Dt 8,2-3.14b-16a
Sl 147,12-15.19-20
Jn 6,51-58
1Cor 10,16-17
Hoy todas las lecturas aluden, de uno u otro modo, al misterio eucarístico, para iluminar y dar realce a la Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo que estamos celebrando.
La lectura del Deuteronomio habla del maná, del alimento con el que Dios proveyó a su pueblo mientras atravesaba el desierto y que prefiguraba ya la Eucaristía. Aquel manjar no era tan sólo un don divino para paliar el hambre, sino un signo en el que iba implícita una enseñanza divina hacia la que, considerando la etimología popular (Cf. Ex 15,16), apuntaba su mismo nombre: “¿Qué es esto?” (del hebreo mān hû). Esta pregunta, como un punzón, penetraba en la mente de los israelitas y les inquiría sobre su vida, con el fin de que llegasen a comprender el verdadero significado de aquella experiencia, esto es, que «el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que viene del Señor» (Dt 8,3). Y, podríamos preguntarnos: ¿Qué es aquello que procede de “la boca del Señor”? Y la respuesta a dar no podría ser otra que: su palabra, formulada en la enseñanza de la Ley, es decir, en todos los preceptos y mandatos transmitidos por medio de Moisés y que, siendo expresión concreta del amor de Dios, no tenían otra intención que introducir, conducir y hacer vivir al pueblo por el camino del amor. De este modo, “comer el maná” ya reclamaba, en sí mismo, la necesidad que tenía Israel de amar a YHWH y de vivir unido a Él siendo dócil y fiel a su palabra revelada.
El evangelio joánico expone la última parte del discurso sobre el “pan de la vida”, en la que Jesús explica el sentido profundo de la multiplicación de los panes que había realizado el día anterior (Cf. Jn 6,1-15.22). Jesús afirma a los judíos que Él mismo, en la donación de su cuerpo y de su sangre, es el verdadero “maná” bajado del cielo hacia el que apuntaba aquel maná que comió Israel en el desierto, ya que: «vuestros padres lo comieron y murieron, pero el que come este pan [que Él da y es] vivirá para siempre» (Jn 6,58). Para Jesús es necesario comprender, por tanto, que el pan de la multiplicación que comió la gente junto al mar de Tiberíades, simbolizaba el don inmenso de sí mismo, puesto que Él mismo, y no algo diverso o parecido a Él, es «el pan vivo bajado del cielo» (Jn 6,51).
Los judíos, al escucharle hablar así, rechazan esta revelación, no la entienden y se preguntan: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6,51). Jesús, el hijo de José (Cf. Jn 6,42), habla con simplicidad, pero siempre con un lenguaje claro que penetra hasta el ser mismo del hombre, para reclamarle desde dentro, y como única respuesta adecuada a su Persona, la verdadera fe (Cf. Jn 6,64) que le ayudará a comprender el don misterioso que sus palabras anuncian. Pues Jesús no hablaba de convertir a los que le escuchaban en antropófagos, algo que la misma Ley prohibía (Cf. Lv 17,10-14), obligándoles a comer su carne y a beber su sangre físicas, sino que les instruía, como a nosotros hoy, para que fuesen entendiendo el “sacramento” (mysterium) que es su Cuerpo y su Sangre, en los que les entregaba, y continúa entregándonos, su vida divina (Jn 6,51).
De hecho, al hablar de “vivir por Él” (Jn 6,57), Jesús no se refiere a la vida física del hombre, pues, sobre este particular, todos somos conscientes de que podemos vivir perfectamente en este mundo sin recibir la Eucaristía, sino que se refiere a la vida eterna, es decir, a la vida espiritual que une al hombre, en un conocimiento de amor auténtico, pleno y total (Cf. Jn 17,3), con el Dios de la vida, con el Padre (Jn 6,57).
Ahora bien, para asimilar a Jesús, en el sentido de hacerse una sola cosa con Él, en cuanto Verbo encarnado (Jn 1,1), no basta con “comer” su Cuerpo y Sangre sin más, como si la asimilación se realizara de modo mágico. La unión con Jesús es la síntesis de diversos aspectos que, en relación con su Persona, confluyen en el corazón o ser del creyente. Éste tiene que “escuchar las palabras de Jesús”, creer en Él en cuanto Enviado del Padre, y acogerle interiormente en dichas palabras, puesto que en ellas, que son “espíritu y vida” (Jn 6,63), Jesús se da totalmente a sí mismo y, por medio de ellas, se introduce ya dentro del creyente, iluminando e inspirando sus pensamientos, deseos, sentimientos, proyectos y actos. Por consiguiente, sólo cuando se escucha a Jesús, se cree en Él y se le acoge en sus palabras, “el pan y el vino”, transformados también por las “palabras de Jesús” en su Cuerpo y Sangre, serán el signo sensible de que su Presencia de resucitado no sólo está fuera del creyente y le transciende, sino también, en cuanto lo come y bebe, está dentro e inmanente al discípulo, en quien ya habita por la fe y por las palabras de vida eterna recibidas de Él (Cf. Jn 6,68).
Creer en Jesús, acoger sus palabras, y comer su Cuerpo y beber su Sangre, convergen, por tanto, en la verdad de que el Verbo ha puesto su tienda dentro del creyente y le hace partícipe de su propia vida; vida que, en cuanto Hijo, es comunión con Dios-Padre y, por tanto, vida eterna, tal y como Jesús mismo lo anuncia y confirma cuando dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,56-57).
La Eucaristía nos conduce, por tanto, a la unión perfecta con Jesús y, por medio de Él, con el Padre. Esta unión “eucarística” tiene una doble e inseparable dimensión en la existencia cristiana. Por una parte, la dimensión sacramental, es decir, la comunión del Cuerpo y de la Sangre de Cristo bajo las especies del pan y del vino; y, por otra parte, la dimensión existencial, que supone el vivir teniendo una relación auténtica con Jesús por medio de un discipulado fiel que le testimonia en cada evento y momento de la vida. Parafraseando a Pablo lo podríamos decir así: “Llevamos este tesoro del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, que comemos y bebemos [dimensión sacramental], en recipientes de barro, en nuestro cuerpo frágil, débil y mortal, para que en nuestro obrar [dimensión existencial] se manifieste que una fuerza de amar tan extraordinaria proviene de Dios y no de nosotros. Pues llevamos siempre en nuestros cuerpos y por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús, que tenemos en nosotros, se manifieste en nuestro cuerpo” (Cf. 2Cor 4,7-10), en el que damos sin cesar gloria al Padre.
A través de la Eucaristía se tiene, por tanto, ese contacto real y, al mismo tiempo, “misterioso” con Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada. Y este contacto real desvela que la Eucaristía, como prefiguraba el “maná”, va a impulsar al creyente a realizar en su vida concreta la voluntad de Dios manifestada en su Hijo, con quien el discípulo está unido desde lo más profundo de su ser. Y esta vida del creyente no será sino la manifestación del amor extremo de Jesús que él mismo está gustando dentro de sí, pues el “pan eucarístico” es inseparable de la pasión de Jesús, ya que como Él misma afirma: «El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51).
San Pablo no tiene duda al respecto: la Eucaristía es la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo porque el cáliz consagrado contiene la Sangre de Cristo y el pan consagrado no es sino el Cuerpo de Cristo (1Cor 10,16). Esto significa que comer el Cuerpo y beber la Sangre de Jesús (dimensión sacramental) implica participar en su misma entrega de amor, por lo que entregar nuestro cuerpo unido a la Carne y la Sangre de Jesús no se comprende sino como “amar al prójimo del mismo modo que Jesús, en su Cuerpo y Sangre, nos ha amado” (dimensión existencial). De hecho la comunión individual de cada uno de nosotros con Jesús es también la unión de los unos con los otros, pues la Eucaristía es la fuente del amor a Dios y del amor a los hermanos: «El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1Cor 10,17). En la participación, sacramental y existencial, de este único pan, se realiza, por tanto, la unión de todos los creyentes, la comunión eclesial.
En la Eucaristía, fuente y culminación de la vida cristiana, se manifiesta el amor hasta el extremo de Jesús por nosotros, en ella hacemos memorial de su muerte y resurrección hasta que vuelva, en ella encontramos la fuerza para vivir en el seguimiento de Cristo, en ella celebramos aquello que vivimos y, gracias a ella, podemos vivir aquello que celebramos, y en ella se renueva la unión de aquellos que, por nuestra condición, vivimos tantas veces separados. Es la obra en la que Jesús se pone en contacto personal con cada uno de nosotros y nos convierte en miembros vivos de su Cuerpo, con el fin de elevar hacia el Padre, en cada vida y en todas juntas, un himno de gloria y alabanza, al capacitarnos para hacer visible en nuestras vidas el mismo Amor con que Él nos ha amado.