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Luz en mi Camino

16 diciembre, 2024 / Carmelitas
Cuarto Domingo de Adviento

Mi 5,1-4a

Sl 79(80),2ac.3b.15-16.18-19

Heb 10,5-10

Lc 1,39-45

Las exhortaciones que la Iglesia nos ha dirigido a lo largo del Adviento para que vivamos sobria y piadosamente (1er. domingo), preparando el camino del Señor (2º domingo) y esperando con alegría su Venida siendo conscientes de su cercanía (3er. domingo), se hacen más acuciantes en este cuarto y último domingo porque ilumina la Navidad y nos introduce de algún modo en ella, al presentarnos a las dos figuras principales de estas fiestas en las que conmemoramos el nacimiento de nuestro Redentor: Jesucristo y María.

Ambos personajes ya están incoados en la primera lectura del profeta Miqueas, cuando al anunciar el lugar del nacimiento del Salvador dice: «Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel… Los entrega hasta el tiempo en que la madre dará a luz» (Mi 5,1-2). Además de referirse a Belén, “la ciudad de David”, como el humilde lugar elegido por Dios para que nazca el Mesías prometido a la dinastía davídica (Cf. 2Sam 7,12), el texto deja sobrentendido — en su sentido espiritual — que dicho “jefe” (de “origen antiguo y tiempo inmemorial”) tiene una relación del todo particular con Dios, hasta el punto de llegar a “pastorear a Israel con la fuerza del Señor y en su Nombre glorioso”. Será Jesús, el Hijo de Dios nacido de María, la madre que le da a luz, quien establecerá la paz y la armonía entre todos los hombres (“hasta los confines de la tierra”) obrando con la fuerza y la gloria de Dios manifestadas en su mansedumbre y humildad, y en la entrega total, personal y libre de sí mismo al Padre (anulando así “las ofrendas de animales” que no lograban tocar la realidad profunda, interna y espiritual de la propia persona; Cf. Heb 10,5-10).

En este lugar (Belén), en esta mujer (María) y en este Hijo (Jesús), realiza Dios el misterio de la Navidad. Un misterio de paz y de alegría basado en el amor de Dios al hombre; un misterio en el que toda la humanidad será recreada desde lo más profundo de su débil y pecadora realidad abocada a la muerte, pero anhelante, a la vez, de la vida y felicidad eternas, de la unión plena con Dios.

Siete siglos después del ministerio profético de Miqueas (721-701 a.C.), los sumos sacerdotes y los escribas recordarán sus mismas palabras al injusto y cruel rey Herodes, cuando los Magos venidos de Oriente se interesarán por el lugar de nacimiento del Rey de los judíos (Cf. Mt 2,6). Son las mismas palabras que hemos proclamado y que forman parte de nuestra alabanza y acción de gracias a Dios, porque, cumplidas en Jesús, continúan abriendo nuestras vidas y la vida de los pobres y de todas las gentes de buena voluntad (representadas en aquellos Magos) a la fundada esperanza de la salvación.

Jesús y su madre María están también muy presentes en la alabanza hímnica de Isabel, compuesta en torno a una bendición: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!», y a una bienaventuranza: «Bienaventurada tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Seño se cumplirá» (Lc 1,42.45).

La concepción bíblica vincula la bendición a la fecundidad, a la vida. La mujer israelita se consideraba bendecida por Dios — en su cuerpo y en su propia persona —, cuando quedaba encinta. Su embarazo era un signo concreto de la misericordia y de la providencia divina hacia los hombres y, en particular, hacia su pueblo Israel. No es de extrañar, por tanto, que la madre del Mesías fuera considerada la “bendita entre todas las mujeres”, en cuanto concebía en su seno a Aquel que es la misma Vida (o Bendición), a Aquel en quien Dios cumplía la promesa hecha a Abraham de bendecir en su nombre a todas las gentes (Gn 12,3; Cf. He 3,25).

Esta enseñanza bíblica me hace pensar en el modo como nuestra sociedad desvalorizada, ridiculizada, desprotege y persigue de tantas maneras y en tantas ocasiones a la maternidad. Contemplando la maternidad de María, la mujer tiene que volver a descubrir, valorar y cuidar su propia capacidad de ser madre, y comprenderla como signo de la vida que Dios infunde en el mundo y en la historia, como signo de su permanente bendición y cercanía al hombre. Es más, contemplando la gravidez de María, cada mujer embarazada tiene que comprender que su cuerpo es santuario de esa vida naciente, tienda que la protege, cobija y alimenta, y templo donde aquel diminuto e “invisible” ser humano, su propio hijo, por el mero hecho de vivir da gloria y alabanza al Dios vivo y santo que le ama y le da la vida.

La bienaventuranza se vincula a la felicidad y a la alegría plenas. En varios lugares de la Biblia se formula la bienaventuranza del que teme al Señor (Cf. Sl 1,1-2; 112,1; 128,1-2) de manera semejante a aquella que Isabel dirige a María, a quien define (utilizando un participio determinado en el original griego) como “la Creyente”. Esto significa que María tienen todos los motivos para estar alegre y ser dichosa no tanto por haber engendrado físicamente al Mesías (a lo que aludirá el grito exultante que la mujer de entre la muchedumbre dirigirá a Jesús: “Bienaventurado el seno que te llevó”), como por “haber creído” a la Palabra del Señor, o dicho con las palabras de Jesús: “por haber escuchado la palabra de Dios y haberla guardado” (Lc 11,27-28).

En esta bienaventuranza de María, en la que estamos llamados a participar todos los creyentes, se desvela la maternidad bienaventurada de la mujer que une a su capacidad física para engendrar, la fe en el Dios que tanto le ha amado en su Hijo Jesucristo, la fe en el Dios que da la vida y la sostiene, y en quien confía en medio de todos los pros y los contras que le tocan vivir.

María, “la creyente”, la bienaventurada y la bendita entre todas las mujeres, nos señala el camino que nos introduce plenamente en la Navidad: la fe viva en la Palabra del Señor. Ese es el “camino” de la bendición y de la felicidad eterna (Cf. Dt 28,1.4), el “camino” en el que el “hombre nuevo” engendrado por obra del Espíritu Santo en nuestros corazones, irá desarrollándose hasta alcanzar la plena madurez que le corresponde en Cristo (Cf. Ef 4,13). El Adviento nos ha querido preparar para esta peregrinación, para este discipulado de crecimiento en el amor a Dios y a los hombres que, como también María mostrará, culminará cuando, como discípulos amados, logremos estar unidos a Jesucristo en su misma Cruz.

 

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