22,34), y que la hora decisiva está ahí (22,53). Rehúye las espadas y el combate (v. 38; 22,51), no responde a los ultrajes (22,63-65), ni se defiende ante el Sanedrín (22,66-71), ni ante Pilato (23,3). Es inocente: lo afirman Pilato (23,4.14.22) y el centurión (23,47). Negado, e injustamente condenado, tiene gestos y palabras de perdón para Pedro (22,61) y para sus verdugos (23,34). Su martirio no está al servicio de una idea, de una contingente causa solidaria, de la que uno se desembaraza cuando vienen pardas, sino que es el cumplimiento de la voluntad del Padre.

«Cristo, a pesar de su naturaleza divina y siendo por derecho igual a Dios Padre, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Realmente su pasión saludable abatió a los principados y triunfó sobre los dominadores del mundo y de este siglo, liberó a todos de la tiranía del diablo y nos recondujo a Dios. Sus cicatrices nos curaron y, cargado con nuestros pecados, subió al leño; y de este modo, mientras él muere, a nosotros se nos mantiene en la vida, y su pasión se ha convertido en nuestra seguridad y muro de defensa. El que nos ha rescatado de la condena de la ley, nos socorre cuando somos tentados. Y para consagrar al pueblo con su propia sangre, murió fuera de la ciudad. Por eso, repito, la pasión de Cristo, su preciosa cruz y sus manos taladradas se traducen en seguridad, en muro inaccesible e indestructible para quienes creen en él (San Cirilo de Alejandría, Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, or. 4: PG 70, 1066)

22,39-46 – Le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre (v. 44)

En el huerto, oímos a Jesús expresar la aceptación de su muerte. La oración de Jesús se debió de prolongar largo de toda su vida. Lucas recoge momentos trascendentales. Ahora prácticamente cada versículo alude a la oración; el pasaje se inicia y se termina con la recomendación de Jesús de orar para no caer en tentación; finalmente, Jesús mismo nos da ejemplo pues al entrar «en agonía oraba con más intensidad» (v. 43). El drama conmueve a los santos, y les da su medicina para sus días amargos:

«Si estás con trabajos u triste, miradle camino del huerto: qué aflicción tan grande llevaba en su alma, pues con ser el mesmo sufrimiento la dice y se queda de ella; o miradle atado a la columna lleno de dolores, todas sus carnes hechas pedazos por lo mucho que os ama… Miraros ha Él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas y olvidará sus dolores por consolar los vuestros, sólo porque os vayáis vos con Él a consolar y volváis la cabeza para mirarle» (Sta. Teresa de Jesús, Camino de perfección, 42).

La oración es intensa. La angustia es tal que Jesús es confortado por un ángel y llega a sudar sangre (vv. 43-44); la Humanidad de Cristo aparece aquí en toda su capacidad de sufrimiento:

«Fue oportuno que el buen Maestro y Salvador verdadero, compadeciéndose de los más débiles, hiciera ver en su propia persona que los mártires no debían perder la esperanza si por casualidad llegaba a insinuarse en sus corazones la tristeza en el momento de la pasión, como consecuencia de la fragilidad humana —aunque ya la hubieran superado al anteponer a su voluntad la voluntad de Dios—, puesto que Él sabe qué conviene a aquellos por quienes mira» (S. Agustín, De consensu Evangelistarum 3,4).

22,47-53 – Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? (v. 48)

Los cuatro evangelios guardan el recuerdo del momento: la muchedumbre desbocada, la traición de Judas, la herida al criado del sumo sacerdote… Lucas subraya dos cosas: la misericordia del Señor que cura al criado herido (v. 51) y una aparente victoria del diablo (v. 53). Al leer el texto, no puede dejar de dar vértigo un seguimiento del Señor que quiera ser auténtico:

«Podréisme estar con duda de dos cosas: la primera, que si uno tan puesto con la voluntad de Dios, que cómo se puede engañar, pues uno en todo no quiere hacer la suya. La segunda, por qué vías puede entrar el demonio tan peligrosamente que os perdáis, estando tan atrapadas del mundo y tan llegadas a los sacramentos, y en tan santa compañía… Yo digo que harta misericordia nos ha hecho Dios; mas cuando veo que estaba Judas en compañía de los apóstoles y tratando siempre con el mismo Dios y oyendo sus palabras, entiendo que no hay seguridad en esto» (Sta. Teresa de Jesús, Moradas, V,7,4.).

22,54-71 – El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro (v. 61) 

Lucas es el único evangelista que recuerda la mirada del Señor a Pedro (v. 61), provocadora de su compunción. La mirada de Cristo, frecuentemente descrita en el evangelio (5,20.27; 6,10.20, etc.). Las lágrimas de Pedro (v. 62) son la reac­ción espontánea de los corazones movidos por la gracia de Dios:

«En efecto, ¿qué alma de piedra no es atrapada por la compunción y no se deja doblegar al saber que el Señor fue librado por un discípulo entre las manos de los impíos (cf. Hch 2,23)?  Fue atado por las manos de los soldados y llevado ante un tribunal» (Cf. San Teodoro Estudita, Catequesis 53).

23,1-25 – Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre» (v. 4)

 San Lucas presenta los acontecimientos en tres escenas: Jesús ante Pilato, ante Herodes y, de nuevo, ante Pilato. Jesús es mareado, burlado, llevado de acá para allá como hazmerreír.

    1. En la primera escena (vv. 1-5), se descubre enseguida el artero proceder de los acusadores con el cambio de título en la acusación: el Sanedrín condenó a Jesús por llamarse Cristo (Mesías) e Hijo de Dios (22,66-71), pero ahora le acusan de llamarse Rey Mesías y de alborotar al pueblo (v. 2). Pilato reconoce enseguida la inconsistencia de la acusación (v. 4), pero intenta contemporizar: «Pasaje admirable que infunde en el corazón de los hombres una disposición a la paciencia para soportar las afrentas con el ánimo ecuánime. El Señor es acusado, y calla. Y tiene razón al callarse el que no necesita defensa, pues defenderse es bueno para aquellos que temen ser vencidos. No confirma la acusación con su silencio, sino que la desecha al no refutarla. (…) Ha querido mostrar su realeza más que afirmarla, para que no tuvieran motivo para condenarle pues la acusación misma era una falsedad» (S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).
    2. En la siguiente escena (vv. 6-12), la actitud de los personajes manifiesta lo que son: Herodes parece un ser caprichoso, raya lo grotesco (vv. 8-9), y los príncipes de los sacerdotes y los escribas aparecen empeñados en caprichos mortíferos, se les antoja ahora la muerte de Jesús (v. 10). La grandeza del Señor se descubre en su actitud: frente a tamaños despropósitos, callaba (v. 9). «Cuando Herodes quería ver de Él algunas maravillas, Él se calló y no hizo nada, porque la crueldad del personaje no merecía ver cosas divinas, y porque el Señor declinaba cualquier tipo de jactancia. Tal vez Herodes pueda ser considerado modelo y emblema de todos los impíos: si no han creído en la Ley y en los Profetas, tampoco pueden ver las obras admirables de Cristo en el Evangelio» (ibidem, ad loc.).
    3. De nuevo ante Pilato (vv. 13-25), éste, en diálogo con los acusadores, deja claro por tres veces (vv. 14.20.22) que Jesús es inocente. Pero la multitud pide la muerte de Jesús en las tres ocasiones (vv. 18.21.23). Paradójicamente Barrabás sale librado (v. 25), a pesar de ser sedicioso y de haber cometido un homicidio (v. 19). La escena no deja escapatoria a la indolencia o a la ignorancia: ni Herodes ni Pilato le han declarado culpable; cada uno ha servido a la crueldad de los fines del otro.

23,26-49 – Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino – Hoy estarás conmigo en el Paraíso. (v. 42-43)

Lucas describe la crucifixión y muerte de Jesús como el cumplimiento del designio de Dios sobre Él: se hace Siervo de dolores (cf. Mt 27,32-56; Mc 15,21-41). La conducta de Jesús está llamada a ser la del cristiano: provoca la admiración del centurión y la contrición de la muchedumbre (vv. 47-48). Jesús maestro y modelo de misericordia y de perdón: consuela a las mujeres (vv. 28-29), perdona a los que le van a matar (v. 34) y abre las puertas del Paraíso al buen ladrón (v. 43).

El episodio del «buen (?) ladrón» (vv. 39-43) es narrado sólo por Lucas. Aquel hombre muestra arrepentimiento, reconoce su propia culpa, la inocencia de Jesús y hace un acto de fe en Él. Jesús, por su parte, le promete el paraíso:

«El Señor concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso. La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino» (Expositio Evangelii secundum Lucam, ad loc.).

Ambos malhechores se encontraban en la misma situación. Uno se endurece, se desespera y blasfema; el otro se arrepiente, acude a Cristo en oración, y obtiene una singular promesa de salvación:

«El paraíso, cerrado durante… miles de años, ha sido abierto por la cruz “hoy”. Porque hoy Dios ha introducido en el paraíso al buen ladrón. Se realizan dos milagros: abre el paraíso para que entre un ladrón. Hoy, Dios nos ha devuelto a nuestra vieja patria, hoy nos ha reunido en la ciudad de nuestro origen, hoy ha abierto su casa a la humanidad entera. “Hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lc 23,43) ¿Qué dices, Señor, aquí? Estás crucificado, clavado ¿y prometes el paraíso? —Sí, para que aprendas cuál es mi poder en la cruz…» (S. Juan Crisóstomo, De Cruce et latrone, Homilía 1ª, para el viernes santo, 2; PG 49, 401).

La fuerza todopoderosa de Jesús es su oración. Por dos veces (vv. 34.46) se dirige a su Padre Dios. Para Él son sus últimas palabras: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (v. 46).

23,50-56 – Un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y justo (v. 50)

El cuerpo de Jesús es puesto en un sepulcro donde «nadie había sido colocado todavía» (v. 53), y también las mujeres fueron testigos de «cómo fue colocado su cuerpo» (v. 55):

«La caridad es Dios, la caridad es la palabra de Dios, una palabra viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Que nuestra alma y nuestra carne estén sujetas con estos clavos del amor, para que también ella pueda decir: Estoy enferma de amor. Pues también el amor tiene sus propios clavos, como tiene su espada con la que hiere al alma. ¡Dichoso el que mereciere ser herido por semejante espada! Ofrezcámonos a recibir estas heridas, heridas por las que si alguno muriere, no sabrá lo que es la muerte. […]. Este temor va seguido de la caridad que, sepultada con Cristo, no se separa de Cristo, muere en Cristo, es enterrada con Cristo, resucita con Cristo.» (San Ambrosio, Comentario sobre el salmo 118 (Hom 15: PL 15, 1424).

Ahora ya ha pasado, se ha cumplido. José de Arimatea, hombre importante –nada pudo antes de su muerte–, realiza con veneración cuanto se requería para Jesús –tras su muerte–: sepultar piadosamente su cadáver. Ejemplo claro para todo discípulo de Cristo, que por amor a Él debe arriesgar honra, posición, dinero, el juicio, e incluso la vida. Es la hora de pensar en la obra de Jesús.

 

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