1Sam 16,1b.4.6-7.10-13a
Sl 22(23),1-6
Jn 9,1-41
Ef 5,8-14
En medio del camino cuaresmal que nos conduce a la Pascua, la Iglesia nos propone este domingo marcado por la luz y — como afirma la antífona de entrada — la alegría: “Festejad a Jerusalén,… alegraos de su alegría”. El evangelio narra la curación del ciego de nacimiento, uno de los siete grandes “signos” joánicos que desvelan, detrás de su simbolismo, la realidad de todo hombre, invitándonos a seguir el mismo y necesario itinerario de fe y de conversión del ciego-curado, creciendo como él en el conocimiento de Jesús, de quien va revelándose, gradualmente y a través de diversos títulos, la realidad de su persona.
La curación se enmarca dentro de la celebración otoñal hebrea de la Fiesta de las Tiendas. Esta fiesta, en la que se conmemora la peregrinación de Israel en el desierto, se caracteriza por la alegría, el agua y la luz. En tiempos de Jesús, era costumbre encender a lo largo de los muros del templo antorchas, teas y braseros, que “vestían” de un manto de luz esplendente la Ciudad Santa. También el Sumo Sacerdote bajaba, en solemne procesión, hasta la piscina de Siloé, para llenar una botella de oro de agua cristalina, que posteriormente derramaba sobre el altar de los holocaustos. No es extraño, por tanto, que la luz y el agua asuman una fuerte significación en este “signo extraordinario” realizado por Jesús.
La curación del ciego se convierte en paradigma de cómo el hombre accede a la fe, entendida como un engendramiento realizado por Dios en Jesús, pues, como se afirma en el prólogo del EvJn, el creyente no es engendrado ni de sangre, ni de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios (1,13). También el gesto de Jesús, haciendo barro y “ungiendo” con él los ojos del ciego, recuerda la creación del hombre (Cf. Gn 2,7), que ahora va a renacer en Dios por medio “del agua y del Espíritu” (Jn 3,5). La curación tiene como fin, por tanto, creer en Jesús, confesándole como “Hijo del hombre” e “Hijo de Dios” (Jn 9,36-38).
Pero ¿qué necesidad hay de “nacer de nuevo”? La razón principal, que provoca todo el episodio, está sobrentendida seguramente en la cuestión planteada por los discípulos (Jn 9,2): ¿Por qué el sufrimiento, la enfermedad y la debilidad física y espiritual del hombre? Contemplando al ciego y pensando en términos de causa-efecto, los discípulos sostienen que la causa de su ceguera no es otra que el pecado cometido por él mismo o por sus padres. Buscan el “origen” de la enfermedad en el tiempo, seguros de que aquel pasado explica el presente del ciego y marca, incondicionalmente, su futuro. Pero Jesús rechaza de plano tal visión (Jn 9,3-5), y afirma que su “sufrimiento” no procede del “pecado”, y que, por tanto, su presente no está condicionado por el pasado y permanece abierto a la manifestación misericordiosa y creadora del obrar divino en aquel que sufre. Es ahí, precisamente, donde Jesús, al abrir el futuro del hombre que sufre al Dios que obra en el sufrimiento, se manifiesta como “la luz del mundo”. Todo procede de Jesús: sus gestos, sus palabras y, en cuanto Ungido (Mesías o Cristo), la unción (y no una fórmula mágica) que usa con el ciego.
El ciego, como muestra su obediencia, cree en el gesto y en las palabras de Jesús, y llegando a la piscina de Siloé se quita el barro de los ojos y recobra la vista. Siloé es un estanque que, a través del célebre canal subterráneo excavado en la roca durante el reinado de Ezequías (ss. viii-vii a.C.), recoge el agua que fluye de la fuente Guijón. Siloé significa “enviante” (de agua), en referencia al canal que transmite el agua, pero el evangelista lo utiliza simbólicamente y lo transforma en “enviado”, aplicándolo a la realidad mesiánica de Jesús, a quien presenta como el Enviado de Dios, es decir, como el supremo y definitivo mensajero de Dios a través de quien llegan todas las bendiciones. Allí, en Siloé, el ciego recibe la bendición del Enviado, como la recibirá la Iglesia a través del bautismo. De hecho, el proceso bautismal se denominaba en los primeros siglos de la Iglesia “iluminación”, y los mismos cristianos eran llamados “iluminados”, al estar unidos a Jesús, “la luz del mundo” (Jn 9,5; Cf. 8,12).
Jesús desaparece entonces de la escena, porque el ciego-curado tiene que descubrir, en su relación con los demás, las consecuencias del gesto y de la palabra recibida, y tiene que encontrar por sí mismo el sentido salvífico del beneficio recibido. El ciego-curado sabe lo suficiente para poder dar testimonio de lo ocurrido y avanzar, al mismo tiempo, en el conocimiento de Aquel con el que ahora forma un cuerpo, ya que habiendo sido engendrado a la luz forma parte de ella: engendrado a la luz, él mismo es luz (y esto lo tiene que descubrir).
Ante los vecinos, el ciego-curado confiesa: “Soy yo” (Jn 9,9), es decir, siendo creyente habla como si fuera el mismo Jesús, le representa y le confiesa como “el hombre llamado Jesús” (Jn 9,11). También los fariseos subrayan el carácter humano de Jesús (Jn 9,16), pero a diferencia de ellos el ciego-curado progresa en el conocimiento: “Es un profeta”. A la gradual maduración de la fe se opone una incredulidad cada vez más agresiva de los adversarios de Jesús; se presentan como dos “saberes” emblemáticos que no dejarán de irrumpir en cada generación, cuando la mentalidad del mundo se enfrenta, tantas veces violentamente, a la Iglesia vivificada por el Espíritu. El ciego-curado — después de que sus padres han constatado que nació ciego y que ignoran quién le ha podido abrir los ojos — será apartado de la sinagoga, pero introducido en el nuevo pueblo de Dios por Jesús, a quien confiesa y adora como el Hijo del hombre y el Señor en persona (Jn 9,38).
Frente a la ceguera física del ciego de nacimiento, aparece también la ceguera espiritual propia de los fariseos que se oponen a Jesús. Él se manifiesta como “la luz del mundo” cuando, al no juzgar ni condenar (Cf. Jn 5,22.27.30), desvela el secreto profundo de los corazones: creyendo o no-creyendo en el Hijo del hombre, el hombre se juzga a sí mismo y manifiesta la realidad que se ocultaba en su corazón. Dios, como dice la primera lectura, no mira el aspecto, ni la altura, es decir, no le basta la apariencia física para tomar una decisión, sino la visión profunda, espiritual: “el hombre mira las apariencias, pero el Señor ve el corazón” (1Sam 16,7). El discernimiento es un aspecto de la sabiduría, y Jesús ha venido al mundo para que acontezca un juicio, esto es, un “discernimiento” (Cf. Jn 9,39). El ciego-curado ha entrado en él y se ha convertido, a su vez, en un “discernimiento” para aquellos que le ven y le preguntan. El ciego ha sido situado en la posición de un “sabio que enseña” a aquellos que, por su preparación, deberían ser los verdaderos sabios (Jn 9,30-34), pero quienes, por su incredulidad, son unos necios. La llamada a la conversión queda abierta para los fariseos (Jn 9,40-41), pero tienen que reconocerse pecadores (= ciegos) y desear la curación. Es evidente, por tanto, que si la vista física es un don maravilloso de Dios, todavía es mucho más importante la vista espiritual porque permite vivir en comunión con Él y gustar ya aquí la vida eterna.
La cuaresma se presenta como una propuesta de camino bautismal que nos invita a retornar a las fuentes de nuestra filiación divina en Jesús, para reencontrar la grandeza de su Persona y del don de la luz-sabiduría recibido a través de Él. En este camino, la pregunta sobre quién es Jesús se nos plantea nuevamente en toda su radicalidad — ¿es el Hijo de Dios o un personaje ilustre? —, y nos reclama la respuesta de la fe viva que se lanza a una vida más amplia y completa adherida a la palabra del Señor. El camino hacia la Pascua está lleno de la esperanza de participar cada vez más en la vida de Jesús y en su luz. A ello nos invita Pablo cuando nos exhorta a abandonar las obras de las tinieblas, el pecado, y a realizar las obras que hacen bien a los demás, que les hacen crecer en la imagen y semejanza de Dios, para que, provocando en ellos un “discernimiento”, sean también iluminados y lleguen a dar gloria al Padre.