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Luz en mi Camino

31 octubre, 2023 / Carmelitas
Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos

Lm 3,17-26

Sl 129(130),1-8

Rm 6,3-9

Jn 14,1-6

Hoy recordamos con cariño a todos los fieles difuntos, en particular a aquellos seres queridos y conocidos que han muerto a lo largo de nuestra vida, quienes, como sabemos por la fe, ya viven “en Dios”, pues «las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno. A los ojos de los insensatos pareció que habían muerto; se tuvo por quebranto su salida, y su partida de entre nosotros por completa destrucción; pero ellos están en la paz» (Sb 3,1-3). Por eso la visita a los cementerios, la liturgia eucarística y las oraciones son medios y signos que no sólo deben ayudarnos a hacer presente en medio de la nuestras asambleas y en cada uno de nuestros corazones la comunión que tenemos con los fieles difuntos, sino sobre todo a aprender de ellos el camino que, antes o después, nosotros mismos tendremos que recorrer.

Parece apropiado, por tanto, que en este día hablemos y reflexionemos no tanto sobre los muertos como acerca de la muerte, pues es ésta la que nos afecta muy de cerca y a todos, la que a todos nos equipara y la que a todos nos hace sentir indefensos, vulnerables, impotentes y, quizás, aterrorizados. Sí, es bueno, aconsejable y de sabios reflexionar sobre la muerte porque, como dice el Qohélet, «más vale ir a casa de luto que ir a casa de festín; porque allí termina todo hombre, y allí el que vive, reflexiona», razón por la cual «el corazón de los sabios está en la casa de luto, mientras el corazón de los necios en la casa de la juerga» (Qo 7,2.4).

Hoy es un día en el que tenemos que mirar a la Muerte, a nuestro “último Enemigo”, a la cara. No es, cierto, un tema agradable, es más, nos causa miedo y rechazo, porque no es algo “natural”. Queremos vivir y vivir para siempre. Sí, yo también la contemplo, “por envidia del Diablo” y “por mi pecado” (Cf. Sb 1,12-13; 2,24), como algo extraño a mi naturaleza y no dejo de luchar tantas veces contra ella de modo equivocado. Todos, en el fondo, la conocemos bien y, en el secreto del alma, la lloramos tantas veces por nosotros mismos o por el amigo o por el ser querido que se nos llevó. La queremos “exorcizar” por ser terrible, devoradora de la vida, sanguinaria. La sabemos ahí, a nuestro lado, pero la ignoramos y nos enfrascamos en los goces, ocupaciones y vanidades de la vida. Pero ésta, la Muerte, sigue pendiendo continuamente sobre nuestras cabezas como pendía la espada sobre la cabeza de Damocles, sujeta de una finísima crin de caballo, y no nos percatamos de ello.

Queremos “sobrevivir” a toda costa, llamar a la vida a través del trabajo, del placer, de la amistad, en un intento desesperado de sustraernos de la muerte aunque sea por un instante. Quizás por esto, precisamente, hoy tenemos que pensar seriamente sobre la muerte: porque ésta ha sido removida de entre nosotros, de nuestro ambiente social. Disimulada tras las leyes (que, sin embargo, la llaman a gritos con abortos y eutanasias), maquillada en los tanatorios, alejada de los vivos porque siempre muere el otro. Hasta la iglesia, las campanas y los funerales molestan a esta sociedad, porque le recuerdan la muerte y vienen a quebrar esa “falsa” quietud en la que se sume.

¡Cuánto esfuerzo por querer reprimir el pensamiento de la muerte! ¿verdad? En nuestro ambiente laicista, secularizado y cada vez más “confesionalmente” ateo, no faltan quienes aseguran que saben que morirán pero que prefieren gastar sus energías en disfrutar al máximo estos pocos años de vida que, por caprichos del azar, les han caído en suerte; otros buscan el remedio a su temor a morir en la “reencarnación”, ignorando no sólo que ésta supone una degradación y una vuelta al sufrimiento y a la muerte para expiar el mal cometido, sino sobre todo muestran su desconocimiento de la verdad revelada que nos enseña que el hombre muere una sola vez e inmediatamente es sometido a juicio por Dios (Heb 9,27), para nunca más volver a esta existencia terrena.

Reflexionar sobre la muerte, cara a cara con ella, nos hace sabios, nos ayuda a valorar adecuadamente las cosas y la vida, nos sirve sobre todo para prepararnos a morir santamente, según Dios y en brazos de Dios. Tenemos que aprender a orar y a pedir con el salmista que Él «nos enseñe a contar la medida de nuestros días, para que entre la sensatez en nuestro corazón» (Sl 90,12).

La palabra de Dios nos revela, de hecho, otro rostro de la muerte a aquel que nos presenta el mundo y nosotros mismos nos formamos, y es éste el que todos nosotros tenemos que aprender a mirar y a testimoniar en nuestra vida. La Muerte, esa que tan terrible nos parece, ha perdido para siempre su aguijón, su fuerza destructiva y aterradora, porque ha sido vencida y engullida por la victoria de Jesucristo y nosotros, unidos a Él por la fe, participamos ya de este triunfo glorioso y eterno: «La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado está en la Ley, pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!» (1Cor 15,54-46). La fe en Jesucristo nos hace superar ya la muerte porque nos une profunda y existencialmente al que es la Vida, de ahí que en el evangelio hodierno nos exhorte a creer y a pasar del corazón obnubilado por la tristeza de la muerte al corazón jubiloso que se complace en la resurrección: «No se turbe vuestro corazón: creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1).

El fin de la existencia humana no es la muerte, sino la vida celeste y bienaventurada: «En la casa de mi Padre — dice el Señor — hay muchas estancias, y voy a prepararos un lugar… para que donde estoy yo, estéis también vosotros» (Jn 14,2.3). Y el Camino hacia la casa del Padre no es la muerte sino Jesús, es decir, el cristiano aprende a mirar al Crucificado no a la muerte desnuda, aprende a contemplar a Aquel que muriendo mata a la misma muerte. Y le mira para vivir y morir unido a Él, en vez de hacerlo solo, desesperado y desesperanzado, pues «si nuestra existencia está unida a Él [= Jesucristo] en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya… Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene señorío sobre Él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; más su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo-Jesús» (Rm 6,5.8-11).

Nuestra muerte en Cristo es un nuevo nacimiento que ya vivimos y celebramos como primicias en nuestro bautismo. Ahora, por la fe, en nuestra existencia terrena, la “criatura nueva” se va gestando dentro del seno de la Iglesia, alimentada por la Palabra, los sacramentos, la oración,…, y cuando muramos será el momento de nuestro nacimiento pleno y eterno en Dios, cuando se revelará plenamente nuestra filiación divina (1Jn 3,2).

Hoy, al meditar sobre la muerte, no lo hemos hecho para caer en la resignación, en la desesperación, en la tristeza o el desasosiego, sino para adquirir sabiduría: conocer sin angustia la medida de nuestra vida, valorar nuestros actos y prioridades con más sosiego, sensatez y auténtica libertad, y para unirnos todavía más, en la fe, la esperanza y el amor, a Cristo. Nuestro pensamiento no se detiene en la muerte sino en la resurrección, porque la vida eterna y el amor omnipotente de Dios ya han tomado posesión de nuestros corazones por la esperanza que en ellos nos ha nacido.

Por eso los fieles que ya murieron en el Señor, y a quienes hoy hacemos presente con tanto cariño, nos recuerdan que “no quieren que estemos en la ignorancia respecto a los muertos, para que no nos entristezcamos como los demás, que no tienen esperanza” (1Te 4,13), ya que “nuestra esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5).

 

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