Job 19,1.23-27
Sl 24(25),4-9
Jn 6,37-40
Rm 5,5-11
Unido profundamente a Cristo, dador de la vida, San Francisco de Asís alababa a Dios por la hermana muerte corporal, de la que ningún hombre puede escapar. De ese modo expresaba las dos caras de este terrible enemigo que todos experimentamos. Por una parte, la pesadilla de su cercanía y cierto acontecer que continuamente se hace presente en nuestra existencia, lo queramos o no, a través de las enfermedades, de las necesidades, de las incomprensiones, de la muerte de los familiares y amigos, del recuerdo de la propia muerte. De esta terrible inquietud no logramos evadirnos por más que lo intentemos y luchemos por evitarla, enmascararla, alejarla.
Por otra parte, habiendo sido tocados por Dios en Cristo-Jesús y habiendo recibido la fe, la relación vital con Aquel que ha vencido la misma muerte hace que ésta se convierta también en un paso, en la puerta para pasar a ver a Aquel que tanto nos ama y amamos, en el medio para entrar en su descanso y reposar en los brazos misericordiosos de Dios. En este sentido, la muerte es una ayuda, una hermana, una amiga que nos pasa al encuentro de Cristo, a la visión y unión con aquel que es el Amor de nuestra alma, la razón de nuestra existencia, el fin que anhelamos y deseamos alcanzar.
El testimonio de Job nos ayuda sobre este particular. Inmerso en un profundo e incomprensible sufrimiento, Job ve próxima su muerte, el desenlace final de una existencia dolorosa. Job sabe que entonces se convertirá en polvo, que su piel y su carne serán destruidas y que sufrirá en su ser los duros y dramáticos azotes que conducen a la separación de los vivos. Y es que la muerte humana está marcada, en su realidad profunda, por el pecado, que ha dejado al hombre a merced del aguijón de la soledad y de la terrible experiencia de la ruptura de todas sus relaciones: con Dios, con la creación, con el prójimo o con uno mismo (en la división interna que se produce cuando la muerte está envenenada por el pecado, por la transgresión de la voluntad de Dios y la negación de su amor y del propio amor en el que uno vive, se mueve y existe porque en dicho amor fue creado).
Pero Dios jamás ha abandonada al hombre a su suerte, sino que se le ha aproximado y buscado para salvarlo de ese destino al que el pecado le condena. Por eso Job, al mismo tiempo que ve próxima su muerte, tiene también la certeza (“Yo sé”) de que en el instante supremo en el que todo su ser va a desaparecer para siempre, irrumpirá con la potencia de la vida su “Defensor”, su Go’el, aquel que justificará su sufrimiento y se alzará como vencedor sobre el polvo para defender y llevar junto a Él al justo, al fiel que en Él se confió (Cf. Job 19,25-26). Por esta razón, camina Job hacia la muerte con una valentía y esperanza inusitadas que son capaces de superar y vencer la constante pesadilla de la presunta destrucción física y existencial. En su fe, Job anuncia que su muerte será un encuentro definitivo, liberador y salvífico con Dios, en quien tiene puestas sus esperanzas.
El apóstol de los gentiles nos recuerda que hay una muerte, aquella de Cristo, que nos ha traído la salvación. Fue una muerte dramática, terrible, puesto que sobre Cristo cayó toda nuestra miseria y pecado, nuestra muerte ontológica, moral. Murió por causa de nuestros pecados y murió por nosotros pecadores y malvados. Pero esta muerte fue semejante al grano que cae en tierra para morir y dar fruto abundante. La muerte de Jesucristo fue una muerte henchida de amor: de su amor primario por el Padre, del amor del Padre hacia el Hijo y en Él hacia cada uno de nosotros. Y ese amor venció la misma muerte. No murió solo, no murió separado de todos, sino que en su amor murió unido íntimamente al Padre e íntimamente unido a aquellos mismos que le matábamos. Y, como fruto de ese amor inmenso, Jesús surgió de la muerte, resucitó de entre los muertos y nos mostró el camino de la vida, nos justificó y nos reconcilió con Dios y con nosotros mismos (Cf. Rm 5,6-11).
La muerte de Jesucristo es revelación de Dios, es la manifestación de que Dios es amor, de que Dios nos ama, de que Dios no nos abandona jamás, de que no nos ha abandonado cuando nosotros, en nuestro proyecto pecador de vivir al margen de Él, le hemos abandonado. Por eso creyendo en Él, adhiriéndonos a Él desde lo profundo de nuestro ser, aceptando entrar en una relación de amor con Aquel que de modo inefable nos habla de su amor, del amor con que nos ha amado, dentro de nosotros, recibimos su mismo Espíritu y «si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,11). La resurrección del cristiano es la consecuencia lógica de su unión con el Resucitado, de la inhabitación del Espíritu de Cristo en su propio espíritu, en su mismo ser (Cf. Rm 5,5).
En su discurso sobre el pan de vida (Cf. Jn 6,37-40), que penetra en el significado del signo de la multiplicación de los panes (Cf. Jn 6,1-15) y en la verdad de la persona de Jesús que camina sobre el mar y domina vientos y oscuridades (Cf. Jn 6,16-21), también resuena la tragedia del ser humano sin Dios y la esperanza sembrada por Dios en los corazones de quienes creen su Hijo unigénito. El hombre, obcecado en su pecado, puede “perderse”, de hecho por sí mismo “está ya perdido” y gusta en sí mismo la “ira de Dios” por la “lejanía de Dios” en que ha querido vivir. Si unidos a Dios se gusta su amor, porque Dios es amor, alejados de Dios se gusta “su ira”, es decir, su “lejanía”, su ausencia por nuestra propia decisión, el no percibir la fuente amorosa de la vida que sostiene el aliento de nuestra propia vida, es más, el vivir contra esa fuente amorosa que es la esencia del propio ser, la imagen y semejanza a la hemos sido creados.
Pero, por otra parte, Dios nos ama tanto que su Hijo se encarna y nos busca a nosotros: mortales, perdidos y pecadores, para cargarnos sobre los hombros y conducirnos al seno del Padre, para “pasarnos” de la muerte y de la nada a la vida resucitada, a la vida eterna, pues es voluntad de Dios-Padre que Jesucristo «no pierda nada de lo que Él le ha dado, sino que lo resucite el último día» (Jn 6,39).
En su Hijo encarnado, Dios ha venido definitivamente a nuestro encuentro y ahora nos pide que le acojamos para poder vivir en Él. Por eso, y para poder salir del camino de la muerte en que nos encontramos porque la llevamos asentada en nosotros mismos, Jesús nos pide que lo acojamos plenamente: que “veamos” que es el Hijo y “creamos” en Él (Jn 6,40), dejándonos amar por Él y aprendiendo a amarlo siguiéndolo, obedeciéndolo y amando concretamente a los hermanos, y a todos los hombres, como Él mismo nos ama.
Unidos a Dios, en Cristo Jesús, estamos también unidos, por medio de la liturgia, a los fieles difuntos, a nuestros familiares y amigos que ya durmieron en el Señor, en quien confiamos con corazón indiviso que ya los ha acogido en su seno, en sus entrañas misericordiosas. Es ésta una alegría que Dios mismo pone en nuestro corazón, al mismo tiempo que nos impulsa a caminar hacia el encuentro con Él y, en Él, con todos los que nos han precedido.
La conmemoración de todos los fieles difuntos es, por todo lo dicho, una fiesta llena de esperanza, de amor y de gratitud a Dios por su Hijo, muerto y resucitado; una fiesta que nos ayuda a esperar la muerte como un encuentro, como una entrada en el banquete íntimo preparado por Dios y como el renacer definitivo en Dios como hijos suyos en el Hijo unigénito. Las lecturas, como hemos visto, nos llaman a la fe verdadera y nos invitan a mirar la muerte con los ojos de Cristo que la ha transformado en camino de encuentro con el Padre y con Él.
Adhirámonos pues al Señor con todo nuestro corazón, escuchemos su palabra y sigámosle con fidelidad, mansedumbre y humildad, pues Él, sólo Él, es la garantía de nuestra salvación y felicidad eternas.